¿Hay o no futuro?

¿Hay o no futuro?
¿Cuánto tiempo hace que el futuro, el largo plazo, la meta a la cual nos gustaría llegar, dejó de ser tema en la sociedad chilena? ¿Qué ocurrió que ya no es parte del imaginario nacional? No solo eso: ¿hasta cuándo vamos a seguir hundiéndonos en las escaramuzas políticas del pasado o del día a día, mientras todos los indicadores de la vida pública, desde los anímicos hasta los económicos, dan cuenta de que vamos por mal camino?
Las oportunidades que Chile se ha estado farreando en los últimos tres años -porque la deserción comenzó antes, apenas quedó claro que Michelle Bachelet regresaría a La Moneda sí o sí- son imperdonables y múltiples. Tanto es así que a los observadores extranjeros les resulta difícil entender por qué a un país al que le estaba yendo bien -y extraordinariamente bien, si se quiere, en el contexto regional- y que había dado un salto cualitativo en la escala de sus preocupaciones, ahora, por un asunto que es de pura desconfianza en nosotros mismos y en lo que estábamos haciendo, esté tan complicado y sumido en la depresión.
Por cierto, había problemas. Por cierto ni el Estado ni el mercado estaban respondiendo como el país quería en todos los ámbitos. Era mucho que había que corregir, perfeccionar, complementar. En sus líneas gruesas, sin embargo, el proceso iba bien encaminado. Ahora, cuando todo cambió, se diría que los horizontes de la discusión se achicaron o degradaron. Y aunque el fenómeno ocurrió por dinámicas que son complejas, lo concreto es que el país pujante de ayer ha vuelto a toparse con los fantasmas del desempleo y la polarización. Las inversiones se evaporaron, el desarrollo se frenó y el gran dilema de muchos actores económicos -errados o no- es si irse o quedarse. Hacienda, que en otro tiempo gastaba imaginación en contener los riesgos del sobrecalentamiento, ahora se dedica cada dos o tres meses a recortar las proyecciones. Como de modernización nunca más se volvió a hablar, reaparecieron en el aparato estatal, no solo por lo ocurrido en Gendarmería, los viejos tumores del clientelismo político, la desidia, la captura de privilegios y la corrupción.Ya la pregunta dejó de ser adónde queremos ir. Hoy con suerte nos estamos preguntando hasta adónde nos podría alcanzar con el combustible que nos queda.
Nadie está contento. No lo está desde luego la derecha, que de un día para otro se dio cuenta de que el puro crecimiento y la sola eficiencia no generan capital político; ni el centro, que mintió compartir por razones de oportunismo político un programa de gobierno que traicionaba sus convicciones, y tampoco lo está la izquierda, que al menos en privado acepta que las reformas se han estado haciendo tan mal, con tanta chapucería e irresponsabilidad, que ya no hay modo de reflotarlas. Ni siquiera está muy contento el gobierno, desgarrado por divergencias y tensiones internas.
Pretender que la administración pueda recapacitar a estas alturas, más que una quimera, es simplemente una bobería, sobre todo después que Jorge Burgos quemara sus naves en las playas del realismo y la gradualidad. Las cartas ya están jugadas y pocas veces un gobierno mostró mayor rigidez que el actual en términos de ataduras ideológicas y de incapacidad para adaptarse a las circunstancias y leer la realidad. De su lado, por lo tanto, nada más cabe esperar. Esto era y esto será. Al margen de que las cosas empeoren o sigan como están, el gobierno hasta aquí llegó.
Lo que cuesta aceptar es que esta también sea la fatalidad del país. Quizás esta resistencia es lo que está detrás de las candidaturas o precandidaturas presidenciales que se están perfilando. A ellas les va a corresponder convencer a los chilenos de que hay vida -margen de acción, oportunidades, futuro- después del desastre. Lo tendrán que hacer desplegando con claridad sus respectivos proyectos porque, en principio, al menos -en función de la mala experiencia de estos años- la ciudadanía no va a estar disponible para volver a comprarse eslóganes y soluciones mesiánicas como las que encarnó Bachelet, con mucha emoción y muy poca cabeza.
Si eso llegara a ser así, y si el populismo no vuelve a meter la cola, la próxima elección presidencial, con todos los candidatos mostrando honestamente sus cartas, podría ser una experiencia bastante nueva en Chile. Confrontar proyectos de país envuelve para la derecha no sólo el desafío de explicitar lo que no le gusta del gobierno, cosa que es fácil, sino el de señalar hacia dónde cree que hay que ir, cosa que es bastante más desafiante y que aún no ha hecho. Lo mismo corre para el centro socialdemócrata y el centro DC: ya no podrán seguir culpando a la derecha de sus inmovilismos y tendrá que aclarar si están por un desarrollo capitalista con énfasis social o por persistir en nuevas aventuras refundacionales. Hasta la izquierda más dura debería clarificar posiciones, puntualizando qué salva, qué reprueba, a qué le ve algún destino entre todo lo que se hizo en estos dos años y de qué modo espera proyectarlo.
¿Serán capaces las fuerzas políticas de plantear sus opciones con franqueza? La pregunta es menos ingenua de lo que parece. Y lo es porque la política chilena ha estado jugando durante demasiado tiempo con las máscaras. De hecho, los cuatro gobiernos de la Concertación ganaron con un discurso de cambio y gobernaron, en la práctica, desde el continuismo. El de Piñera prometió que no iba a mover mucho el bote y que se limitaría básicamente a hacer las cosas mejor que los anteriores.
Está bien: era lo que convenía o lo que se podía. El asunto es que, en mayor o menor medida, renunciaron no sólo a explicitar el futuro, sino también a construirlo. Eso, que pudo de ser suficiente en su momento para retener o conquistar el poder, hoy a todas luces ya no lo es para sacar al país adelante.