El muro de la vergüenza

Por Lucía Santa Cruz Sutil

Hace 29 años, un 9 de noviembre, el Muro de Berlín, uno de los más perversos símbolos de la brutal represión comunista, sencillamente se desmoronó, en lo que resultó ser el preludio del fin del imperio soviético. Todo ello, provocado por lo que muchos estiman fue nada más que “un colosal error administrativo”.

En efecto, en el contexto de la Perestroika y la Glasnost iniciadas por Gorbachov, el gobierno alemán comunista anunció que relajaría el contacto entre los dos Berlín y esa noticia se comunicó en forma ambigua. En minutos, y a la vista de millones de televidentes en el mundo entero, miles de alemanes orientales convergieron en los puntos de control del muro, abrazándose, cantando, vitoreando y llorando. Se derribaron las barreras y una marea de germanos orientales cruzó la frontera. Había sucedido, como lo había previsto 12 años antes (incluido el año en que debía suceder), el periodista inglés Bernard Levin: “sin pólvora en las calles, sin barricadas, sin colgar a los opresores en los postes de la luz, sin saquear ni incendiar las oficinas de gobierno, sin tomarse las radios, sin defecciones masivas de militares, un día simplemente se mirarán unos a otros y se darán cuenta de que ya no es necesario ocultar la verdad en sus corazones”.

Ese fin de semana más de dos millones de habitantes de Berlín Oriental cruzaron la frontera hacia la libertad para celebrar lo que se describió como “la fiesta callejera más grande en la historia del mundo”.

Veintiocho años antes, pasada la medianoche del 12 de agosto de 1961, mientras la mayoría dormía, el gobierno de Alemania Oriental envió cientos de camiones de soldados y trabajadores a destruir los accesos hacia Occidente e instalaron postes gigantescos con alambres de púa, cortaron las líneas telefónicas y bloquearon las líneas de tren. La justificación pública fue impedir “que los fascistas occidentales penetraran Berlín Oriental”, aunque, obviamente, el éxodo en los últimos años había sido de más de tres millones de personas buscando refugio en Berlín Occidental. Lo llamaron “La Muralla de Protección Anti Fascista”. Pero era el comienzo del ominoso muro de concreto armado de 155 kilómetros de longitud, casi cuatro metros de altura, cercado por la llamada “franja de la muerte”, patrullada por perros salvajes y soldados con la orden de disparar sus metralletas sin advertencias previas, el mismo muro que, durante casi tres décadas, desgarró familias y separó amistades, pero, por sobre todo, erigió lo que allá llamaron “el muro en el cerebro”, esa “creencia omnipresente de que no hay escape, que no hay esperanza”.

Y de ese modo se construyó el sistema de control del pensamiento más poderoso de la historia y la población nunca más pudo leer un texto, ver una imagen, o recibir instrucción en las escuelas y las universidades sin que antes fueran aprobados por el aparato del partido.

Pero hubo escapes. Casi cinco mil personas arriesgaron sus vidas y lograron traspasar la frontera, saltando desde las ventanas adyacentes al muro, escalando las cercas de alambre, arrastrándose por los alcantarillados, chocando a alta velocidad. Claro está, 239 personas fueron brutalmente asesinadas en el intento.

Es sorprendente que en el corazón de Europa se haya podido erigir una sociedad totalitaria parapetada tras un muro de concreto.

También es sorprendente que ese régimen -que para las derechas parecía todopoderoso e imbatible, y para las izquierdas el único fin lógico posible de la historia- cayera sin un disparo.

Sin embargo, lo más sorprendente es que los fieles seguidores de la ideología del socialismo real y sus derivados, y sus nuevos discípulos de hoy, sigan floreciendo en nuestras universidades, en los medios de comunicación, en los parlamentos y sindicatos y pretendan -y muchas veces consigan- legitimidad democrática e incluso una cierta superioridad moral.

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