En la revolución o guerra civil de 1891
murieron, en combate, cerca de diez mil personas. Hubo masacres de ferocidad
inexplicable. La guerra envenenó además los espíritus.
Quienes vencían en una batalla se ensañaban con
los derrotados, procurando su máxima ignominia y estigmatización social. No
sufría, el país, carencias objetivas capaces de justificar tanta odiosidad, era
sólo el desmadre de la pasión política y el desenfreno de egos
personales.
Tras la derrota balmacedista y el suicidio del
Presidente, se temió una interminable resaca. ¿Cómo superar la espiral de
rencor y venganza que sucede a tan enconados desencuentros y desangramientos
sociales? La respuesta fue extraída del abecedario de la sensatez histórica:
*AMNISTIA*. *En las leyes y en los hechos*. *Para unos y otros*.
Quienes nacimos 4 décadas más tarde no conocimos
siquiera vestigios de estas banderías ni reclamaciones para reabrir las
heridas.
Hacia 1973 Chile parece un país azotado por la
guerra. La población sufre desabastecimiento de productos básicos. Dueños de
empresas y predios son impunemente despojados.
El Gobierno maniobra para controlar las
comunicaciones e intenta unificar el sistema educacional según su propia
ideología. Los fallos judiciales no son ejecutados, porque el Gobierno se
arroga la facultad de apreciar su mérito y oportunidad. El juego del enroque
permite al Presidente burlarse del Congreso que legítimamente destituye a sus
ministros.
Un clima de odio envenena y amenaza matar el
alma de Chile. Los militares son llamados por los poderes públicos y la
ciudadanía a restablecer el orden. Durante su gobierno se producen hechos de
sangre y delitos que repugnan al derecho.
*Restablecido el orden democrático, se proclama
una amnistía para todos los involucrados. Quienes combatieron a los militares
con hechos de sangre fueron, todos, amnistiados. Los militares, no. Tampoco se
les benefició con la prescripción. La consabida y desprestigiada intimación de
aplicar “todo el rigor de la ley” se descarga y sigue descargando sólo en
ellos*.
Cumplen sus sentencias (éstas sí se cumplen) en
recintos especiales. Están privados de libertad, presumiblemente hasta su
muerte. Reciben visitas, tienen atención médica, habitaciones y baños decentes,
acceso a medios de comunicación, pueden hacer deporte y tratarse, para
urgencias, en el Hospital Militar.
*“Privilegios inaceptables”*, grita la
odiosidad, 40 años después. Que sean como los reos comunes, que se revuelquen
en el hacinamiento, que se sientan despojados del último resto de dignidad
humana; parias indeseables en una sociedad envenenada en el “ni perdón ni
olvido”.
El Presidente de la República delibera, antes de
hablar en la ONU, sobre cómo terminar con estos “privilegios”. No le llega el
clamor de la Defensoría Penal Pública: ¡nivelen hacia arriba! Todo condenado es
persona humana y ningún crimen merece condena a la indignidad.
Juzguen, los Tribunales, si esta odiosa
supresión de “privilegios” respeta el principio de legalidad e
irretroactividad la ley penal.
Raúl Hasbún
Sacerdote
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