Salvando la democracia con violencia

Salvando la democracia con violencia
“El Estado de Derecho exige predictibilidad, reglas que la garanticen y faculta solo a determinadas personas bajo condiciones preestablecidas a aplicar la violencia”.
La
democracia, explicó Friedrich Hayek, en línea con el pensamiento liberal
clásico, no es un fin en sí mismo, sino un medio. Su objetivo es determinar el
modo en que se obtiene el poder. El liberalismo, en cambio, es una doctrina
sobre los límites del poder y, como tal, es un fin en sí mismo, pues tiene por
objetivo proteger la soberanía y propiedad del individuo.
Ahora bien, los liberales prefieren la democracia porque esta tiene una
tendencia a producir mejores resultados en términos tanto económicos como de
libertad personal. Si ese deja de ser el caso, sin embargo, no hay ninguna
razón para inclinarse por ella sobre cualquier otro sistema de transferencia de
poder. Y es que dado que la democracia no implica necesariamente un límite al
poder, esta puede devenir en totalitaria o “iliberal” para utilizar un concepto
de moda. Esto significa que se puede tener democracia con ausencia de libertad
y prosperidad y se puede tener también autocracia en sus diversas formas con
libertad y prosperidad económica. Singapur es un claro ejemplo de lo segundo y
la Venezuela de Chávez de lo primero.
Ningún liberal que ponga los derechos del individuo antes que el interés
colectivo o los caprichos del poder podría preferir una democracia iliberal
como la de Chávez a un régimen autoritario liberal como el de Singapur, salvo,
claro, que se crea que la democracia es un fin en sí mismo, es decir, un dogma
religioso en virtud del cual el método es más importante que el objetivo para
el cual existe.
Pero, aunque no se concuerde con esta idea, lo cierto es que si la democracia
fracasa en garantizar cierto nivel de prosperidad económica, de libertad
individual y seguridad personal, quiérase o no, pierde su legitimidad. En otras
palabras, la ciudadanía comienza a preguntarse para qué quiere políticos
corruptos e ineptos bajo cuyo mandato vive con miedo permanente a ser agredida
en su vida y propiedad. La democracia “liberal”, sin duda el mejor de todos los
sistemas, muta entonces en democracia iliberal o simplemente colapsa, dando
paso al autoritarismo.
Ahora bien, en la práctica, que haya liberalismo significa que predomina una
economía libre, con un Estado que garantiza el derecho de propiedad y
libertades básicas por la vía de ejercer el monopolio de la violencia que
detenta, precisamente para frenar la delincuencia y hacer cumplir los
contratos. Intuitivamente, cuando falla eso, la ciudadanía siente que no hay
razón alguna para preferirla por sobre un sistema iliberal capaz de, al menos,
restaurar el orden, la seguridad y cierto nivel de bienestar económico.
En cualquier sistema político, el liberalismo, hay que insistir, viene dado por
lo que se conoce como rule of law o Estado de Derecho. Este implica que el
poder coactivo se encuentra concentrado en unas pocas manos que lo utilizan de
acuerdo a reglas que permiten a quienes integran la comunidad política prever
con suficiente certidumbre cuándo y bajo qué circunstancias se aplicará la violencia.
Así, por ejemplo, se sabe de antemano que la propiedad de una persona puede ser
confiscada cuando se cometen ciertos delitos o bien bajo circunstancias
especiales establecidas en la ley.
Como es evidente, todo ello es incompatible con la posibilidad de que
cualquiera en el momento que se le ocurra pueda atacar nuestra propiedad, vida
o libertad. El Estado de Derecho exige predictibilidad, reglas que la
garanticen y faculta solo a determinadas personas bajo condiciones
preestablecidas a aplicar la violencia.
En general, ningún sistema político, democrático o no, puede sostenerse si deja
de ejercer su función primordial que es la de reclamar el monopolio de la
violencia. Y si eso es así, entonces la mejor forma de salvaguardar la
democracia liberal —y el orden social en general— es quitarle la calle el poder
que se ha tomado, es decir, reintegrar la violencia dentro del Estado. Esa
meta, como es obvio, solo se puede conseguir aplicando desde el Estado una
violencia capaz de aplacar aquella que pretende suplantarlo o desarticularlo en
su rol esencial.