La ceremonia del adiós de la Roja



La ceremonia del adiós de la Roja

“Mientras toda la devastación ocurría, yo ya no pensaba en el fútbol ni en Rusia ni en Pellegrini. Solo pensaba en la Presidenta sentada en la tribuna de honor…”

Por Joe Black

Todas las estadísticas señalaban que la Selección Chilena de fútbol tenía un poco más de 30% de probabilidades de volver de Brasil celebrando; o la clasificación o al menos el paso al repechaje.

Es decir, la cosa era más arriesgada que lanzar una moneda al aire.

¿Por qué, entonces, la Presidenta Bachelet corrió el riesgo de ir y quedar simbólicamente asociada al trago deportivo más amargo que hemos debido beber los chilenos en muchos años? ¿Será el suyo como el caso de “El Jugador” de Dostoievski, que busca recuperar con un golpe de suerte todo lo que inexplicablemente perdió antes?

Porque es cierto que si ocurría el milagro, y la Selección ganaba, o empataba, y clasificaba directo al Mundial, la Presidenta se llenaría de gloria. Sería su “revival” y agregaría este logro a su lista de “legados” que se ha empeñado en elaborar. Era seductora la imagen. Seguro que invitaba a subirse al avión Gulfstream IV a Bravo, a Gary, a Pizzi y compañía, para venirse celebrando y aterrizar juntos en el Grupo 10 de la Fach. ¿Se imaginan ese punto de prensa? ¿Ella bajando de un jet con los nuevos héroes patrios? Puro estilo. De ahí se habrían ido en auto descapotable a La Moneda, donde habría estado Alejandro Guillier esperando para todos fundirse en un abrazo triunfal… y electoral.

Sonaba maravilloso. Pero algo falló: el análisis futbolístico. Cuando la Presidenta dejó ir, uno por uno, a sus más estrechos colaboradores y amigos, para decidir rodearse de un grupo leal de consejeras, olvidó que estábamos en plenas clasificatorias y que al menos estaba obligada a dejar a un futbolero en palacio; un solo cabeza de pelota por más que fuera…

Pero no dejó a nadie. Peñailillo, Arenas, Burgos, Valdés, Céspedes, Aleuy… Cualquiera de ellos le podría haber hecho un mínimo análisis político-futbolístico que habría desaconsejado abordar esa aeronave con rumbo a Sao Paulo. Ni el bueno de Sebastián Dávalos estaba ya como “primer damo” de Palacio.

Así las cosas, ocurrió el peor escenario posible. La Selección no solo no clasificó, fue goleada.

Mientras toda la devastación ocurría, yo, quizás por deformación profesional, ya no pensaba en el fútbol ni en Rusia ni en Pellegrini. Solo pensaba en la Presidenta sentada en la tribuna de honor. Y mientras los brasileños venían y nos hacían un gol, y otro y otro, yo veía pasar los años del segundo mandato de la Mandataria: un año y otro y otro. Y pensaba en cómo comenzó todo, en las ilusiones sembradas, en la gloria del triunfo histórico, en la embriaguez de la popularidad que parecía infinita. Igual que la Selección y sus jugadores. Ella y ellos parecían, en aquellos días, invencibles.

Pero ahora faltan seis minutos o seis meses para que termine esta mezcla de partido de fútbol y de gobierno y da la impresión que ya no queda nada. En ninguno están los jugadores titulares, sino solo suplentes. No hay quién pare los goles. Ni en el estadio ni en el oficialismo. Bravo no está en su arco y Mahmud Aleuy está en México. Al menos ahora veo que Bravo corre hacia su arco desnudo persiguiendo a un jugador brasileño que termina haciéndole el inevitable y postrero gol que tiene cara de humillación. Aleuy sigue en Playa del Carmen.

Fue una verdadera ceremonia del adiós. Triste, como toda ceremonia del adiós. Y fue por partida doble.