Busquemos a nuestros muertos

Busquemos a nuestros muertos
Hasta el cónclave del lunes pasado parecía que el tema de los derechos humanos iba a ocupar un primerísimo lugar de su agenda, pero se ve que el Gobierno tiene preocupaciones más urgentes, como la economía, la educación o los temas constitucionales. Con todo, esta desatención permite plantear de manera más serena un tema que resulta particularmente doloroso, como nos ha recordado en estos días el caso de Carmen Gloria Quintana.
La preocupación por las violaciones a los derechos humanos entre 1973 y 1989 tiene dos facetas: la jurídico-política y la humana. La primera busca conocer y castigar a los culpables. La otra apunta a encontrar los restos de los desaparecidos, un objetivo muy difícil de conseguir, porque además de los pactos de silencio, muchos de esos cuerpos fueron arrojados al mar y son inhallables. Por otra parte, los políticos han dejado el tema en manos de las familias afectadas, que poco pueden hacer. Finalmente, aunque duela reconocerlo, el modo en que se ha buscado hacer justicia ha hecho muy difícil, cuando no imposible, lograr el objetivo de encontrar a los muertos. Intentaré explicar por qué.
De partida, resulta una ingenuidad pensar que las actuales autoridades del Ejército poseen esta información y que es cuestión de presionarlas para que la entreguen. No tienen un cajón que diga “Pactos de silencio” o un clóset con mapas que muestren el trágico destino de los cadáveres. Su comandante en jefe tenía 14 años recién cumplidos el 11 de septiembre de 1973. Esta es otra generación, y no es a ella a quien hay que dirigirse.
Tratemos de ponernos, por un momento, en la mente de un uniformado efectivamente involucrado en los hechos. Él piensa: “Hubo abusos, ciertamente, pero estábamos en guerra; los muertos eran combatientes decididos, gente que había elegido la vía armada o que al menos estaba de acuerdo con la política totalitaria de una de las potencias involucradas en la Guerra Fría. Aunque los chilenos de hoy sean unos ingratos, la amenaza era muy real”.
Pero su razonamiento no termina aquí. Probablemente estima que la guerra continúa, como puede verse por el hecho de que “el enemigo” haya dejado sin efecto hasta las más elementales normas de prescripción y esté juzgando hechos acaecidos hace cuatro décadas. Además, mantiene a los acusados en prisión preventiva durante años, sin que medie una sentencia (¿a qué comunero mapuche se lo trataría así?); hay personas procesadas simplemente porque “deberías haber sabido lo que pasó”, sin pruebas más contundentes; en definitiva, según piensa, su perseguidor carece de la mínima imparcialidad para enjuiciar la situación, lo que constituye una de las características de una guerra.
En esta situación psicológica, donde esas personas (con razón o sin ella: ese es un problema distinto) se sienten constante e injustamente agredidas, ¿cabe pensar que alguna de ellas va a dar la más mínima información? Tendrían que ser una mezcla de héroes y santos, poco frecuente en nuestros días, o que algún otro subordinado no resista los remordimientos de conciencia y hable, porque los demás están convencidos de que actuaron bien y que son objeto de una planificada revancha.
Así las cosas, los cadáveres seguirán perdidos, como se ha visto hasta ahora, con la agravante de que, en unos años más, los que podían dar alguna información estarán muertos, y esas familias nunca tendrán el consuelo de ir a dejar una flor a la tumba de sus seres queridos.
Para resolver el problema, no se trata de ofrecer delaciones compensadas o cosas por el estilo, que no van con el modo de comportarse de un militar. Lo que esas personas buscan va por otro lado.
Aunque es fácil hablar cuando uno no está afectado, me parece que la única posibilidad de conseguir el objetivo de encontrar un número significativo de cadáveres de desaparecidos (si de veras interesa) consiste en cambiar la mencionada lógica de guerra, y decir: “Es hora de buscar, todos juntos, a nuestros muertos: ha empezado la paz”. Esta es la única manera de eliminar el escenario que hace posible los pactos de silencio y todo lo que deriva de la lógica bélica que afecta a muchos chilenos de ambos bandos.
Si Mandela lo consiguió en Sudáfrica, ¿es tan imposible que lo logremos nosotros?
También cabe decir: “Para mí, lo fundamental es que se castigue a los culpables, al precio que sea, aunque eso signifique que se mantengan todos los pactos de silencio y no encontremos a nuestros muertos”. Pero, en este caso, también habrá que dejar por un momento los cálculos electorales y tener la valentía de decirlo.
Por Joaquín García Huidobro