Un dolor no reconocido



Un dolor no reconocido

Se acerca un nuevo once de septiembre y vuelve el dolor.

El dolor.

Sobre una mitad de la sociedad chilena la otra mitad ha lanzado su dolor. Lo ha hecho con espasmos, suponiendo que la mitad receptora nunca supo ni entendió de sufrimientos.

Eso también duele.

Duele que la otra mitad -la que se autoproclama víctima- exija una confesión unilateral, una aceptación sin contrapesos, una rendición total, sin reconocimiento alguno del dolor causado, de las culpas propias.

Por años -quizás los últimos treinta-, aquella mitad que en los 60 y los 70 decidió ser porción en conflicto y no parte armónica ha insistido en la inmensidad de su sufrimiento. Y, desde acá, se lo ha aceptado como real, como enorme. Se ha hecho un gran esfuerzo por entender ese dolor, por aliviarlo, por sanar esa herida.

Pero, ¿ha pasado algo similar en la otra vereda? ¿Alguien -más allá de Guastavino- ha reconocido algo así como “fuimos culpables de causar un enorme dolor en la sociedad chilena”? Pocos, poquísimos.

Hasta mediados de los 60, Chile era un país posible para todos. Tenía una oferta todavía muy insuficiente para los más pobres, pero a pesar de eso, era un país posible. Desgraciadamente se asomaron entonces todas las revoluciones, la revolución, y lo hicieron un país inviable: lo hicieron pedazos. Y causaron un enorme dolor.

Nuestras divisiones no eran la guerra total, eran el conflicto propio de los pueblos inmaduros. Pero las revoluciones lo transformaron en un combate final al que llamaron lucha de clases; incitaron al odio y nos pusieron unos contra otros. Despertaron la capacidad que los seres humanos tenemos de causarnos mutuamente un gran dolor. Y así fue: una mitad fue sistemáticamente insultada, robada, expropiada, perseguida, descalificada. Para justificar el dolor que se causaba, la inteligencia se agudizó y copió del extranjero un término perverso: violencia estructural. Ya se sabe: cuando la sensibilidad agudiza su capacidad de herir, las razones tratan de acudir en su auxilio con bálsamos que no son más que placebos.

La mitad de allá, la que así se definía por contradicción con el resto, nunca aceptó que Chile era un país posible para todos. Como esa mitad nunca quiso trabajar a favor de la unidad natural, consideró que la otra mitad debía sufrir, en el nombre de las culpas que se le enrostraban. Guerra civil declarada, aunque en 1973 una “guerra civil todavía no armada”, en la lúcida expresión de Mario Góngora.

¿No le dolía eso acaso mucho a una mitad de chilenos, a esa mitad que fue creciendo y que llegó a ser en realidad unos buenos dos tercios hacia 1973? ¿No se le causaba una herida sangrante a cada uno de esos hombres y mujeres que querían vivir en paz? ¿Ese dolor no cuenta, no existió, no era igual de humano que el otro, que el consiguiente a septiembre de 1973? Porque, dígase de una vez por todas, el dolor no está vinculado solo a lo estrictamente familiar o a lo partidista, sino que afecta a todo lo humano, al amor a la vida compartida, al Chile que queríamos en común, a la relación con la tierra y con las tradiciones, al deseo de un trabajo mancomunado, de un proyecto integrador. Pero todo eso fue gradualmente destrozado desde 1964. Y dolió mucho.

Lo sabe bien la generación de chilenos que está marchándose de esta vida y que se irá con ese dolor a cuestas, ojalá sin rencor, ojalá perdonando y pidiendo perdón.

Con un dolor a cuestas, eso sí, porque esa mitad ha sido arrinconada y de nuevo denigrada, encarcelados y privados de derechos algunos de sus miembros, forzados a pedir un perdón que no se les quiere dispensar, el más claro síntoma de que es completamente unilateral el análisis de las culpas y el reconocimiento de los dolores causados.

Por Gonzalo Rojas