Bachelet, un caso especial



Bachelet, un caso especial

Distingamos: una cosa es que nuestra tradición republicana sea efectivamente presidencialista y otra es que se deba sumisión a todos y a cada uno de los individuos que ejercen el Poder Ejecutivo.

Es en esa disyuntiva que nos hemos vuelto a encontrar los chilenos en los últimos tres años, porque Michelle Bachelet -de un modo análogo a su correligionario Salvador Allende- ha devaluado de tal modo la presidencia, que nos ha colocado en situación de rebeldía. Pacífica y dialogante, pero rebeldía al fin.

Se rebelan contra ella los partidos que dicen apoyarla; se rebelan las masas ciudadanas que la vuelven a colocar bajo el 20% de aprobación; se rebela una oposición excesivamente bonachona, casi buenona; se rebelan esas minorías vociferantes, integradas por los funcionarios que ella debiera mandar, por los movimientos que con ella debieran sintonizar, por las izquierdas que en ella podrían reconocer un liderazgo impugnador.

Y ella, a pesar de tanta rebeldía y de tanto abandono, sigue tan campante.

Sus últimas declaraciones, a este medio, son notables.

“Yo soy súper realista siempre”, nos ha dicho. ¿Qué concepto de realidad tendrá la Presidenta? ¿Con qué ojos ve lo que sucede en un Chile al que considera “mucho mejor que antes”? ¿Son las cincuenta a cien personas que le sonríen y la sobajean en cada uno de esos actos preparados por su equipo… “la realidad”? Quizás no es solo esa fantasía la que reemplaza a la realidad, sino que ha vuelto a instalarse en La Moneda ese conjunto de “futuros imposibles” que son tan propios de las ideologías. Futuros imposibles que impiden ver la realidad, porque se los desea más allá de todo sentido común.

“El que crea que puede llegar a gobernar después de mi gobierno para volver al país de antaño”, no entiende nada, nos ha dicho también la Presidenta.

¿En qué país de antaño está pensando? ¿En el de su primera administración? ¿En el país de los anteriores gobiernos de la Concertación para los que ella trabajó? La sospecha es que está pensando más bien en ese país que entre casi todos veníamos intentando construir: el de las libertades y del emprendimiento, el del crecimiento y de la seguridad, el de la recuperación de la unidad nacional y del reconocimiento de la dignidad humana. Todo eso es el “antaño” que para Bachelet es un pasado muerto y bien muerto, de cuya defunción ella ciertamente se declararía orgullosa coautora.

“Me podría llenar de gloria y hacer cosas súper populistas y dejarle una deuda gigantesca al gobierno que venga”, nos ha advertido además la Presidenta, en un tono de superioridad algo tragicómico.

Trágico, porque Michelle Bachelet quizás no ha advertido el desprecio profundo que hay en esas palabras para sus compatriotas, para ese conjunto de tontones que mayoritariamente caeríamos rendidos a sus pies por un bono más suculento o un reajuste mayor. Vaya alta consideración en que tiene al pueblo de Chile, al que considera fácilmente comprable mediante el populismo. Gloria cree que obtendría…

Y cómico, porque la Presidenta no repara en que se irá dejando justamente “una deuda gigantesca al gobierno que venga”. Tantas veces sucede que el chiste mal contado resulta más gracioso que el correcto. Y el relator apenas se da cuenta de que la risa ajena se basa más en la deformación del dicho que en la fidelidad al cuento.

A Michelle Bachelet le queda poco gobierno, está por irse.

Es bueno ponderar a fondo estos meses finales, porque su presidencia es un caso especial, un caso que no debe repetirse en la historia de Chile (o tripitirse, más bien, si consideramos a Allende).

Una situación más como la que nos ha tocado vivir en estos años y la República colapsa. Capota, decían los de antaño.

Por Gonzalo Rojas