POLÍTICA Y GOBIERNO:

POLÍTICA Y GOBIERNO:
La evidencia del delito:
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Enrique Slater @slater_enrique
¿Y qué dice el Gobierno y los organismos pertinentes, con respecto a esta autorización? Los chilenos hemos sido sorprendidos y pasados a llevar. No necesitamos un canal de televisión extranjero, que se dedique a la propaganda política y a la difusión de intereses foráneos.
Aprender a gobernar
Por Álvaro Góngora
Desde tiempos europeos remotos, preocupó instruir previamente a quien correspondía asumir la autoridad máxima de la entidad política de que se tratara, según el contexto histórico y cultural, con el objeto de que adquiriera atributos y conocimientos en diversas materias, para que su comportamiento público fuera de acuerdo con la tradición. Proceso tan relevante como la descendencia sanguínea. De ahí la sentencia atribuida a Alejandro Magno: “Y si a mi padre debo la vida, a mi maestro le debo el triunfo”. Concepción que se mantuvo en las épocas siguientes, a través de los “espejos de príncipes” y otras formas, para asegurar una gobernanza virtuosa. Claro, no todos los aspirantes fueron aplicados y con la misma disposición. El asunto es que, para acceder a la autoridad suprema, se requería poseer formación cabal. En el siglo XIX —según el país y Constitución— existieron requisitos básicos y otros más selectivos, referidos, en general, a ciertas cualidades individuales: personas de carácter, con integridad, compromiso con valores republicanos y una trayectoria y conocimientos sobre temas atingentes a la dignidad y responsabilidad del cargo.
En Chile, desde que se instauró la república, fue gobernada por un grupo genérico de políticos pertenecientes a la clase dirigente, en términos sociales, económicos y culturales. Accedieron a la Presidencia mediante un sistema electoral restringido, reservado a quienes acreditaran cierta edad, renta determinada y alfabetización. Fueron individuos con cualidades de liderazgo, por lo general, con una carrera política previa, habiendo detentado cargos en la administración de gobierno, poderes del Estado o la diplomacia. En su ejercicio habían adquirido sentido de nación y capacidad para representar a su población.
Los mandatarios con este perfil se extendieron hasta la segunda década del siglo XX. Porque a partir de 1920 —con excepción de 1927-1931, muy irregular en términos políticos— y bajo un sistema democrático, con participación electoral socialmente diversa, se optó por elegir a personas de características bastante similares a la etapa anterior, con una trayectoria política madurada y reconocida, con la diferencia de que se trataba de profesionales de clase media; entre ellos, la primera mujer. Secuencia que se extendió hasta años recientes. El resultado electoral de 2022 causó sorpresa. Fue electo un Presidente joven, hacía poco egresado de la universidad y previamente diputado (2014-2022). Cierto, tuvo apoyo partidista, pero el haber pertenecido a la Cámara durante ocho años no supone una experiencia política apropiada, máxime sabiendo cómo funciona. La coyuntura específica de la elección —en segunda vuelta— quizás explique la excepción, porque nuestro electorado históricamente ha sufragado razonadamente, con conocimiento cabal o aproximado de la trayectoria de los postulantes, valorando sus cualidades y dotes políticas. Por otra parte, igual debiera reflexionarse más respecto de los limitados requisitos habilitantes, porque actualmente también puede postularse en forma independiente quien se considere idóneo. Le basta reunir un número determinado de firmas.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el lunes 9 de junio de 2025.
La débil ética pública actual
Por Karin Ebensperger
Es curioso lo que uno suele recordar a medida que pasan los años: sensaciones que nos acompañan desde la infancia, hasta que uno descubre, con el tiempo, que todo se relaciona con algo llamado hogar, que a su vez es inseparable de algo llamado patria. Es un sentido de pertenencia, y quienes lo perciben son más proclives a cuidar el país que es de todos.
Como está sucediendo en muchas naciones occidentales, vivimos un desafío enorme que no viene desde un enemigo externo, sino de sectores en la propia sociedad. Soterradamente se expande un debilitamiento de los valores que hicieron posibles las sociedades democráticas. No se defienden desde el gobierno los estándares mínimos de seguridad y aplicación rápida y efectiva de la ley.
En Chile aún tenemos instituciones, aún la mayoría se opone a la violencia, aún nos indigna la corrupción. Aún.
Pero proliferan grupos rencorosos, destructivos, que nada tienen que ver con reclamos contra injusticias o defensa de los más débiles. Simplemente desprecian los fundamentos de la cultura democrática, de la cual ellos mismos son favorecidos y beneficiarios, o no tendrían derecho a protestar. Cuando cometen delitos, ellos se saben protegidos por el Estado de derecho, el mismo que quieren destruir. Están en la calle y también en la creciente corrupción estatal. Es increíble, proliferan bajo el imperio de la ley, al amparo de garantías solo reconocidas en el mundo occidental.
La educación, en la familia, en colegios y universidades, es gran parte del problema: se ha convertido en una instrucción instrumental, que no desarrolla pensamiento crítico ni abre la mente para reflexionar sobre ética y propósitos vitales. A los jóvenes no se los forma en los fundamentos de la sociedad occidental, con los principios filosóficos, sociales y políticos desarrollados a través de siglos: el respeto a derechos individuales anteriores al Estado; el constitucionalismo, que impide la discrecionalidad de quienes están en el poder; el “rule of law” o imperio de la ley, con derechos y también deberes hacia la comunidad. Nadie está sobre la ley, ni siquiera el rey, establecía hace ya 800 años la Carta Magna. Esos valores han influido en la cultura, en la gobernanza y sobre todo en la ética, personal y pública. En política, la ética se refiere a los principios y valores morales que deberían guiar la conducta de los llamados servidores públicos. Pero se ha hecho muy corriente que se ignore el bien común. En nuestro país es indignante cómo se pisotea la dignidad de quienes esperan ayudas urgentes, por el mal uso, desde el poder, del dinero de todos. Abundan el egoísmo, la codicia, el derroche.
Tal vez deberíamos volver a valorar de dónde venimos, recordar nuestra historia de apego a la ley que alguna vez nos distinguió, y desde ahí proyectar el futuro con visión estratégica y sentido de pertenencia.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el viernes 13 de junio de 2025.