El socialismo y los campos de la muerte



El socialismo y los campos de la muerte

Mauricio Rojas dice que “Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores”.

 

Mauricio Rojas es profesor adjunto en la Universidad de Lund en Suecia y miembro de la Junta Académica de la Fundación para el Progreso (Chile).

Un gran libro olvidado

La editorial Sepha de España acaba de publicar El fenómeno socialista del gran disidente ruso Igor Shafarevich. El libro fue escrito clandestinamente en los años 70, en plena lucha contra eltotalitarismo soviético, y a pesar de una temprana traducción de 1978 es completamente desconocido en el mundo de habla hispana, como también lo es su autor. Por ello es que sentí como un honor y un deber responder afirmativamente a la petición de la editorial de escribir una introducción a una obra tan trascendente como El fenómeno socialista. A continuación he preparado para los lectores de El Líbero una versión abreviada de esa introducción.

Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores. Eso es el socialismo en sus diversas variantes, desde sus propuestas abiertamente totalitarias hasta aquellas que de manera gradual y subrepticia van engrandeciendo el poder del Estado hasta reducir la autonomía individual a un cascarón vacío.

Comprender las raíces del fenómeno socialista y el secreto de su fuerza de atracción es vital para quienes aman la libertad y aceptan la responsabilidad de defenderla frente a sus enemigos. Para ello contamos con obras imprescindibles como Camino de servidumbre deFriedrich Hayek, La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper y El hombre rebelde de Albert Camus. A ellas podemos ahora agregar este gran ensayo de Igor Shafarevich, que presenta no solo un notable abanico de reflexiones sobre el socialismo como realidad histórica e ideológica, sino también una interpretación de conjunto del impulso colectivista que amerita sentar escuela dada su novedad y profundidad.

Las grandes cualidades de la obra así como su tajante conclusión fueron destacadas con fuerza por el premio nobel Aleksandr Solzhenitsyn en un célebre discurso en la Universidad de Harvard en junio de 1978: “El matemático Igor Shafarevich, miembro de la Academia Soviética de Ciencias, ha escrito un libro brillantemente argumentado titulado Socialismo, en el cual realiza un penetrante análisis histórico y demuestra que el socialismo, de cualquier tipo o matiz, conduce a la destrucción total del espíritu humano y a la nivelación de la humanidad en la muerte”.

El fenómeno socialista es una obra que debiera estar llamada a traspasar su tiempo y sus circunstancias, pero también es un testimonio de un tiempo y unas circunstancias que llevan el sello del totalitarismo. Fue una de las obras más significativas de aquella literatura clandestina conocida como samizdat (“auto publicación”), que con altos riesgos desafiaba el monopolio ideológico y comunicativo del régimen comunista. La lucha contra el sistema totalitario fue el aguijón que impulsó a un matemático de fama mundial a dedicarse al estudio de temas fuera de su ámbito profesional, pero también le impuso limitaciones en cuanto al acceso a fuentes para tratar el tema. Así, quien conozca la extensa bibliografía existente sobre muchos de los temas tratados por Shafarevich echará de menos referencias a algunas obras ya clásicas en estas materias. Sin embargo, esto no devalúa en absoluto el trabajo de Shafarevich, sino que incluso le da un frescor y una independencia notables.

A fin de introducir la obra de Shafarevich abordaré primero las circunstancias que marcaron la vida del autor, destacando algunos hitos significativos de la misma que finalmente lo llevaron a engrosar la resistencia al régimen soviético, para luego pasar a resumir sus planteamientos básicos acerca del fenómeno socialista.

Crecer en las entrañas del totalitarismo

 

Pocos podrían como Igor Shafarevich repetir de manera tan pertinente las famosas palabras de José Martí: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas, y mi honda es la de David”. Su vida discurre en paralelo con el auge y desplome del régimen soviético, y su honda, junto a las de muchos otros David, terminó asestándole un golpe del cual nunca pudo recuperarse. Su vida nos instruye acerca de las bestialidades del régimen comunista, pero también sobre la grandeza de aquellos que no sólo no se doblegaron sino que terminaron derrotando a un sistema que parecía imbatible.

Igor Rostislavovich Shafarevich nació en Zhitomir, Ucrania, el 3 de junio de 1923. Por entonces amainaba la larga guerra civil que siguió al golpe de Estado bolchevique de 1917 y éstos afianzaban su poder. El terror inicial se había hecho más sistemático pero menos visible que durante los años del así llamado Comunismo de Guerra (1918-1921). La brutal política de requisas militarizadas de ese tiempo fue suavizada y se aplicó una serie de reformas económicas, conocidas como Nueva Política Económica, a fin de distender las tensas relaciones existentes entre el poder comunista y las masas campesinas. Sin embargo, pronto cambiaría todo. La infancia de Shafarevich coincide con las luchas dentro de la cúpula del Partido Comunista que llevaron a la consolidación del poder omnímodo de Stalin, que ya a fines de los años 20 se sintió con fuerzas suficientes como para lanzar la política de industrialización forzada que desencadenó el cambio más trascendental de toda la historia rusa: la destrucción violenta y definitiva de sus comunidades campesinas y de la figura, tanto real como mítica, del campesino ruso. Así, Shafarevich, que ya vivía en Moscú, cumpliría diez años en un país en plena guerra genocida contra su propio pueblo, que soportaba hambrunas y un terrorismo de Estado sin límites.

Moría así el alma de la vieja Rusia, ese pueblo campesino portador de tradiciones ancestrales que habían hecho de Rusia lo que era. Stalin culminaba de esta manera lo que Lenin había iniciado durante el Comunismo de Guerra. Junto a ello, se lanzaban feroces campañas contra la Iglesia Ortodoxa, que incluían la destrucción física de las iglesias (en 1939 quedaba apenas un centenar de iglesias en pie en toda Rusia). En sus años mozos, Shafarevich presenció el cierre de la iglesia ubicada frente a su casa y en su retina quedó grabada la terrible imagen del cuidador de la misma ahorcado en el pórtico de entrada. Poco después, esta iglesia fue, como tantas otras, dinamitada. Corría el año 1938 en el que culminaban las grandes purgas o el Gran Terror, con su millón y medio de ejecuciones mediante las cuales se aniquiló a una parte significativa de la así llamada intelligentsia rusa. Por doquier desaparecían los escritores, académicos, científicos, ingenieros y artistas acusados de ser elementos burgueses contrarrevolucionarios, agentes alemanes o temibles “conspiradores trotskistas-bujarinistas” (habitualmente se los acusaba de las tres cosas a la vez), para ser pronto ejecutados o pasar a engrosar el vasto sistema de campos de concentración y trabajo forzado oficialmente inaugurado en 1930 y conocido posteriormente con el nombre de Gulag.

Mediante este ataque simultáneo a sus estructuras sociales tradicionales, a los portadores de sus creencias y costumbres y a los representantes de su vida intelectual, el régimen buscaba cortar de raíz toda relación del pueblo ruso con su historia. La sociedad soviética quería ser un mundo totalmente nuevo, una tabla rasa o un lienzo sin mancha, para usar la célebre metáfora de Platón, en el cual poder plasmar con plena libertad el designio utópico-totalitario. Para ello se debía destruir el pasado en todas sus manifestaciones. El “hombre soviético”, el hombre nuevo del comunismo, podría de esta manera ser integralmente moldeado por sus nuevos amos.

Sobrevivir y luchar bajo el comunismo

 

Igor Shafarevich pertenece a la primera generación de rusos totalmente en manos del poder totalitario. Sus padres eran típicos miembros de la intelligentsia rusa: cultos, amantes de la historia, la música y, además, creyentes. Pero también reducidos —como Shafarevich dice de su padre según reporta Krista Berglund en The Vexing Case of Igor Shafarevich— a aquella apatía que fue el refugio de tantos frente al terror y la brutalidad imperantes. Su biblioteca, arrumbada en un clóset, fue la primera tabla de salvación del joven y precoz Shafarevich. Allí encontró obras clásicas tanto de filosofía como de historia y literatura que no tardó en devorar con avidez. Soñó entonces con ser historiador, pero muy pronto cambió de idea al encontrar su gran pasión: las matemáticas, un mundo absolutamente no ideológico en el cual refugiarse, un monasterio, como él mismo lo ha dicho, donde poder ser libre y darle rienda suelta a su creatividad.

A los 12 o 13 años, durante un período de enfermedad, se entregó al estudio de los textos escolares de matemáticas que pronto dejó atrás para adentrarse en la lectura de obras más avanzadas. A los 14 años se presentó a la prestigiosa Facultad de Matemática Mecánica de la Universidad de Moscú para que se le permitiese ingresar a la misma como “alumno externo”. Tres académicos lo examinaron y constataron que estaban frente a un genio. A los 16 años estaba ya en el quinto curso de la universidad y a los 17, en 1940, se graduaba. Defendió su primera tesis doctoral a los 19 años y en 1946, con 23 años, presentó su disertación para optar al título superior de doctor, que muy pocos llegaban a obtener. Era un “genio socialista” y el régimen no tardó en exhibirlo como ejemplo del hombre nuevo soviético. En una película de propaganda se lo muestra estudiando y esquiando. La rúbrica dice: “Un estudiante del 5º curso de la universidad de 16 años, Igor Shafarevich, ha sido nominado para recibir la beca Lenin”.

La matemática fue su refugio no solo espiritual sino que también le dio una cierta protección frente a las tropelías del régimen: era demasiado valioso para aplastarlo por no ser militante comunista o por ser creyente, lo que no impidió que fuese expulsado de la universidad entre 1949 y 1953, un tiempo de persecuciones delirantes que, entre muchos otros, le costó la vida a innumerables médicos y académicos judíos. Pronto vinieron sus grandes descubrimientos matemáticos —la Encyclopedia of Mathematics, contiene 124 entradas acerca de los aportes de nuestro autor— y alcanzó la fama tanto dentro de la Unión Soviética (Premio Lenin en 1959) como a nivel internacional y las academias más distinguidas del mundo lo hicieron miembro honorario (en el Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Italia, etc.).

Así podría haber culminado la vida de Igor Shafarevich, como una gran estrella del firmamento soviético homenajeada por todas partes. Pero no fue así. Su conciencia, tal como la de otros grandes científicos (como Andréi Sájarov) y escritores (como Aleksandr Solzhenitsyn), lo impulsó a la resistencia abierta al totalitarismo, pasando en los años 70 a integrar las filas de aquellos célebres disidentes que con su enorme coraje fueron uno de los protagonistas fundamentales de la caída de la dictadura comunista. Esa fue la circunstancia que hizo que Shafarevich volviese a su vieja pasión: la historia. Para recuperarla y usarla como lanza y escudo en la lucha contra quienes tiranizaban al pueblo ruso.

 

El fenómeno socialista: ideología y realidad

 

El fenómeno socialista nace de la colaboración de Shafarevich con Solzhenitsyn a comienzos de los años 70, publicando clandestinamente un embrión del mismo en el libro Rusia bajo de los escombros, que tiene a Solzhenitsyn como editor. Este libro apareció en inglés ya en 1975 bajo el título From under the Rubble y el aporte de Shafarevich lleva por rúbrica El socialismo en nuestro pasado y futuro (Socialism in our Past and Future, accesible en: http://www.savageleft.com/poli/hoc.html)

El fenómeno socialista es una obra de combate contra el régimen soviético y para entender su estructura argumental es menester familiarizarse con los postulados fundamentales que sustentaban la ideología y el poder de la dictadura comunista. Estos postulados pueden ser resumidos en dos puntos:

El marxismo es una concepción científica de la historia, totalmente diferente y opuesta a cualquier creencia religiosa, especulación metafísica o voluntarismo moralista. El marxismo o “socialismo científico” simplemente estudia la leyes que rigen la evolución de la historia y de ello deduce la inevitabilidad del socialismo y su paso final al comunismo.

El socialismo, como realidad social y política plasmada en el régimen soviético, es un tipo de sociedad radicalmente nueva, sin precedentes en la historia y superador de toda opresión del hombre por el hombre. Como tal, expresa el paso del ser humano a una etapa superior de su existencia que lo libera de sus egoísmos y antagonismos, permitiendo su realización plena en una sociedad de abundancia ilimitada.

Estos dos postulados explican la doble vertiente por la que fluye el análisis crítico de Shafarevich. Primero se aboca a estudiar la historia de la idea socialista y luego la historia del socialismo como realidad social o socialismo de Estado, aspectos que paso a exponer sucintamente.

Una fe revolucionaria

Tenemos primero el estudio que Shafarevich hace de los antecedentes, raigambre y estructura del pensamiento socialista moderno (marxista) que saca a la luz su arquetipo religioso y desmiente, de manera contundente, su pretendida cientificidad. Para demostrarlo, Shafarevich realiza un notable recorrido por la historia del pensamiento utópico y mesiánico occidental, que parte de Platón y llega hasta el socialismo contemporáneo.

En su periplo, nuestro autor se detiene largamente en el estudio del “socialismo milenarista”, es decir, de las sectas heréticas cristianas que durante siglos proclamaron el advenimiento inminente del Reino de Cristo sobre la tierra anunciado por el Apocalipsis y que duraría mil años (de allí la expresiones “milenio” o “quiliasmo”, que definen ese Reino y, por derivación, a los movimientos que lo predican). Es en el desarrollo de esos movimientos que se crean todos los arquetipos ideales —renovación apocalíptica de la humanidad, hombre nuevo, comunidad plena, vanguardia iluminada, subordinación absoluta de la individualidad al colectivo— que luego se plasmarían en las utopías renacentistas y, finalmente, en el socialismo-comunismo moderno y sus vanguardias revolucionarias, pero en este caso eliminando toda referencia a la creencia religiosa que les dio origen y arropándose bajo el manto de una supuesta cientificidad.

Shafarevich constata así que lo que pretendía ser un análisis científico “producto de muchos años de concienzuda investigación”, para decirlo con las engañosas palabras de Marx, no es más que una repetición de antiguos arquetipos y de esa búsqueda del paraíso terrenal que siempre, cuando se ha llevado a la práctica, ha terminado sembrando el terror.

Esta falta de cientificidad se hace evidente al analizar más detenidamente la obra de Marx, caracterizada por una obstinada búsqueda de confirmar todo aquello que ya había afirmado desde muy joven. La biografía intelectual de Marx es palmaria en este sentido: todos los fundamentos de la ideología marxista —la concepción teleológica de la historia, la necesidad del derrumbe del capitalismo y el surgimiento del comunismo, la polarización siempre mayor entre proletarios pauperizados y unos pocos burgueses cada vez más opulentos, la inevitabilidad de la revolución violenta y su papel creador del hombre nuevo, la idea del proletariado como mesías colectivo, el determinismo económico— fueron ya desarrollados por aquel joven Marx que aún distaba de haber cumplido los treinta años. Sus fuentes no fueron exhaustivas investigaciones en la realidad social de su época ni los ricos anaqueles de las bibliotecas. Su camino fue muy distinto y pasa por la filosofía especulativa de Hegel, el ateísmo radical de Feuerbach y el mesianismo socialista-comunista en boga por entonces.

Como bien lo muestra Shafarevich, la relación de Marx y sus discípulos con la ciencia es absolutamente inversa a aquella que caracteriza a la verdadera actitud científica: no van a buscar la verdad sino a confirmar sus expectativas revolucionas. Por ello es que Shafarevich, con toda razón, afirma que “las obras básicas del marxismo carecen completamente de la característica fundamental de la actividad científica: la búsqueda desinteresada de la verdad por la verdad”.

Esto se expresa en forma de múltiples contradicciones lógicas y predicciones en nada coincidentes con el desarrollo real (todo el desarrollo del capitalismo desde que Marx hiciese sus pronósticos apocalípticos es la refutación más evidente de los mismos), pero ello no obsta para que sus seguidores sigan profesando su fe revolucionaria ya que precisamente se trata de eso, una fe.

Esto es importante, no solo porque explica esa ceguera tan propia de los marxistas y otros creyentes revolucionarios frente a todo aquello que contradice su fe sino porque diferencia el credo de los revolucionarios del simple engaño o la manipulación. Se trata de verdaderos creyentes, imbuidos de su fe y dispuestos a darlo todo por ella. Shafarevich subraya esta perspectiva: “Un movimiento tan gigantesco como el socialismo no puede basarse en principio en un engaño. A pesar de su demagogia superficial, estos movimientos son en el fondo honestos, es decir, proclaman sus principios fundamentales claramente para que todos les oigan”.

Raíces y realidad del socialismo

La segunda vertiente crítica que desarrolla Shafarevich trata del socialismo en la realidad, es decir, en cuanto sistema social o socialismo de Estado. Aquí, nuestro autor nos invita a un fascinante recorrido por diversas experiencias socialistas que precedieron al experimento soviético y a sus réplicas contemporáneas, poniendo de manifiesto sus similitudes esenciales y cuestionando, por tanto, la pretendida novedad histórica de los regímenes de tipo soviético.

Como muestra Shafarevich, la Unión Soviética no fue de ninguna manera el primer régimen social basado en la subordinación completa del individuo al colectivo y la abolición de la propiedad privada. Las experiencias socialistas de Estado, es decir, colectivistas, han sido muchas. Se trata, en realidad, de la forma más común que tienden a adoptar los imperios tempranos, desde los del Oriente antiguo al de los incas. Este fenómeno, así como sus similitudes con el socialismo del siglo XX, fue detenidamente estudiado por Karl Wittfogel en su célebre obra de 1957 titulada Despotismo oriental: Un estudio comparativo sobre el poder total, que Shafarevich usa con frecuencia.

La inexistencia de la libertad individual y de la propiedad privada que la expresa en lo económico son rasgos comunes a todos esos regímenes. También lo son el trabajo forzado, las grandes planificaciones, la manipulación de la historia que es reescrita para ponerla al servicio del poder, el monopolio ideológico (ya sea teocrático o ateo), los abundantes privilegios de los escalones superiores de la jerarquía social y la falta de todo derecho que restrinja o limite al poder central. Todo ello y mucho más revela el notable parentesco existente entre todos estos regímenes que expresan tendencias claramente totalitarias. El socialismo es, con otras palabras, un fenómeno universal, tal como lo es la ideología que lo nutre. Nada hay de nuevo en el socialismo moderno, excepto su ateísmo y su posibilidad de usar unas tecnologías de opresión antes desconocidas.

 

Socialismo y religión

De esta amplia investigación en el terreno de las ideas y la historia surge la respuesta que Shafarevich dará a la pregunta que guía todo su trabajo: ¿Cuál es la esencia y fuerza motriz del fenómeno socialista? No se trata en absoluto de una pregunta nueva pero sí de una respuesta sorprendentemente novedosa.

Shafarevich pone especial énfasis en distanciarse de la respuesta más cercana a su propio análisis, aquella que ve en el socialismo una especie de religión basada, por contradictorio que parezca, en el ateísmo. Esta respuesta fue dada ya antes del golpe de Estado bolchevique por el pensador ruso Sergéi Bulgákov, que en 1906 publicó su Karl Marx como tipo religioso. El mismo punto de vista fue desarrollado, un par de décadas después, por otro notable intelectual ruso, Nikolái Berdiáev, autor de Marxismo y religión. En Occidente, esta perspectiva ha sido desarrollada por diversos autores, siendo la obra Robert Tucker Filosofía y mito en Karl Marx de 1972 un ejemplo muy destacado. Yo también he trabajado en esta dirección, tal como se puede constatar en mi libro Las desventuras de la bondad extrema.

Shafarevich, que se mueve muy cerca de esta interpretación, subraya tanto sus méritos como muchas de las innegables similitudes entre religión y socialismo: “Esta postura puede apoyarse en fuertes argumentos. Por ejemplo, los aspectos religiosos del socialismo podrían explicar tanto la extraordinaria atracción de las doctrinas socialistas como su capacidad para inflamar a los individuos e inspirar movimientos populares. Son precisamente estos aspectos del socialismo los que no pueden ser explicados cuando se le contempla como categoría política o económica. Las pretensiones del socialismo de ser una visión global del mundo, que abarca y explica todo, también lo hacen análogo a la religión. Una característica religiosa es la visión socialista de la historia no como un fenómeno caótico sino como una entidad con un objetivo, un sentido y una justificación. En otras palabras, tanto el socialismo como la religión contemplan la historia teleológicamente”.

A pesar de estas coincidencias entre socialismo y religión Shafarevich rechaza las conclusiones de esta interpretación. A su juicio, el impulso socialista es, más allá de las apariencias, radicalmente opuesto a aquel representado por una religión como el cristianismo y no puede por ello, bajo ningún respecto, ser visto como una suerte de realización atea y terrenalizada de las promesas y expectativas cristianas de una vida radicalmente diferente y liberada de los pesares de la existencia mundana. Shafarevich observa, de manera absolutamente certera, que la esencia del socialismo es la búsqueda de “la supresión de la individualidad” y como tal esta doctrina “es hostil hacia la personalidad humana no sólo como categoría sino, en última instancia, hacia su existencia misma”. Esto se expresa como un impulso homogeneizador, que quiere destruir toda base, expresión y resguardo de la diferenciación humana (propiedad privada, familia, libertades individuales, etc.). El socialismo busca crear un nuevo tipo de ser humano que solo existe como parte del colectivo y no como una persona con atributos únicos, una voluntad distintiva y derechos inviolables. El cristianismo, por el contrario, se basa en el desarrollo y fortalecimiento de la individualidad y la responsabilidad personal. La persona es su eje, con su relación esencial, irremplazable y profundamente moral con su Creador. El impulso religioso encarnado por el cristianismo es la afirmación y protección más rotunda de la vida y su diversidad, a la vez que actúa como un freno a la soberbia humana y a todo intento de endiosar al hombre recordándole, sin cesar, sus carencias y limitaciones.

Tánatos y el secreto del fenómeno socialista

¿Qué es entonces el socialismo? ¿Qué impulso representa su búsqueda de la disolución del individuo en el colectivo y el fin de la diferenciación humana? La respuesta de Shafarevich se mueve aquí en una dirección inesperada y novedosa, donde los sugerentes planteamientos de Sigmund Freud sobre una gran lucha entre el “instinto de vida” y el “instinto de muerte” hacen su entrada.

Si la religión expresa el impulso vital o instinto de vida, que busca el desarrollo y la diversificación de lo humano, el socialismo expresa un impulso contrario, hacia su nivelación homogeneizadora, lo que implica la negación de la vida misma, que no es otra cosa que constante diferenciación. Como tal, representa un impulso destructivo de la vida existente, un instinto de muerte o Tánatos, como lo llamó Freud. El socialismo habla de la creación de otro mundo, superior y perfecto, y del surgimiento de un hombre nuevo que solo existe para entregarse a los demás, pero estas ideas no son sino la coartada de una idea subyacente, “subconsciente y emocional”: destruir todo lo que existe, incluido el ser humano tal y como es. Lo que se busca es, de hecho, un genocidio, el fin apocalíptico de la vida humana tal como la conocemos. Eso es lo concreto y a lo único a lo que se han acercado los socialismos reales. Esta propensión destructiva explica, además, la voluntad de autoinmolación revolucionaria, esa búsqueda y exaltación de la muerte por la causa a la que siempre han llamado los profetas milenaristas o marxistas (o nazistas o islamistas, podríamos agregar, llámense Adolf Hitler, Che Guevara u Osama bin Laden).

Para Shafarevich, el socialismo es un fenómeno paradójico que “solo puede ser entendido si se admite que la idea de la extinción de la humanidad puede resultar atractiva para el hombre y que el impulso de autodestrucción (incluso si es una entre varias tendencias) juega un papel en la historia humana”. Se trata de una afirmación que el autor ejemplifica de múltiples maneras: desde las sectas maniqueistas, que predicaban la auto extinción mediante la abstinencia sexual, y el budismo, con su búsqueda del Nirvana o extinción completa de la existencia, hasta el nihilismo anarquista y las organizaciones revolucionarias marxistas, con sus militantes que se auto aniquilan como personas y están dispuestos a sacrificar a cuantos sea necesario para que, supuestamente, nazca el mundo nuevo.

Ese es, muy apretadamente, el diagnóstico de Shafarevich sobre el fenómeno socialista. Se trata de un largo camino para llegar a la conclusión de que el socialismo expresa una amenaza para la vida misma, pero merece la pena seguirlo ya que, después de todo, el autor tiene la evidencia empírica de su parte: el intento de crear el bienaventurado paraíso socialista siempre ha terminado en los Campos de la Muerte.

Este artículo fue publicado originalmente en El Líbero (Chile) el 7 de junio de 2015. Los procesos de Moscú y el alma del totalitarismo

Nadie, por sorprendente que parezca, ha matado tantos comunistas como los propios comunistas liderados por Stalin.

Publicado el 18.01.2016

 

Un lúgubre aniversario

Este año se cumple un lúgubre aniversario: los ochenta años del inicio en Moscú de los grandes procesos-espectáculo mediante los cuales Stalin, con el aplauso o el silencio cómplice de los partidos comunistas aliados como el de Chile, aniquiló no solo a una gran parte de la vieja guardia bolchevique sino también a una parte significativa de los sectores dirigentes de la sociedad soviética de entonces. “El Gran Terror” es la denominación que Robert Conquest, el más célebre de los historiadores de la represión estalinista, con toda razón le dio a esta campaña de exterminio masivo sin paralelos precedentes.

El delirio represivo de aquellos años podría fácilmente ser achacado a los rasgos paranoicos del dictador. Sin embargo, en sus formas aberrantes y, no menos, en la elección de sus víctimas así como en las confesiones en las que habitualmente se basaron las sentencias de muerte de los líderes bolcheviques, se encuentran claves importantes para la comprensión del sistema totalitario más acabado que se haya conocido hasta el presente. Por ello mismo, vale la pena recordar estos sórdidos acontecimientos y tratar de entender su significado más profundo.

Los grandes procesos de Moscú

 

El primero de los grandes procesos celebrados en Moscú se inició el 19 agosto de 1936. Las figuras centrales del mismo fueron dos de los más afamados bolcheviques de la vieja guardia, Lev Kámenev y Grigori Zinóviev, junto a otros catorce destacados líderes comunistas. La planificación de este primer proceso-espectáculo fue cuidadosa y su elemento central fue la confesión de los imputados. Esto era absolutamente esencial para Stalin. Como Simon Sebag Montefiore lo dice en Stalin y la corte del zar rojo: “Stalin seguía cada detalle de los interrogatorios. Los interrogadores de la NKVD (la temida policía política soviética) debían entregarse exclusivamente, en cuerpo y alma, a arrancar las confesiones. Las instrucciones de Stalin a la NKVD fueron características de este terrible proceso: «Móntense en vuestros prisioneros y no se desmonten hasta que hayan confesado».”

Meses de encarcelamiento y presiones sin límite condujeron al fin deseado: quince de los dieciséis imputados confesaron públicamente sus “actividades terroristas” y se declararon cabecillas del “Centro contrarrevolucionario trotskista-zinovievista” que habría planeado los asesinatos de Stalin y otros dirigentes soviéticos de primer rango, como Voroshílov, Zdánov y Kaganóvich. La condena a muerte de todos los acusados se basó, tal como en los juicios venideros, casi exclusivamente en sus propias confesiones.

Luego siguieron dos procesos igualmente espectaculares contra otros bolcheviques destacados. El primero de ellos, celebrado en enero de 1937, contra el “Centro paralelo antisoviético trotskista”, supuestamente encabezado por Karl Radek, Yuri Piátakov y Grigori Sokólnikov, y el segundo, en marzo de 1938, contra el “Bloque antisoviético trotskista-derechista” con el célebre Nikolái Bujarin, a quien Lenin en su momento había llamado “el delfín del partido”, y el ex primer ministro Alexéi Rykov a la cabeza. En este proceso, el más brutal de todos, se inculpó también a quien había sido el primer responsable directo del Gran Terror, Guénrij Yagoda, el cual a comienzos de 1937 había sido substituido como jefe de la policía política por Nikolái Yezhov, quien, a su vez, sería liquidado por órdenes de Stalin en febrero de 1940.

Poco tiempo después tuvo lugar en México el último acto de la tragedia de los grandes conductores del golpe revolucionario bolchevique de octubre de 1917. El sonido seco del piolet del agente de Stalin, Ramón Mercader, cayendo sobre la cabeza de Lev Trotski puso fin, en agosto de 1940, a lo que, a su manera, fue una brillante generación de revolucionarios comunistas. Con la muerte de Trotski solo quedaba en vida un miembro de aquel Politburó que había dirigido al partido bolchevique en octubre de 1917: Stalin. Del resto, solamente uno no había sido asesinado: Lenin.

La masificación de la represión

 

Estos grandes procesos fueron, a su turno, seguidos por un sinfín de “micro procesos” por todos los rincones de Rusia que diezmaron, sin piedad, las huestes del partido afectando, aproximadamente, a unos 850 mil miembros según los cálculos de Leonard Schapiro en su estudio El Partido Comunista de la Unión Soviética. De los 139 miembros titulares o suplentes del Comité Central elegido en el congreso de 1934 un total de 98 fueron ejecutados y de los 1.966 delegados que asistieron a ese congreso 1.108 fueron arrestados y casi todos ellos murieron ejecutados o en los campos de trabajo forzado.

Desde comienzos de 1937 Stalin comenzó a administrar el terror de la misma manera que administraba la economía planificada, es decir, asignando cuotas de “enemigos del pueblo” que cada república de la Unión Soviética debía arrestar, especificando además, con números precisos, cuántos de ellos debían ser condenados a muerte y cuántos debían pasar a engrosar el contingente del sistema de campos de trabajo forzado conocidos como Gulag. Este mismo sistema fue transformado radicalmente en 1937, pasando a ser verdaderos campos de exterminio, donde se obligaba a muchos prisioneros a trabajar hasta morir exhaustos o eran simplemente ejecutados. Al mismo tiempo, muchos de los comandantes de los campos de concentración fueron también víctimas del terror, particularmente en relación con el proceso contra Bujarin en 1938. Pero no se los ejecutó por los crímenes cometidos en los campos que administraban sino por lo contrario,por no haber sido lo suficientemente efectivos en la explotación de aquellos alrededor de siete millones de esclavos que por entonces poblaban el Gulag.

Pero no solo el partido fue severamente purgado. Todas las instancias de poder fueron sometidas a un proceso semejante. Así, por ejemplo, tal como lo escribe el historiador comunista francés Jean Elleinstein en su libro Historia del fenómeno estalinista: “Stalin ataca igualmente al Ejército Rojo. El Ejército Rojo fue literalmente diezmado por la represión […] en total, tres mariscales sobre cinco, trece comandantes de división sobre quince, 57 comandantes de batallón sobre 85, 110 generales de división sobre 195 perecieron víctimas de la represión estalinista.” De esta manera, como lo intuyó Trotski y lo confirmó el líder soviético Nikita Kruschov muchos años después, Stalin creaba las condiciones para la catástrofe de los ejércitos soviéticos ante la ofensiva alemana de 1941.

Lo mismo ocurrió en el ámbito de la vida cultural. Según Elleinstein: “En cuanto a la vida intelectual, la represión no fue menor […] Historiadores y filósofos, biólogos y matemáticos, escritores y artistas perecieron por millares o permanecieron deportados durante largos años.” La represión no solo diezmó a los antiguos militantes e intelectuales rusos sino que también se extendió, con particular saña, a los miles de comunistas extranjeros residentes en la Unión Soviética. Como lo señala el ya citado Jean Elleinstein: “La represión en masa alcanzó igualmente a los comunistas extranjeros presentes en Moscú. Los viejos compañeros de Lenin, el suizo Platten y el polaco Ganetski fueron ejecutados. El partido comunista polaco fue disuelto en 1938. Lo mismo ocurrió con el partido comunista de Ucrania Occidental y con el de Bielorrusia Occidental. La represión también se abatió sobre los dirigentes de los partidos comunistas de Letonia, Estonia y Lituania. Los dirigentes del partido comunista yugoslavo, del partido comunista búlgaro, del chino, coreano, iraní e hindú desaparecieron igualmente.” Y esta enumeración no es de ninguna manera exhaustiva. Los comunistas alemanes refugiados del nazismo sufrieron el mismo destino y el brazo de la purga se extendió incluso por el exterior, llegando, por ejemplo, a la España republicana en guerra civil donde los agentes soviéticos actuaban abiertamente, secuestrando, torturando y asesinando anarquistas, trotskistas, republicanos molestos y, por cierto, comunistas caídos en desgracia.

Robert Conquest hizo, en su obra de 1990 sobre el Gran Terror, un balance del total de sus víctimas durante los años 1937-38:

Arrestos: cerca de 8 millones.

Ejecuciones: cerca de 1,5 millones.

Muertos en el Gulag: cerca de 2 millones.

En prisión a fines de 1938: cerca de 1 millón.

Aumento de los prisioneros del Gulag a fines de1938: casi 2 millones.

El terror como sistema

Esa fue la cosecha de horror de las grandes purgas. Nadie, por sorprendente que parezca, ha matado tantos comunistas como los propios comunistas liderados por Stalin. Ahora bien, hay un par de aspectos del Gran Terror que revelan tan profundamente la naturaleza misma del totalitarismo que merecen una atención particular.

El primero puede incluso pasar desapercibido a primera vista. El proceso contra Bujarin y Rykov fue el último de los grandes procesos-espectáculo pero de manera alguna la última de las grandes purgas sangrientas que afectarían al partido. La última gran purga, discreta pero devastadora, fue llevada a cabo a mediados de 1938 y sus víctimas serían elementos típicamente estalinistas, es decir, nuevos comunistas promovidos en la mayoría de los casos a altos cargos, incluyendo tres miembros del Politburó, por el mismo Stalin a partir de 1926. Esto es lo particular y enigmático de esta purga. El que se trata ahora de “su gente” se nota incluso en la manera, totalmente falta de formalidades, con que Stalin los elimina y que contrasta notoriamente con los procesos anteriores. Ya ni siquiera se digna a informar al Politburó y da órdenes de ejecución en masa sin precedentes, como la de ejecutar a 138 altos dirigentes del 28 de julio de 1938.

La pregunta que aquí surge es acerca de la necesidad de Stalin de lanzarse sobre su propia gente de esta manera. Se puede, de cierta forma, entender la virulencia de la acción contra la vieja guardia a fin de no dejar ningún rival que pudiese, en méritos revolucionarios, medirse con él. También se puede llegar a entender el ataque a los militares con la finalidad de debilitar a aquella institución que de alguna manera podría rivalizar con las ambiciones de poder del partido. Incluso se puede encontrar una explicación para la represión de la intelectualidad a partir de los complejos de un hombre, Stalin, evidentemente burdo y penosamente consciente de su limitado bagaje cultural. Pero lo que no encuentra una explicación simple es este ataque a los propios estalinistas, gente sin mayor prestigio ni posibilidad alguna de rivalizar con Stalin.

Se puede siempre cargarle este tipo de hechos “inexplicables” a los rasgos paranoicos que no son difíciles de encontrar en Stalin, pero esto no es sino confesar que se está ante algo que, de verdad, no se entiende. Mi respuesta es que se trata de una forma inusualmente pedagógica de demostrar ante todos y, especialmente, ante la nueva élite que ahora llegaba plenamente al poder, que nadie estaba por sobre el sistema totalitario, que todos estaban amenazados y que “cualquiera puede desaparecer en cualquier momento”, para decirlo con las acertadas palabras de Leonard Schapiro. Se trata de aterrorizar incluso a quienes ejercen el terror. Este es el non plus ultra del totalitarismo.

 

 

 

 

 

El misterio de la confesión

El segundo rasgo extraordinariamente esclarecedor sobre la naturaleza del totalitarismo y de sus raíces marxista-leninistas está en las confesiones de los viejos líderes bolcheviques. La necesidad de las mismas desde el punto de vista del sistema no es tan difícil de entender como manifestación última de su poder. Ahora, el hecho de que tantos revolucionarios, endurecidos por una larga lucha y orgullosos de su historia, llegasen no solo a humillarse como lo hicieron sino a autodestruirse moralmente de manera pública es algo que resiste cualquier explicación fácil. Sin embargo, entender este misterio es la clave misma para entender cabalmente la esencia del pensamiento totalitario.

A entender estas confesiones está dedicada la célebre novela de Arthur Koestler El cero y el infinito, cuyo título en inglés, Darkness at Noon, es mucho más expresivo y está inspirado en las poéticas palabras de Milton: “Oh dark, dark, dark, amid the blaze of noon!”. Lo que se trata de entender es esa oscuridad profunda que surge justamente del resplandor del mediodía de la revolución, ese mal aterrador hijo de la voluntad de crear un paraíso sobre la Tierra.

En el personaje central de la novela, Rubashov, se mezclan las características de varios líderes bolcheviques que fueron víctimas de la violencia estalinista, especialmente Bujarin, Trotski y Radek. Su tesis central –también conocida como “teoría de la confesión”– es que las confesiones encuentran su explicación fundamental en aquel complejo de ideas que forma la esencia del marxismo revolucionario, particularmente su deslumbrante idea de la revolución redentora encarnada por el partido, frente a la cual el revolucionario debe entender su insignificancia y preguntarse siempre, ante cada paso que deba dar, no por lo bueno en el sentido moral sino por lo que, en ese momento específico, favorece aquella gran causa que le da sentido a su vida. Es por ello que mentir o decir la verdad, usar los métodos parlamentarios o el terror, salvar o sacrificar una o muchas vidas, confesar los crímenes más inverosímiles o no, todo ello debe juzgarse no con el rasero de la moral normal sino en función de su utilidad revolucionaria. Y es justamente a partir de este razonamiento que los interrogadores pueden convencer a sus víctimas de que, para ser fieles a sus vidas como revolucionarios, deben ahora mentir y humillarse a sí mismos ya que es justamente eso lo que la revolución y el partido exigen de ellos en ese minuto. Y ellos mismos lo entenderán así a partir de aquella lógica con ayuda de la cual siempre habían vivido y actuado. Lo que ahora harían consigo mismos no es sino lo que siempre habían hecho, es simplemente su vida de revolucionarios puesta en una encrucijada especialmente peculiar que exige de ellos, para no autodestruirse como revolucionarios ante sí mismos, que se destruyan moralmente ante el mundo. Por ello harán lo que harán y lo harán convencidos de que algún día la historia los justificará.

Pocos han, como Koestler, resumido tan certeramente la esencia del pensamiento totalitario que hace desaparecer al individuo ante sí mismo, que lo subsume mentalmente en algo superior, en un destino colectivo que le da sentido a su vida y, por ello mismo, tiene derecho a exigirle que la sacrifique en aras de la causa, como un último servicio a la misma. Esto mismo lo planteó, paralelamente a Koestler, quien fuese jefe del Servicio de Espionaje Militar Soviético para Europa Occidental, el general Walter Krivitski, que había roto con el régimen soviético en 1937. Así escribe en su libro Fui un agente de Stalin: “¿Cómo se obtenían las confesiones? […] Un mundo perplejo observaba, pasmado, como los constructores del gobierno soviético se culpaban a sí mismos por crímenes que nunca cometieron […] Desde entonces el mundo occidental mira las confesiones como un enigma.” Y luego da la siguiente explicación a este enigma: “Si bien muchos factores contribuyeron a quebrar a esos hombres hasta el punto de hacer tales confesiones, ellos las hicieron, a la postre, con la sincera convicción de que ése era el último servicio que podían prestar al partido y a la revolución. Sacrificaban el honor y la vida para defender al odiado régimen de Stalin porque éste seguía representando aún el único y débil destello de esperanza de un mundo mejor, a cuyo logro habían consagrado la juventud de sus vidas.”

Sobre lo mismo ha razonado con profundidad el ya citado Robert Conquest, que dedica todo un capítulo de El Gran Terror al “problema de la confesión”, tratando de darle una explicación a partir de lo que él llama “la mente de partido” (the party mind). Ahora bien, lo que Koestler, Krivitski y Conquest han dicho no es, en el fondo, sino un desarrollo de lo que uno de los principales acusados de los procesos-espectáculo dijo en una célebre carta enviada al mismo Stalin desde la cárcel en la que esperaba su triste fin. Se trata de la carta del 10 de diciembre de 1937 de Nikolái Bujarin a Iosif Vissarionovich (Stalin): “Por dios, no creas que te estoy reprochando nada, ni siquiera en lo más profundo de mi conciencia. No nací ayer. Soy perfectamente consciente de que los grandes planes, las grandes ideas y los grandes intereses deben anteponerse a todo lo demás y sé que sería mezquino por mi parte situar la cuestión de mi propia persona a la par de las tareas universales e históricas que reposan, ante todo, sobre tus hombros.”

Bujarin desarrollará plenamente este razonamiento en su última declaración ante el tribunal que pronto lo sentenciaría a muerte: “Ahora quiero hablar de mí mismo, de los motivos que me llevaron a arrepentirme. Ciertamente, hay que decir que las pruebas de mi culpabilidad juegan también un importante papel. Durante tres meses permanecí encerrado en mis negativas. Después inicié el camino de la confesión. ¿Por qué? El motivo estriba en que, durante mi encarcelamiento, pasé revista a todo mi pasado. En el momento en que uno se pregunta: Si mueres, ¿en nombre de qué morirás?, aparece de repente y con sorprendente claridad un abismo profundamente oscuro. No había nada por lo que mereciese la pena morir, si pretendía hacerlo sin confesar mis errores. Por el contrario, todos los hechos positivos que resplandecían en la Unión Soviética tomaban proporciones diferentes en mi conciencia. Esto fue lo que en definitiva me desarmó, lo que me obligó a doblar mis rodillas ante el partido y ante el país.”

Junto a estas reflexiones, Bujarin desarrolla en esa última declaración un análisis de una profundidad extraordinaria acerca del logro más siniestro del sistema totalitario: su capacidad de contaminar el medio ambiente mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que debilita interiormente toda voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del Estado totalitario, cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de las mentes mediante la imposición de una visión o forma de ver el mundo que adquiere, por su constante y apabullante repetición, tal realidad que termina haciendo que todo aquel que no la comparta o que simplemente la ponga en duda se convierta en un perturbado mental no solo ante el mundo circundante sino, muchas veces, ante sí mismo.

Estas son las notables palabras de Bujarin: “Me parece verosímil pensar que cada uno de los que estamos ahora sentados en este banquillo de los acusados tenía un extraño desdoblamiento de conciencia […] Lo que constituye el poder del Estado proletario no es solamente el haber aplastado a las bandas contrarrevolucionarias, sino también el haber descompuesto interiormente a sus enemigos, el haber desorganizado su voluntad. Esto no ocurre en ningún otro sitio […] en nuestro país, el adversario, el enemigo, posee al mismo tiempo esa doble conciencia, esa conciencia desdoblada. Y me parece que esto es lo que hay que comprender ante todo.”

Con este análisis, Bujarin tocaba la esencia misma del dominio totalitario que ha logrado sus fines últimos, aquella esencia que ya el año 1921 había sido denunciada por los marineros de la base naval de Kronstadt, que se habían sublevado contra la dictadura comunista dirigida en ese entonces por Lenin y Trotski: “Pero lo más bajo y criminal de todo es la esclavitud moral instaurada por los comunistas: ellos han incluso metido sus manos en el mundo espiritual de los trabajadores obligándolos a pensar a su manera.”

 

Los cómplices

 

Una de las cosas que, en perspectiva, más asombra ante la brutalidad sin límites que la revolución comunista soviética ejerció desde su inicio y que llegó a su culminación bajo la égida de Stalin, es la cantidad innumerable de cómplices voluntarios que encontró por doquier. Las loas a Stalin fueron interminables entre los militantes de los partidos comunistas pro soviéticos, como el chileno, pero también en toda esa periferia de intelectuales y artistas que tanto hicieron para esconder o justificar los crímenes llevados a cabo en nombre del comunismo. Los que así lo hacían sabían del precio terrible de la revolución de Lenin y Stalin en términos de vidas humanas aniquiladas o devastadas. La información al respecto abundaba ya entonces. Tal vez no conocían todos los detalles o la extensión exacta de la barbarie, pero eso no era para ellos lo importante. Imbuidos de la misma filosofía mesiánica de la historia que inspiraba a Lenin, Trotski, Stalin y a sus bolcheviques, veían la violencia ejercida como un costo necesario para poder realizar la obra de liberación de la humanidad que, según ellos, la Unión Soviética había iniciado. El fin majestuoso justificaba así cualquier medio. Después de todo, habían aprendido de sus clásicos que “la violencia es la partera de la historia” y por ello es que tantos pudieron decir con el Canto General de Neruda:

 

Stalin alza, limpia, construye, fortifica

preserva, mira, protege, alimenta,

pero también castiga.

Y esto es cuanto quería deciros, camaradas:

hace falta el castigo.

 

http://ellibero.cl/ideas-libres/los-procesos-de-moscu-y-el-alma-del-totalitarismo/