La derrota



La derrota

Carlos Peña: “La verdad es que ahora, luego de la derrota del Gobierno, hay que comenzar a debatir acerca del procedimiento. Y este puede ser cualquiera. Asamblea constituyente, comisión constituyente, cualquiera. Después de una derrota como esta es pueril y es tonto creer que hay límites”.

No vale la pena que el ministro Blumel lo edulcore repitiendo frases que se han oído todos estos meses —pacto social, casa de todos, etcétera— cuando el asunto es de veras muchísimo más sencillo.

El Gobierno ha sido derrotado.

No derrocado, puesto que esto siempre tiene algo de dignidad, sino derrotado y de una forma que de esta última no tiene ninguna.

Apenas a dieciocho meses de ganar una elección presidencial y haber persuadido al electorado con un programa; luego de haber debatido intensamente durante el gobierno pasado el cambio constitucional y de haberlo rechazado; horas después que el Presidente declarara en varias entrevistas que no se apartaría de la propuesta de su programa y a la salida de una reunión nocturna, se comunica que sí, que se ha decidido que habrá una nueva Constitución.

¿Qué importancia posee el hecho de ese anuncio y el anuncio mismo para la vida cívica? Son, como se ve, dos cosas distintas. Una es el hecho del anuncio sorpresivo; la otra es el contenido del anuncio mismo.

El hecho de ese anuncio, y la forma en que luego de innumerables vacilaciones se efectuó, habla muy mal del Gobierno y muy mal de la oposición. En esto es mejor no engañarse. El Gobierno en estos días ha sido un manojo de vacilaciones y de dudas, y la oposición, enterada de eso, ha hecho suyo el malestar de la calle, simulando que lo conduce, para efectuar el remedo de un chantaje. Esos factores sumados a un gabinete inexperto y débil hicieron el resto: se le enmendó no más la plana al Presidente. Porque una cosa es clara: o el Presidente meditó profundamente la cuestión constitucional en la tarde de un domingo (leyendo en diagonal tratados de Derecho Constitucional) o, en cambio, se le impuso una decisión que él no compartía.

Es obvio que se trató de lo segundo.

Obsérvese lo singular de todo esto. Un gobierno de derecha accede al poder con un programa que se ganó la adhesión de la mayoría; pero al cabo de dieciocho meses decide arrojar el programa y poner en debate las bases —todas las bases— de la convivencia política. Y comunica todo esto un domingo en la noche, horas después que el Presidente había declarado algo distinto.

¿No se nota cómo crujen las instituciones —el prestigio de la presidencia, desde luego— después de esto?

El anuncio mismo, por su parte, augura otro retroceso (merecido, sobra decirlo) del Gobierno.

Porque lo único sensato —una vez que la puerta se entreabrió— es abrirla en serio del todo y comenzar un debate en la esfera pública sobre el procedimiento a seguir para que una nueva carta constitucional no solo sea legítima, sino que esté bien hecha y no sea, como ha ocurrido tantas veces en América Latina (el lugar adonde Chile podría retornar si se sigue con el apuro), una suma de expectativas y declaraciones desmesuradas que alientan esperanzas infundadas y preparan la frustración. Sí, es verdad, el ministro Blumel y el Gobierno han dicho que el Congreso debe ser el constituyente; pero después de estos días con sabor a comedia, después de estos días que pudieron ser sublimes y han terminado ridículos —entrevistas que dicen algo, cenas nocturnas que las desmienten—, ¿qué razón habría para creerle?

Ninguna.

La verdad es que ahora, luego de la derrota del Gobierno (una derrota, tampoco hay que olvidarlo, por fuera de las instituciones), hay que comenzar a debatir acerca del procedimiento. Y este puede ser cualquiera. Asamblea constituyente, comisión constituyente, cualquiera. Después de una derrota como esta es pueril y es tonto creer que hay límites.  

La única incógnita que queda flotando en el aire es quién derrotó al Gobierno. La respuesta peor y más segura es la siguiente: él mismo, porque demostró en una hora crítica carecer de ideas y no tener voluntad.

Carlos Peña