11 DE SEPTIEMBRE DE 1973: LO INDISCUTIBLE Y LO DISCUTIBLE



11 DE SEPTIEMBRE DE 1973: LO INDISCUTIBLE Y LO DISCUTIBLE

Por Felipe Widow Lira 

Una de las características más destacables de la habilidad política de la izquierda marxista es su capacidad para dogmatizar la historia (lo cual es, en algún sentido, aún peor que su deliberada falsificación). Como fieles discípulos de su maestro fundador, entienden que también el ejercicio histórico es praxis, por la cual se engendra la verdad, y praxis revolucionaria, de modo que la regla y medida de la verdad engendrada es su utilidad para los objetivos de la revolución.

El método empleado, una y otra vez, es el de fijar (a punta de obstinada reiteración, y con todos los abundantes medios culturales a su alcance) ciertos juicios histórico-morales como verdades inmutables sobre las que no cabe discusión alguna. Son juicios simples, pero que contienen virtualmente toda la carga de sentido de un momento o período histórico. Toda discusión o matiz sobre los mismos es un acto moral y políticamente condenable, que debería ser excluido a priori de cualquier discurso público o privado.

Los ejemplos son innumerables y globales: la idea popular y universal de lo que fue la guerra de Vietnam (sintetizada en aquella imagen de la niña desnuda que huye del napalm); o de la revolución cubana (y ese gran ejemplo de propaganda que es la romantización de la figura del Che Guevara); o de la guerra civil española (que también tiene su imagen definitiva en el “Guernica” de Picasso), son todos ejemplos en los que la propaganda marxista muestra su sorprendente capacidad, no sólo para falsificar la historia, sino sobre todo para determinarla en fórmulas dogmático-morales simples que vuelven escandaloso e intolerable cualquier matiz, cualquier corrección, cualquier discrepancia.

De este modo, sacar del olvido los horrendos crímenes del Vietcong, supone una suerte de implícita justificación de los horrores de aquella guerra; el Che fue un poeta-guerrillero, y es paradigma de la lucha por los pobres y oprimidos en Latinoamérica y África, la sola mención de los más de sesenta años de tiranía castrista y sus miles de víctimas es una descontextualización interesada y malintencionada contra la vocación liberadora de la izquierda latinoamericana; la guerra civil española fue el ejercicio de un poder fascista y genocida (allí está el “Guernica”, para recordarnos las relaciones del bando nacional con Hitler) contra una república popular y democrática, que a nadie se le ocurra recordar las 70.000 víctimas de la represión política del bando republicano, entre las que se cuentan 6.858 sacerdotes y religiosos asesinados por su condición de católicos.

Pero si hay un ejemplo paradigmático de esta manipulación ideológica de la conciencia histórica, ese es el de Chile y el 11 de septiembre de 1973. Es un ejemplo, además, en el que se ve que lo verdaderamente relevante no es la falsificación de la historia (que sin duda la ha habido, y en grandes dimensiones. Baste pensar en la afirmación del asesinato de Allende por los militares, que se sostuvo con firmeza hasta que la exhumación de su cuerpo y el examen forense lo hizo insostenible) sino la reducción de su sentido a unos pocos dogmas histórico-morales que no admiten discusión.

El 11 de septiembre de 1973 se produjo un golpe de Estado que puso término anticipado a un gobierno democráticamente elegido. Con este golpe se reemplazaron las instituciones democráticas por una dictadura militar. En el contexto de esta acción de las FF. AA. se cometieron muchas y graves violaciones a los derechos humanos. Punto. No hay más que decir. O, al menos, no se puede decir nada que no esté iluminado y orientado por estos tres juicios, que no son sólo descripciones de hecho (con las cuales, con más o menos adhesión al lenguaje, cualquiera podría estar de acuerdo), sino que encierran dogmas histórico-morales que trazan una línea limítrofe insalvable entre lo tolerable y lo intolerable, entre lo discutible y lo indiscutible.

Pero es necesario superar esta trampa ideológica y volver a discutir de todo aquello que es discutible, para mostrar la manipulación a la que ha sido sometida nuestra historia reciente.

Nadie pretende discutir el hecho mismo del golpe violento de las FF. AA., la mañana del 11 de septiembre, pero sí que es necesario negar que esta sola descripción importe un juicio moral. Es necesario volver a abrir la discusión sobre la legitimidad de una rebelión, sobre las condiciones de la misma y sobre su eventual aplicación a las circunstancias del Chile del 10 de septiembre por la noche. Y no estamos hablando del superficial debate sobre si la democracia se había quebrado, o no, antes del 11 (que la democracia no es un bien absoluto ni su quiebre el pecado absoluto), sino de si el gobierno de la Unidad Popular nos conducía, o no, a un destino totalitario llamado dictadura del proletariado; de si sus líderes y seguidores concebían ese destino según los sangrientos modelos cubano, europeo-oriental o soviético; de si la única estación intermedia era una guerra civil devastadora, cuyo trauma sería irrecuperable. De si había, en fin, condiciones que hicieran eventualmente legítima una sublevación militar, porque es una burda manipulación de nuestra conciencia histórica la pretensión de que el solo hecho de que la acción de los militares puso fin a un gobierno democráticamente elegido sea suficiente para juzgar su inmoralidad.

Por supuesto, sería ridículo negar que el 11 de septiembre se interrumpió el orden constitucional y buena parte de las instituciones democráticas, y se instauró un régimen que podemos llamar dictadura (aunque el nombre ha llegado a ser equívoco porque esconde, también, un juicio moral). Pero sí que es necesario discutir si este es el resultado posible y eventualmente legítimo de una crisis política sin precedentes, en la que el orden constitucional y las instituciones vigentes revelaron su completa impotencia para reconducir un enfrentamiento ideológico brutal, que tuvo como causa principal −no exclusiva− el relativo éxito popular de unas agrupaciones políticas que predicaban el odio de clase, que promovían la violencia política y que tenían por objetivo declarado la demolición de la institucionalidad burguesa. Porque nos engañan cuando, con el solo nombre maldito de “dictadura”, frente al nombre bendito de “democracia”, se intenta cancelar la discusión sobre la presunta legitimidad del régimen político inaugurado el 11 de septiembre, que debió hacerse cargo de los estragos sociales, políticos y económicos que dejó aquel enfrentamiento.

Tampoco es posible discutir, por último, que en el contexto del golpe se cometieron gravísimos crímenes, cuyos autores fueron agentes del Estado que actuaron con motivaciones políticas. Es más, resulta igualmente indiscutible −al menos para cualquiera que defienda una ética no utilitarista, como la cristiana− que no hay circunstancia ni contexto que pueda justificar una injusticia. El homicidio, la desaparición forzada de personas o los apremios ilegítimos son, siempre y en toda circunstancia, condenables. Sin embargo, de lo anterior no se siguen dos juicios que se intenta imponer junto al solo hecho de que hubo acciones criminales: que todas las muertes, detenciones, interrogatorios, etc., fueron necesariamente injustos, y que, una vez concedida la existencia de injusticias, ya no es relevante el contexto y las circunstancias. Histórica y políticamente, el contexto y las circunstancias son cruciales para formular un juicio verdadero: no da igual si había, o no, grupos paramilitares armados que se opusieron a la acción de las FF. AA., si una muerte se produce en un enfrentamiento o en una ejecución sin juicio, si una detención se vincula con la persecución de una agrupación violentista o de intelectuales pacíficos. No da lo mismo que una parte de los partidos y agrupaciones que daban soporte a Allende hayan estado determinados a preparar la defensa armada del régimen, y a acelerar las condiciones de confrontación y de toma violenta y definitiva del poder. No es indiferente que en los primeros meses hayan caído muchísimos militares y civiles por la acción de grupos revolucionarios. Nada de esto justifica ninguna injusticia, pero el contexto y las circunstancias son histórica y políticamente relevantes. Y pueden mostrar, además, que no es tan fácil reducir todo lo que ocurrió a la injusticia, el abuso y la inhumanidad.

Es evidente que en los párrafos anteriores se traslucen mis propias opiniones sobre estas cuestiones. Pero no son ellas el objeto de esta columna, sino su carácter discutible: tengo buenos amigos de izquierda que están en completo desacuerdo conmigo, pero que admiten que hay, de hecho, un objeto de discusión. En la conversación con ellos he modificado y matizado mis propios juicios, y espero haberlos hecho pensar también a ellos. No es razonable esperar que todos los chilenos estemos de acuerdo sobre las causas y alcances de los acontecimientos del 11 de septiembre de 1973. Cada uno carga con su propia historia personal y familiar, su formación, sus experiencias y sus prejuicios. Pero sí que es razonable la aspiración de que la discusión no esté cancelada por unos dogmas histórico-morales que manipulan nuestra conciencia histórica.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el viernes 8 de septiembre de 2023. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.