La gasificación y la solidez



La gasificación y la solidez

Posiblemente sea esperar peras del olmo pretender que la Nueva Mayoría reconozca el fracaso de su proyecto político. Es obvio que la coalición no lo puede hacer mientras quede alguien -como la Presidenta, quizás como algún dirigente o partido político- que todavía siga confiando en su viabilidad histórica. De una manera u otra, el bloque necesita salvar a lo menos las camas y dicen que la esperanza es lo último que se pierde. De ahí que la estrategia oficialista sea enfrentar los próximos desafíos electorales con cortinas de humo tipo la nueva Constitución. Sea o no una buena idea, hay que reconocer que no es mala como maniobra para sacar la discusión pública de la desastrosa gestión política y económica que hasta aquí ha tenido este gobierno.

El país, sin embargo, discurre en otra frecuencia, y donde más esto se nota es en el peso político que vuelven a recuperar figuras como Ricardo Lagos en la centroizquierda y Sebastián Piñera en la derecha.

Más allá de lo que digan las encuestas, este es un hecho de la causa. Nadie más distinto de Bachelet que Lagos y que Piñera.En medio de la gasificación del escenario político, ambos son percibidos como referentes sólidos. Detrás de Lagos hay un largo y probado magisterio republicano. Detrás de Piñera se advierte un capital no menor de eficiencia y sentido común. Y si bien esto no significa que vayan a ser ellos necesariamente los candidatos, el retorno del liderazgo de uno y otro responde a un vacío que La Moneda en estos momentos simplemente no puede llenar. No lo llena Bachelet, que sigue decepcionando, ni lo llenan sus ministros. Tampoco lo hace un precandidato o candidato continuista, que reivindique como suyo el deprimente legado de este gobierno. Lagos y Piñera, entonces, son la respuesta de la opinión pública a la necesidad de un cambio de rumbo o golpe de timón. Un cambio muy drástico si Piñera fuera el sucesor; a lo mejor no tan drástico, pero sí muy marcado si fuera Lagos.

No es que los ex presidentes tengan el camino despejado. No lo tienen. Es cierto que el viento el año pasado y este ha corrido a favor de Piñera. Fue tal vez el único liderazgo político que, además de resistir, incluso se fortaleció. El caso de Lagos es distinto, porque su nombre se ha estado imponiendo, más que por iniciativa suya, porque el oficialismo comienza a inquietarse ante lo que percibe como una evidente experiencia de orfandad. Cuando fracasa la madre, vaya que se vuelve necesario el padre. Para estos fines, de momento al menos, nadie representa mejor esa figura que Lagos. Pero tampoco es número puesto. Falta que él se decida. Falta que marque más en las encuestas. Buena parte del bloque hasta hace poco lo estuvo demonizando y no hay oráculo que garantice que en el tiempo que queda para la campaña logrará remover todos los vetos que le impuso la izquierda.

No habla tal vez muy bien de la renovación de la política que el país tenga que volver a convocar liderazgos del pasado. Después del largo cantinfleo que supuso el discurso sobre el derrumbe de las viejas elites, y sobre la emergencia de un contingente de valores jóvenes que venía a jubilar a los viejos tercios, es un poco matapasiones tener que apelar a cartas ya probadas. Una manera de asumirlo es diciendo que este es el regreso de los muertos vivientes, que los carcamales nunca se rinden a la primera, que Lagos está siendo inflado por la derecha o que Piñera se ha fortalecido sólo por su insaciable apetito de poder. Pero son simplismo y leseras, por cierto. La realidad es más fina y tiene más peso. Si la ciudadanía está mirando a uno o a otro es porque no quiere saber nada de la eventual continuidad de este gobierno. Nunca la palabra cambio interpretó a más gente que ahora.

En todo caso, lo que venga no va a tener nada que ver con una hipotética restauración. Los países no progresan a salto de mata, sea para adelante, sea para atrás. Progresan con gradualidad, a partir de lo que tienen y del rumbo que quieran tomar. Lo que sí tiene sus días contados es el mito refundacional, que implicó en un momento que Chile partía de cero, que el cambio de modelo era inevitable, que había que abjurar de todo lo que había significado la transición y que había que corretear a palos de la escena política a los cuadros que habían dirigido el país de los últimos 30 o 40 años.

En rigor, nada de eso se cumplió. Con la llegada del ministro Burgos a Interior, la vieja Concertación tuvo que acudir a la sala de urgencia para salvar a la Nueva Mayoría de la calamitosa gestión de Peñailillo, Arenas y la G90. El programa de reformas se comenzó a hundir semana a semana, mes a mes, en cifras concluyentes de rechazo. La ciudadanía pidió un poco más de respeto a los desprestigiados consensos del pasado y el anunciado reemplazo de las viejas elites por las nuevas nunca se produjo como se anunció que se iba a producir: de un solo paraguazo.

Definitivamente, las cosas no funcionaron así. A menos que se produzca un quiebre revolucionario, en realidad nunca funcionan así. Aunque no le guste al utopismo mesiánico, todo es mucho más lento y gradual.Algunos ajustes, sin duda, que eran necesarios. Alguna renovación, de hecho, se produjo. Algún malestar, indudablemente, existía. Y parece estar fuera de discusión que algo había que hacer. El problema es que el diagnóstico que acompañó al gobierno de la Nueva Mayoría fue errado, y tanto lo fue que ahora la propia Presidenta dice que el crecimiento es prioridad de su administración. En buena hora. Eso quizás no significa mucho, porque una cosa es decirlo y otra muy distinta es demostrarlo.

Como declaración de intenciones, simpática. Como decisión de gobierno, tardía.

Por  Héctor Soto