Hipocresía y lucha de clases 2.0



Hipocresía y lucha de clases 2.0

Hay políticos que han construido su trayectoria pública disparando contra el legítimo –¡y tan humano!– deseo de poseer bienes y protegerlos de los males que atentan contra la propiedad privada (delincuencia, tomas de predios, vocación por los impuestos, etc.), pero que suman bienes raíces con avalúos fiscales muy atractivos, tienen jugosas cuentas APV, forman parte de numerosas sociedades y se movilizan en estupendos automóviles.
Me pareció algo patética la actitud de algunos parlamentarios, en particular de dos aspirantes a la Presidencia de la República, contorsionándose incómodos porque sus declaraciones de patrimonio los mostraban como lo que son: personas con una espléndida situación económica. De ello se desprenden dos cosas preocupantes, porque exponen una cierta actitud social, una predisposición hacia el dinero y el éxito que, se me ocurre, es la antítesis de aquello que debiera valorar una sociedad que aspira a mejorar los niveles de vida y al acceso a bienes para la mayoría.

La primera es la actitud hipócrita de un grupo de políticos que han construido su trayectoria pública disparando contra el legítimo –¡y tan humano!– deseo de poseer bienes y protegerlos de los males que atentan contra la propiedad privada (la delincuencia, las tomas de predios, la vocación por los impuestos, etc.). Hipócrita, digo, porque nos vamos enterando de que estos héroes que denuncian “la riqueza” suman bienes raíces con avalúos fiscales muy atractivos, tienen jugosas cuentas APV (sí, en las vilipendiadas AFP), forman parte de numerosas sociedades y se movilizan en estupendos automóviles (desde los cuales algunos tuitean que el resto de los mortales debemos resignarnos al Transantiago).

El senador Alejandro Guillier, por ejemplo, intercala frecuentemente en sus discursos las palabras adecuadas: “poderosos”, “1% más rico”, “clase alta”, “empresariado” (que a estas alturas no requiere adjetivo, porque la carga social está implícita). Y ahora sabemos que no tiene un solo bien raíz, sino que varios (él y/o su señora, no nos enredemos en tecnicismos), con lo cual no está muy lejos, por de pronto, de ese 1% más rico al que ha fustigado desde todas las tribunas.

Lo segundo que preocupa es la lucha de clases 2.0, injustificada en un país que ha dado un salto gigante durante los últimos 30 años en educación, salud, vivienda, oportunidades, igualdad ante la ley, legislación laboral, derechos sociales, etc. Chile no es hoy lo que fue hace 60 años, y estamos ya muy lejos de países de nuestro continente donde la única posibilidad de vivir mejor la tienen quienes emigran a otro lugar. Por eso, también, los desafíos ahora son otros: terminar definitivamente con la pobreza, acelerar el progreso material para la clase media y alcanzar estándares materiales de país desarrollado.

Esa lucha de clases 2.0 —que la izquierda instaló desde 2011— es más sofisticada y se ha ido socializando metódicamente a través de la caricatura: criminaliza la riqueza y ridiculiza las costumbres de los más ricos; desprecia las aspiraciones (los “arribistas” que acusó el ministro Eyzaguirre, cuando se enfrentó a los padres de colegios particulares subvencionados) y confunde intencionadamente la ambición –ese motor necesario para alcanzar cualquier objetivo- con la codicia. Bajo esa visión distorsionada, el rico es, per se, una mala persona que ha formado su oneroso patrimonio robando, abusando o explotando a otros seres humanos, que trata mal a sus empleados y solo se preocupa de su metro cuadrado. En cambio, el desposeído es automáticamente una buena persona, una víctima del neoliberalismo que simboliza, en su pobreza, todas las virtudes.

Pienso que la riqueza económica debe ser motivo de sano orgullo cuando proviene del trabajo y el talento para los negocios, e incluso cuando se origina en una herencia familiar, porque conservarla y aumentarla también exige disciplina, inteligencia y esfuerzo.

Algunos tienen la suerte de que a su riqueza haya contribuido una partida ventajosa en la vida (estabilidad familiar, buena educación, estímulo de los padres, entorno social, etc.). En vez de reducir o anular esas ventajas, como es el propósito de varias de las reformas que impulsa este Gobierno, pensemos en cómo empujar políticas públicas para que todos puedan acceder a las mismas oportunidades.

Por Isabel Pla

Publicado por El Libero