Lo Mejor de Altamirano

Lo mejor de Altamirano fueron sus últimos años, en que guardó silencio. Porque durante su vida de político activo fue un tipo perennemente equivocado, como todos los socialistas, pero más en su caso. Tenía la “fatal arrogancia”, como la llamaba Hayek, de creer que se puede manejar la vida de los demás sin considerar la opinión de ellos, expresada en el mercado. Porque en eso consiste el socialismo.

Lo único que diferenciaba a Altamirano de Allende era la fecha del golpe armado para instaurar el socialismo. Allende no se decidía a establecer “el socialismo marxista, científico, integral”, como le había confesado a Regis Debray que era su propósito, en la parte menos citada de su famosa entrevista. Pero era un tipo de mucha labia que nunca decidía nada, un procastinador, un dilettante. El español Joan Garcés, que trabajó junto a él en su gobierno y lo conocía bien, escribió después que Allende nunca planificaba nada con más de un día de anticipación. Pero hablaba bien, lo que lo convenció de que con palabrería podía convencer a los demás de cualquier cosa. Él sabía que los suyos se estaban armando para dar el golpe, por supuesto. Una vez se estrelló una camioneta cargada de armas, inscrita a nombre de la Payita, su persona de confianza, y señalando como domicilio La Moneda. Él tenía un ejemplar del “Plan Z”, pero probablemente no lo había leído y ahí decía que, en principio, iban a dar de baja a todos los comandantes en jefe el 19 de septiembre de 1973 y tomar el poder, que era lo que estaba tramando Altamirano. 

Altamirano era partidario de, cuanto antes, “golpear al golpe”, como él decía, y por eso en su discurso del 9 de septiembre de 1973 habló de convertir a Chile en otro Vietnam, donde les había ido tan bien. Es que allá enfrentaban sólo a soldados norteamericanos y en cambio acá debían enfrentarse a soldados chilenos, que eran otra cosa. Nótese: “eran”.

Pero había un marino que se había dado cuenta de la urgencia de actuar, José Toribio Merino, y por eso les mandó un papelito oculto bajo un calcetín del almirante Huidobro a Pinochet y a Leigh comunicándoles que el día D era el 11 y la hora H las 6.30 y pidiéndoles firmar en conformidad con ello, lo cual ambos hicieron.

La diferencia entre los golpistas de izquierda y los militares fue que éstos hicieron las cosas antes de que el 19 los dieran de baja en el almuerzo del Día de las Glorias del Ejército. Además, por “deformación profesional”, manejaban mejor las armas que los marxistas. Sabiendo eso Pinochet le había dicho a Prats, en esos días: “Estos gallos no nos aguantan ni una crujida”, lo que indignó a Prats, que se había pasado, como buen chileno (lo hemos ratificado durante estos 29 años), al otro bando.

Altamirano, entonces, tuvo que ocultarse desde el 11 y huir. Tuvo suerte, porque el norteamericano Townley le pisaba los talones y si no hubiera sido porque Altamirano se detuvo repentinamente en el aeropuerto de Barajas para saludar a Rafael Tarud, lo que provocó que Townley lo estrellara (y Altamirano entonces le pidió excusas) no habría tenido necesidad de tomar la mejor decisión de su vida: guardar silencio hasta el domingo 19 de septiembre último, en que falleció.

Y lo guardó porque había vivido bajo los socialismos reales, que era lo que él buscaba imponer en Chile, y se había dado cuenta de que ésa no era vida. Entonces se convirtió en partidario de la “renovación socialista”, que consiste en reconocer que su sistema no sirve pero seguir haciendo como si sirviera. Se convenció de que no vale la pena matar gente, como proponía antes, para instaurar un sistema que no funciona. Su seguidor en terreno, el comandante Pepe, decía que sin un millón de muertos en Chile el socialismo no iba a funcionar. Altamirano pensó que era un precio demasiado alto para cometer un disparate tan grande. Y no habló más. 

Fue lo más meritorio de su existencia y lo hizo acreedor de lo que le deseé en la hora de su muerte: que el Señor lo acoja en su santo seno. 

Hermógenes Pérez de Arce

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