Insurrección revolucionaria y legítima defensa

Por  Adolfo Paúl Latorre. Abogado

Muchas personas piensan que estamos viviendo una mera crisis social o un “estallido social”. Ellas no comprenden que estamos ante una insurrección revolucionaria, cuyos líderes —claramente identificables— buscan el derrocamiento de la autoridad legalmente constituida y hacerse con el poder total.

 Esta insurrección se lleva a cabo a través de la violencia, el caos y la destrucción —mediante actos terroristas, vandálicos y de guerrilla urbana; la ocupación territorial de diversos sectores en las principales ciudades del país; ataques sistemáticos de elementos subversivos a cientos de comisarías y cuarteles de las Fuerzas Armadas, y agresiones gravísimas a Carabineros y a miembros de la Policía de Investigaciones de Chile, incluyendo el uso de bombas Molotov y armas de fuego— cuyo objetivo es desmantelar la actual institucionalidad que nos rige, que establece las bases de una sociedad libre, y sustituirla por otra colectivista, igualitarista, estatista y totalitaria.

 Así, utilizando como fundamento determinadas demandas sociales, el aparato revolucionario ha logrado imponer, a través de la violencia y la coacción, un acuerdo político que llevará a la realización de un plebiscito para decidir la redacción de una nueva Constitución.

 Una eventual nueva Carta Fundamental, impuesta por la fuerza, adolecería de una ilegitimidad de origen.

 Para el cumplimiento de sus deberes esenciales —conservación del orden público, protección de los derechos de las personas y promoción del bien común— el Estado cuenta con el monopolio de la violencia física legítima. Si bien el Estado tiene la prohibición de abusar de la fuerza, tiene la obligación de usarla para cumplir tales deberes.

La aplicación de la violencia física no solo es legítima, cuando es aplicada por la autoridad legítima, sino que es justa, cuando es adecuada para lograr mediante ella la restitución del orden exigido por el bien común.

 El grado de fuerza que se utilice debe ser apreciado prudencialmente por la autoridad, siguiendo los principios de racionalidad y de proporcionalidad. La desproporción en el uso de la fuerza no solo puede predicarse respecto de la que es excesiva para cumplir con un determinado objetivo, sino que también respecto de la que es insuficiente para lograrlo.

A fin de restaurar el orden público y el Estado de Derecho, de proteger los derechos humanos de más de quince millones de chilenos —que los ven violados día a día por violentistas que actúan prácticamente con absoluta impunidad, pues no hay fuerzas policiales que se les resistan u opongan eficazmente; ya que carecen de la voluntad para usar sus armas a fin de infligirle a los delincuentes un daño que estos no estén dispuestos a aceptar, razón por la que no tienen capacidad disuasiva alguna: ¡si ni siquiera las usan en defensa propia!— y de evitar el descalabro del orden institucional de la República, el Estado, ejerciendo el derecho a la legítima defensa, tiene la obligación de reprimir la violencia ilegítima con todos los medios de que dispone, aplicando la fuerza letal si fuere preciso; aunque con ello pierdan la vida algunos o incluso una cantidad importante de agresores.

El Estado tiene la obligación de defenderse, con todos los medios a su alcance, aunque para ello sea preciso adoptar medidas extremas. Salus populi suprema lex est (la salvación del pueblo es ley suprema) era el primer principio del Derecho Público Romano. La historia solo condena a los pueblos que renuncian a defenderse.

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