Hay cosas que hicimos mal



Hay cosas que hicimos mal

Por Joaquín García-Huidobro

Pasados varios días, los detractores de la marcha feminista coinciden en fijarse en cuestiones secundarias. Se centran en las críticas disparatadas a las AFP y al capitalismo, o en mil otras cosas, pero olvidan lo fundamental: ¿Qué hemos hecho con las mujeres? ¿Qué trato les hemos dado? Son preguntas más importantes que saber si hubo manipulación y un lenguaje tramposo en la convocatoria. Aunque los haya habido, esa circunstancia no autoriza a dejar de lado lo central.

Más allá de sus limitaciones y dispersión temática, fenómenos como este no suceden por casualidad. Hay cosas que nosotros, los varones, hemos hecho muy mal por mucho tiempo. ¿Cuáles? Se me viene a la memoria un recuerdo de mi niñez, en el sur. Yo tendría unos 8 años, y con mi hermano fuimos a las fondas de Fiestas Patrias en un lugar cercano a Parral. Nada muy especial, lo típico de una fonda, pero nos llamó la atención que había un huaso muy obsequioso con una mujer, le daba una copa de vino tras otra. Nosotros no entendíamos por qué ese afán por emborracharla, hasta que un amigo un poco más grande nos explicó: “Quiere curarla para después llevársela a los matorrales que hay más allá”. Estaba claro lo que quería, no había duda de que en realidad no era ella -la persona que tenía delante-, lo que le interesaba. Fue un momento angustioso: “¿Por qué nadie hace nada para impedirlo?”. Esas mujeres que hoy marchan por Santiago quieren hacerlo.

Unos minutos después nos pasaron a buscar, y nunca me atreví a preguntar el desenlace de la historia, que me parece muy triste. Ese es uno de los aciertos de “Roma”, la película premiada en el Oscar: mostrar cómo la increíble irresponsabilidad masculina es un mal que recorre toda la sociedad.

Con lo dicho no pretendo presentar al feminismo como un movimiento inmaculado. Hay muchas cosas que reprocharle, particularmente sus puntos ciegos (todos los tenemos). Mencionaré dos.

El primero es que en la convocatoria se habla de muchas cosas, pero no se menciona específicamente el problema, muy real, de la trata de personas. No hablo de Ucrania o Somalia, sino del mundo más cercano. Aunque no me gusta mucho Netflix, sobre esta materia ofrece bastante material: algunas cosas las he visto y otras no, porque mi estómago no aguanta demasiado. Esas películas y documentales muestran una realidad que existe en Las Vegas (“Tricked”) o en México (“Las elegidas”) y que afecta a personas muy normales, que nunca pensaron que podían ser involucradas en ese negocio ni tienen el más mínimo interés en permanecer en esa nueva esclavitud porque estos delincuentes son maestros de la extorsión. También, por supuesto, el problema se da en Chile, con un número de víctimas mucho mayor que los femicidios. Recuerdo un reportaje publicado por la revista Ya hace unos años: “La trata de mujeres en Chile”. Horripilante.

El segundo punto ciego tiene que ver con la pornografía. El puñal que se clava en una mujer está sujetado, ciertamente, por una mano. Sin embargo, muchas veces esa mano violenta es la consecuencia de unos ojos que han consumido antes toneladas de pornografía. Andrea Dworkin (1946-2005), una feminista radical, pasó su vida denunciando cómo la pornografía constituía una constante incitación a la violencia contra la mujer. Pocos le hicieron caso, quizá porque no era bonita, pero esa mujer decía cosas muy serias, aunque las pro sex feminists la consideren una puritana.

¿Cómo se defienden muchas feministas? Promoviendo una pornografía de signo contrario, donde los varones son cosificados, tal como ellos hacían con las mujeres. No se dan cuenta de que están reproduciendo, quizá en menor medida, la misma lógica de dominación que está detrás de Don Juan, de los violadores o de los tratantes de personas. El problema no es el género de la víctima, sino el tipo de relaciones que establecemos con los demás, particularmente con los que, en algún momento, están en una posición precaria. No es verdad que todas las relaciones humanas deban entenderse bajo el prisma del poder concebido como dominación.

El tipo de feminismo que observamos en nuestras calles tiene puntos ciegos, derivados de su obsesión con la idea de dominio sobre su cuerpo. No está exento de contradicciones, que -como sus críticos- las llevan a descuidar lo fundamental. Pero nosotros cometeríamos un error gravísimo si, por fijarnos en sus deficiencias, dejáramos de ver que tras él hay algo muy profundo.

Esas personas creen que marchan contra el capitalismo y la discriminación, no por el aborto libre en nombre de las mujeres. En realidad su enemigo es la sociedad opulenta, esa que reduce todas las relaciones humanas a una categoría instrumental, que hace de todo un objeto de posesión y ha renunciado a preguntarse para qué vivir. Mientras no mostremos cómo la economía libre, la familia tradicional, la democracia representativa y la religión contribuyen a que la vida humana tenga sentido, ellas seguirán arremetiendo contra todo lo que -con o sin razón- parezca responder a la lógica que los varones hemos empleado por largo tiempo.

El tipo de feminismo que observamos en nuestras calles tiene puntos ciegos, derivados de su obsesión con la idea de dominio sobre su cuerpo. No está exento de contradicciones, que -como sus críticos- las llevan a descuidar lo fundamental. Pero nosotros cometeríamos un error gravísimo si, por fijarnos en sus deficiencias, dejáramos de ver que tras él hay algo muy profundo.

 

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