Ni recuerdo ni olvido…

Por Fernando Villegas Darrouy

A quienes reprochan como cosa obsesiva y enfermiza el perpetuo ciclo de actos, manifestaciones, ceremonias, descubrimiento de placas, misas, discursos, violencia, romerías, vandalismo y anuncios suscitados cada 11 de septiembre, tal vez, sólo tal vez, esa reiteración les resultaría comprensible si en vez de encerrarse en su fastidio se tomaran la molestia de observar esos hechos como deben examinarse los fenómenos sociales, esto es, no con una agenda política en la mano sino “como si fueran cosas” según decía uno de los padres fundadores de la sociología, Emile Durkheim. Haciéndolo así quizás a dichos quejosos se les revelaría cuan pesada, pegajosa y refractaria a los sermones y los consejos es la naturaleza del trauma, el efecto cultural y psicológico de eventos destructivos en gran escala; entenderían que tal como los individuos afectados por un hecho doloroso de gran magnitud no sólo son incapaces de olvidarlo o al menos asimilarlo y reducirlo en su impacto a la calidad de simple “recuerdo”, sino al contrario, sus enteras vidas de ahí en adelante son producto de dicho golpe ya sea porque el dolor es insubsanable o porque para sanar sería preciso una casi imposible reconversión total, del mismo modo las sociedades sólo muy excepcionalmente son capaces de superar los suyos sobre la sola base del raciocinio y de la conveniencia. Los traumas no son otro episodio más de la narrativa histórica, un hecho que se recuerda sin que se conmuevan las raíces de nadie, sin que influya en nuestros actos y sin que se reencienda ninguna pasión; los traumas marcan una sociedad por al menos tres generaciones y las marcan no sólo para el bien -para que tal o cual evento “no se repita”- sino también para el mal, exacerbando el deseo de venganza, el rencor y la división. Es lo que es, guste o no.

La casi imposibilidad, en el caso de las sociedades traumatizadas, para llegar a esa desapegada actitud llamada más románticamente “reconciliación”, postura tan grata y deseable para quienes no sufrieron el problema, tiene entonces fundamentos muy profundos. Por eso no es con tal o cual acto oficial de reconocimiento, con esta o aquella legislación o por medio de grandiosos tedeum o procesos judiciales más y más exhaustivos donde radica el remedio. Un trauma es un cáncer, no un dolor de estómago. No es sólo un hecho ocurrido hace tiempo, no es como el hundimiento del Titanic o el año en que el hombre llegó a la Luna, no es un episodio sino una herida perpetuamente supurante, no es un evento situado sólo en el territorio de la curiosidad puramente intelectual y que pueda fácilmente tanto recordarse como olvidarse. Los traumas se instalan permanentemente en el corazón de la víctima y operan como referencias de su pasado y fuentes de emocionalidad de su presente. Quizás ya no están vivos como causa, pero sus efectos nunca cesan. Ha ocurrido en el pasado, pero sigue sucediendo hoy, en parte como eco no querido y en parte por la voluntad del sufriente, quien lo actualiza sin descanso y todo el tiempo porque en dicha actualización se encuentra y reproduce a sí mismo.
Recordar, rememorar
De ahí que el trauma sea no sólo una mala experiencia de ayer que podría olvidarse para comodidad y satisfacción de los espectadores de hoy. Los que lo experimentaron no son personas a quienes “les pasó” algo malo, porque aun hoy lo recuerdan y lo viven. La sociedad lo conmemora sólo en una fecha, pero en las víctimas su presencia es el año completo.
Por esas razones el juzgar como obsesivos a quienes “insisten en recordar” el 11 de septiembre es, a fin de cuentas, un acto de incomprensión apoyado en una figura de lenguaje engañosa; dicha manera de ver las cosas supone tácitamente que quien lo recuerda, año tras año, es simplemente alguien que se obstina en traer a la memoria lo que bien podría eliminar de ella y entonces ser un buen ciudadano; al olvidar dejaría contentos y en paz a quienes no desean recordar nada. Pero eso no es posible. No sólo la víctima directa o indirecta de ese día y los muchos que siguieron no “recuerda” a la fuerza esa fecha, sino que no puede evitarlo. Para ella el 11 es como para el cristiano “el mes de María”, a la que celebra en noviembre pero a la que le reza todo el año.
Hay más; esa fecha es un punto moral y emocional de encuentro para los miembros de una entera cultura política, suerte de comunión a la que se pliega cada uno de sus miembros. Toda cultura ideológica, religiosa o simplemente nacional necesita sus referentes narrativos, una efemérides, las ocasiones en que reafirma su fe, sus ideas, su historia; por eso el 11 comulgan juntos tanto los que sufrieron en carne propia como los que han recibido la narración de esos hechos de boca de padres, tíos o abuelos, aunque también quienes no tienen pito que tocar como siempre ocurre en estos casos; es sabido que en toda festividad de esta clase a los fieles auténticos se suman elementos del lumpen, descarriados y resentidos en busca de un blanco, favorecidos como están por el anonimato y la conmoción pública. Esa nefasta compañía es parte desagradable pero inevitable de todo proceso social de esta clase.
La próxima o la subsiguiente generación olvidará lo del 11 de septiembre o más bien lo recordará, si lo recuerda, sólo como un hecho histórico que aparece en los textos y no conmueve ni mueve.
Generaciones
No tiene sentido entonces, como algunos hacen, quejarse de que “a 40 o más años del suceso todavía algunos porfían en revivirlo y concitan o provocan violencia y división”.

Es una queja absurda. En Francia aun no se olvida el trauma de los “colab” -los colaboracionistas- con el régimen nazi que les cayó por cuatro años luego de la derrota en el campo de batalla en mayo de 1940. El tema reaparece cada mayo o cada vez que un “colab” notorio, ya viejo y quizás escondido, reaparece o se le descubre. Y también en Francia los ciudadanos que no resistieron a los nazis pero tampoco traicionaron y sólo se acomodaron -¡hay que comer, hay que vivir!- no gustan para nada de esa cacería de brujas y también les parece, como acá, que desde esa guerra hasta hoy ya ha pasado demasiado tiempo. ¿Tienen o no tienen razón y la tienen o no los chilenos que dicen algo parecido? Es una pregunta inútil. No es cosa de razón, de gusto, de valores, de conveniencia o inconveniencia, sino un hecho. Un hecho a la Durkheim. Sencillamente así funcionan las sociedades, así se hilvana la historia.
Y, sin embargo, es también otro hecho igualmente evidente que el trauma termina por resolverse, pero -otro hecho más- no por la eficacia mágica de decretos, misas y declaraciones ni por un acto voluntario de quien recordaba cada día pero decide olvidarse de ahí en adelante todos los días, sino cuando llega el momento en que ni recuerdo ni olvido hacen sentido a la generación siguiente. Es, guste o no, el modo como se remedian muchos conflictos; cuando importaban no tenían remedio, cuando lo tienen es porque no importan. La cuarta generación suele ser la que olvida y no le importa.  Con el simple y cansino paso del tiempo llegan biznietos completamente desinteresados y hasta ignorantes de que alguna vez haya existido, por ejemplo, una división entre carreristas y o’higginistas muy seria en su tiempo, que hubiera una brecha entre balmacedistas y antibalmacedistas y desde luego no tuvieron idea del trauma -en miniatura comparado con el del 11– provocado por González Videla y su ley de defensa de la democracia. La próxima o la subsiguiente generación olvidará lo del 11 de septiembre o más bien lo recordará, si lo recuerda, sólo como un hecho histórico que aparece en los textos y no conmueve ni mueve. Será a lo más parte de la narrativa histórica como Casimiro Marcó del Pont, como la declaración del 18 de setiembre de 1810, como el suicidio de Balmaceda y la demagogia populista del León de Tarapacá.

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