Columna de Joe Black, El Mercurio 13 de Diciembre de 2015

Algo en verdad sorprendente y único ocurrió la tarde del jueves en Chile.
“Obvio, el Tribunal Constitucional declaró discriminatoria, y por tanto inconstitucional, la fórmula del Gobierno para establecer un sistema parcial de gratuidad universitaria en el país”, se adelantarán a señalar ustedes, siempre tan bien informados.

Pero yo les diré que eso no me pareció tan sorprendente, sino que lo que de verdad me dejó perplejo fue el mensaje que dio por televisión esa noche la Presidenta.

Lo primero es que no es habitual que ella realice esas apariciones televisivas, con la apariencia de una cadena nacional, tan repentinas. De hecho, ella partió su intervención explicando por qué lo hacía:
“He tomado la decisión de hablarles directamente, por este medio, porque lo que está en juego es de interés de todos los compatriotas”, dijo.
Lo siguiente que me llamó la atención fue su cara. El labio inferior levemente torcido, el ceño adusto, la mirada fija y penetrante.

Y después, claro, el discurso duro, desafiante.
Dijo dos veces que el Congreso “democráticamente” había aprobado la norma que el Tribunal Constitucional estimó ilegal, ¿insinuando algo así como que la mayoría parlamentaria es una suerte de antídoto contra la inconstitucionalidad?
A continuación “lamentó” que “algunos parlamentarios de oposición” presentaran un requerimiento ante el Tribunal Constitucional, cuestión que han hecho muchas veces (las mismas veces) parlamentarios de la Nueva Mayoría y de Chile Vamos (o sus respectivas denominaciones previas).
Más adelante dijo, de nuevo, que “lamentaba” que el TC acogiera el requerimiento, “porque menos estudiantes van a poder contar, a partir del próximo año, con la gratuidad”, cuestión que no tendría por qué ocurrir, dado que el dinero está disponible, solo que hay que repartirlo de otro modo (que no sea discriminatorio, según el TC). Pero lo verdaderamente relevante vino hacia el final del discurso:
“Algunos quieren impedir que cumpla mi palabra; no me conocen. Quieren frenar la gratuidad; no lo van a lograr”.

Ahí les confieso que no la reconocí. La he seguido por años, una década quizás, y no le había visto esa actitud, tan soberbia, gallarda y belicosa. Ella, la primera madre de la patria, la mujer acogedora y comprensiva, la de sonrisa ancha y ojitos chispeantes, no parecía ser Ella. Parecía Otra. Además, yo pertenezco a otra generación y otra escuela, la de Ricardo Lagos, que decía que “las instituciones funcionan” y que las determinaciones de los tribunales no se comentan.
Es que ¿quién se para frente a un podio en televisión abierta, sin periodistas presentes, para hacer críticas e insinuaciones contra un tribunal, para fustigar a los adversarios y para dejar lanzado un “no me conocen” (no saben de lo que soy capaz, ya van a ver ya)?

Claro, “la Señora K” es un caso en el que uno podría pensar. Pero Michelle Bachelet no tiene para nada el estilo de Cristina Fernández.
A menos que…
¿Podría ser posible que el “alma presidencial” de la “señora K” haya transmigrado ese jueves, cuando dejó el poder, hacia nuestra Mandataria cuando entró a la Casa Rosada al cambio de mando? ¿Se habrá reencarnado Cristina en Michelle? ¿O al menos sus modales, su impronta? ¿O fue solo una casualidad, o una idea mía?
Ojalá que sea eso, porque supongo que nadie en su sano juicio en La Moneda estará pensando en que el camino del éxito de la Presidenta pasa por “cristinizarse”.
Casi prefiero la tesis de la reencarnación. Porque si las cosas pasan a mayores, le pedimos al cura Berríos que le practique una suerte de exorcismo y listo. Lo otro, en cambio, es más cuesta arriba