POLÍTICA Y GOBIERNO:

POLÍTICA Y GOBIERNO:
TANTO MUERTO, SUFRIMIENTO Y DESENCUENTRO ¿PARA QUÉ?
Por Christian Slater
THE TIMES EN ESPAÑOL: TANTO MUERTO, SUFRIMIENTO Y DESENCUENTRO ¿PARA ESTO?
Señor Director:
¿Tanto muerto, sufrimiento y desencuentro… para esto?
“…Así divididos, no hay estrategia que valga. No hay candidato que baste. Sin unidad, solo se puede esperar una nueva derrota…”
Escribo estas líneas no como analista ni como espectador, sino como exsoldado. Fui parte de una generación que conoció de cerca el precio de una patria dividida. Serví en silencio mientras muchos de los grandes responsables políticos del quiebre institucional —los que debieron dar la cara— simplemente se desentendieron. Y duele ver que, cincuenta años después, pareciera que no aprendimos nada. Una situación que confirma que los políticos no escucharon ni comprendieron el “¡Nunca Más!” pronunciado con dolor, pero con coraje, por quien intentó una reconciliación verdadera, la que en manos de los políticos —unos para lavar imagen y otros por conveniencia política— lo reemplazaron por venganza.
Hoy, nuevamente por culpa de una clase política carente de visión, nos encontramos peligrosamente divididos. Pero esta vez, el daño es aún más profundo: no se trata ya de bandos ideológicos tradicionales, ni siquiera de la tensión entre un sano oficialismo y una oposición responsable. Lo que enfrentamos es una descomposición institucional, donde el interés personal se impone sobre el bien común, y donde ni siquiera nuestras Fuerzas Armadas y de Orden permanecen indemnes.
Tras décadas de abandono, hostigamiento judicial y desconfianza instalada desde fuera y dentro, muchos de sus miembros —especialmente los más jóvenes— es probable que algunos de sus integrantes hayan comenzado a mirar con escepticismo ese juramento que antes se pronunciaba con orgullo. Y no es casual: han visto cómo camaradas y superiores fueron arrastrados a procesos injustos, sin garantías mínimas, condenados más por portar uniforme en tiempos difíciles que por hechos probados. Han entendido que, en este país, obedecer puede tener consecuencias, pero desobedecer, a veces, no tiene castigo. Y cuando eso ocurre, el compromiso se debilita.
Y no hablamos solo de quienes están tras las rejas. La tortura silenciosa también alcanza a sus familias. Hijos y nietos que crecen viendo a sus padres en prisión, no por pruebas concretas, sino por haber obedecido en tiempos de guerra interna. Esposas que envejecen solas mientras ven cómo la justicia se degrada en venganza. Todo un círculo íntimo que carga con el castigo social de ser familia de un uniformado, en un país donde vestirse de honor terminó siendo más peligroso que alzarse en armas contra la república.
¿Cuánta más indiferencia puede soportar una injusticia que todos conocen y casi nadie se atreve a enfrentar? ¿Cuántos más deberán morir en prisión, envejeciendo enfermos o inocentes, sin que una sola autoridad tenga el valor de expresar una duda legítima?
Porque aquí no se trata de errores judiciales, sino de una venganza persistente, sostenida en el tiempo y disfrazada de legalidad.
Lo más doloroso es que ni siquiera las propias instituciones —aquellas que formaron y exigieron obediencia a esos hombres— han podido, hasta ahora, levantar una voz clara en su defensa. Como exuniformado, sé bien que los actuales comandantes en jefe no pueden deliberar ni involucrarse en decisiones políticas. Pero incluso dentro de esos límites, siempre hay gestos que pueden marcar una diferencia: una carta reservada, una señal de humanidad, una advertencia privada para dejar claro cuál es el límite de esa obediencia, o por último, una visita a sus camaradas que sirva como gesto de memoria, gratitud y lealtad institucional. Quizás, y eso espero, todo lo señalado y mucho más, ya lo han hecho.
No se trata de romper la disciplina, sino de honrar principios. El Manual de Ética del Ejército es claro: las Virtudes Cardinales —Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza— son exigibles a todo militar, sin distinción de grado, género, cargo o condición. Y cuando se es testigo de una injusticia evidente, guardar silencio no siempre es prudencia; a veces, puede ser una renuncia al deber moral. Por eso, aunque todos debemos comprender las restricciones del cargo, también creo que todos deben saber de que hay un límite.
Así como está hoy Chile, con instituciones arrasadas por la corrupción, la cobardía política y la prevaricación judicial, cuesta no pensar que los verdaderamente buenos están tras las rejas —en Punta Peuco, Colina 1 o donde sea—, mientras los que desde afuera buscan venganza, no justicia, son quienes se presentan como salvadores del país. Lo que ayer era honor, hoy se castiga; lo que ayer era traición, hoy se premia. Y aún se atreven a hablarnos de democracia y derechos humanos.
Con el respeto que corresponde, pero con la firmeza de quien ha vivido las consecuencias de la indecisión, afirmo que cuando los políticos fallan, es el pueblo —y sus instituciones más nobles— el que paga el precio. Si quienes hoy aspiran a gobernar no logran un mínimo de unidad, visión y coraje, no será necesario que nadie imponga una nueva hegemonía. Bastará con que nadie la enfrente con claridad moral y sentido de deber.
No escribo esto para quienes lucran con el pasado, ni para los que hacen política con los muertos. Lo escribo para quienes sí han perdido algo o a alguien, en uno u otro lado, y saben que nada de lo que vivimos en los años setenta, debió haber ocurrido. Y sin embargo, hoy, volvemos a situarnos al borde del mismo abismo. Y entonces, uno vuelve a preguntarse:
¿Tanto muerto… para qué? ¿Tanto juramento, tanta vida ofrecida, tanta historia ignorada… para terminar nuevamente atrapados en manos de quienes siembran división y después huyen del campo de batalla? ¿Tantos culpables verdaderos impunes, y tantos inocentes perseguidos durante décadas por razones que nada tienen que ver con la justicia, sino con conveniencias políticas y relatos tergiversados?
En estos días en que recordamos el Combate de La Concepción, no puedo dejar de pensar en lo que verdaderamente significa dar la vida por la patria. Setenta y siete jóvenes soldados chilenos enfrentaron en la sierra peruana a más de dos mil enemigos. Lucharon hasta el final, sin rendirse, sin traicionarse entre ellos, sin abandonar su deber. Tras aquel combate desigual y sangriento, los corazones de sus cuatro oficiales fueron rescatados por sus propios camaradas y traídos de vuelta a Chile. Hoy reposan en la Catedral de Santiago junto a una placa que dice:
“Aquí, en el primer templo de Chile y a la vista del Dios de los Ejércitos, para perpetuo ejemplo de patriotismo se guardan los corazones de Ignacio Carrera Pinto, Julio Montt Salamanca, Arturo Pérez Canto y Luis Cruz Martínez.”
Este mes de julio, miles de jóvenes soldados levantarán su brazo derecho y proclamarán el juramento más solemne que puede hacerse:
“Juro, por Dios y por esta bandera, servir fielmente a mi patria, ya sea en mar, en tierra, o en cualquier lugar, hasta rendir la vida si fuese necesario. Cumplir con mis deberes y obligaciones militares, conforme a las leyes y reglamentos vigentes, obedecer con prontitud y puntualidad las órdenes de mis superiores y poner todo empeño en ser, un soldado valiente, honrado y amante de mi Patria.”
Pero… ¿qué valor tiene ese juramento si quienes lo pronuncian saben que, llegado el momento, podrían quedar solos, sin respaldo, sin protección y sin justicia? ¿Cómo sostener esa promesa cuando obedecer puede costar no solo la vida, sino también el honor y la libertad, sin que nadie asuma responsabilidad por ello?
Esta vez, en nuestra patria, para comenzar a recuperar las virtudes y valores básicos de la sociedad, debe ganar la democracia, pero una democracia que debemos proteger y cuidar para que no sea secuestrada por esa vieja y corrupta Casta Política. Es impensable —y sería inaceptable— que nuevamente las Fuerzas Armadas y de Orden tengan que cargar con el costo de una política errática y mezquina. El daño que han recibido no se borra. Y quizás por eso, hoy más que nunca, sus miembros no están dispuestos a ser utilizados, manipulados ni desechados una vez más. Ya aprendieron. Y nosotros también deberíamos hacerlo.
Chile está cansado. Pero aún tiene esperanza. Y esa esperanza ya no puede depositarse en una clase dirigente que ha demostrado no estar a la altura de la historia. Porque las naciones no caen cuando las ideas adversas triunfan, sino cuando quienes pueden resistir se dividen, se silencian o se rinden.
Así divididos, no hay estrategia que valga. No hay candidato que baste. Sin unidad, solo se puede esperar una nueva derrota.
Vamos conociendo otras verdades:
*A otro Perro con ese Hueso*
Por Cristián Labbé Galilea
En estos días, las encuestas advierten que en las elecciones presidenciales de noviembre habrá “segunda vuelta”, y que ésta sería entre la representante del oficialismo y un candidato de la oposición, quien además aparece con más opciones de alcanzar la presidencia. Optimismo que en términos generales comparte esta pluma, lo que en ningún caso debiera confundirse con confianza.
Lo que está en juego no es menor, se trata -ni más ni menos- del futuro de nuestro país. Cómo no, si ya conocemos la amenaza: una comunista de peso pesado, una octubrista “de padre y señor mío”, quien hará uso de todos los artilugios necesarios para aparecer como “una blanca paloma” que sólo quiere “volar de Conchalí a la Moneda”.
Por lo mismo, no hay que caer en la trampa de pensar que las cartas están jugadas, no se nos vaya a quemar el pan en la puerta del horno. Si los escenarios son auspiciosos, con mayor razón debemos estar en alerta, y conscientes que enfrentamos a un adversario decidido a no darnos tregua, que buscará por todos los medios encubrir su real identidad y sus verdaderos propósitos.
En estos momentos lo importante es estar convencidos que existe una opción viable de ser gobierno, pero al mismo tiempo tenemos la tremenda tarea de “meter en cintura” a los dudosos y a los ingenuos, especialmente a “los hijos del bienestar”, esos que no vivieron los aciagos días de la Unidad Popular, advirtiéndoles que estamos frente a un riesgo no menor, representado por una impostora, una figura ficticia, alguien que, bajo el manto de una dulce y carismática candidata, encubre un comunismo aprendido como religión a los 14 años y un pasado que la delata como activista, violentista y terrorista.
En estos días, nuestra obligación es llamar la atención de quienes ingenuamente creen que el comunismo no tiene cabida en nuestra realidad… que sólo estamos en presencia de un socialismo democrático y moderado… que la candidata es dulce y templada porque no usa la polera del “perro matapacos” ni aparece con el puño en alto como antes y durante el octubrismo.
La tarea es advertir: no dejarse embaucar por una candidata que se presenta como el escorpión, con palabras convincentes, planteamientos emocionales y una aparente preocupación por el bien común, prometiéndole a la comunidad (léase la rana) cruzar juntos el río, asegurándole progreso y bienestar, en circunstancias que su verdadera naturaleza es el poder total. Cómo no recordar que la historia está llena de ranas que confiaron en escorpiones con discursos seductores… y de naciones que pagaron un alto precio por la ingenuidad de creer que el comunismo no era un peligro.
Por último, no piense mi crítico lector que, por lo dicho, esta pluma sugiere perder el optimismo que se percibe en las encuestas; muy por el contrario, lo importante es tener claro que el optimista es quien advierte el peligro y lo rechaza diciendo… “A otro perro con ese hueso”.
“De Yungay a Versalles”
Cristián Valenzuela
Abogado
Gabriel Boric, el Presidente que nos prometió vivir como la gente común, se va a San Miguel. Pero no a un departamento modesto cerca del metro, ni a una casa pareada con reja blanca y jardín de suculentas.
Se muda a una millonaria mansión de 1939, de casi 800 metros cuadrados de terreno, ubicada en un barrio tranquilo, con historia, con un torreón ornamental y que, desde 2026, tendrá un perimetro de seguridad presidencial. Traducido al español: un castillo progresista, con escoltas, cerco fiscal y todas las comodidades que un chileno promedio ni siquiera puede imaginar pagar.
El joven Boric, que en 2022 jugaba a ser de barrio, que se paseaba por Yungay tomando café en tazas de loza vintage y compraba marraquetas con escolta en la Plaza Brasil, hoy revela su verdadera casta: la nueva aristocracia del Estado. Porque esa es la paradoja perfecta del progresismo posmoderno: mientras predican humildad y “austeridad”, viven como si fueran condes en retiro.
Venden su biografia como si fuera un acto de virtud, pero la historia real siempre termina en un palacio.
Lo de Yungay fue puro Instagram, un decorado para las fotos. Lo de San Miguel, en cambio, es el desenlace inevitable: una burbuja de élite camuflada en una comuna popular.
Y no solo se trata de la casa. Se trata del personaje. Boric podrá posar con la polera desteñida y la barba desordenada, pero *el relato de la sencillez no se lo compra nadie.*
Tiene 39 años, jamás trabajó fuera de la política, y se prepara para vivir como ex Presidente vitalicio por al menos las próximas cinco décadas.
Un “jubilado dorado”, financiado por el mismo Estado que les dice a los jóvenes que se aprieten el cinturón y que
esperen, que la vivienda llegará, algún día.
¿Y qué dirán ahora sus defensores?
Que “al menos no se fue a Las Condes”, que San Miguel es más “popular”, que tiene sentido político. Que la coherencia se mantiene. Que la izquierda sigue siendo izquierda aunque compre castillos.
Pero la verdad es otra: da igual la comuna, si la casa tiene blindaje, guardia y financiamiento garantizado por el Estado.
Mientras tanto, millones de chilenos siguen atrapados entre el arriendo, la frustración y las tasas de interés.
Los subsidios no alcanzan, los trámites se eternizan, y los jóvenes esos que creyeron que Boric era “uno de ellos” , se estrellan contra un muro de frustración inmobiliaria.
Y para coronar el absurdo, los vecinos de Yungay están felices de que se vaya. No por odio, sino por cansancio: “la delincuencia se ha mantenido y nadie ha hecho nada”, dicen.
Ni su presencia sirvió para algo.
El cambio de casa de Boric no es solo una mudanza. Es una señal de época. La imagen perfecta de una izquierda que llegó prometiendo derribar los privilegios y terminó habitándolos con total naturalidad.
Puede estar en San Miguel, en Yungay o en Santiago Centro, pero cuando el relato se cae, lo que queda es lo de siempre: una clase política cómoda, asegurada de por vida, que hace tiempo dejó de parecerse al país que dice representar.
No nos vendan la pomada.
https://www.latercera.com/opinion/noticia/de-yungay-a-versalles/