Jugar con fuego



Jugar con fuego

Sergio Urzúa

A quién no le pasó de chico: pillado jugando con fósforos, ejemplar castigo parental. La reprimenda reprimía la peligrosa entretención. Y en su actuar, los progenitores recurrían a todos los recursos: “Sigues jugando con fuego y te vas a hacer pipí en la cama”, decían. Claro, la evidencia no valida tal intimidación, pero uno la asumió. Es que venía de quienes mandaban, perspectiva esencial para la sumisión natural tras la soberanía familiar.

¿Explica un generalizado derrumbe de la sumisión a la autoridad la violencia actual? Es temprano para aceptar tal catastrófica visión, pero hay cifras en determinados grupos que no hay que dejar pasar. Le cuento.

La última encuesta CEP consultó: “Me gustaría preguntarle sobre acciones que la gente hace para protestar contra algo que le parece injusto. ¿Con qué frecuencia Ud. justificaría participar de barricadas o destrozos como forma de protesta?”. Un no despreciable 19% de la población respondió “siempre”, “casi siempre” o “a veces”. La cifra, sin embargo, está influenciada por quienes tienen entre 18 y 30 años. Entre ellos, el porcentaje alcanzó 32%. Y si además se restringe a tener educación superior, escaló a un increíble 42%. “¿Provocar incendios en edificios y locales comerciales como forma de protesta?”. Similar: más del 12% de los sub-30 con estudios universitarios responde al menos “a veces”, el doble que en la población.

¿Habrá sido distinto ayer? En 2010, la misma encuesta consultó algo más moderado: “¿Aprueba o desaprueba que las personas realicen actos de violencia para lograr objetivos políticos?”. Las respuestas no sugieren grandes diferencias en función de edad o educación. De hecho, entre 18 y 30 años, el porcentaje que “desaprueba totalmente” era el mismo, independientemente de si se tenían estudios superiores o no.

El contraste en la década asombra y el fenómeno parece entonces reciente. A más educación, mayor justificación a la protesta violenta, ¡qué monumental contradicción! Y es que sería inimaginable que 20 años de inmensos esfuerzos del Estado por dar acceso a la universidad resultaran en tan inesperada situación. Bueno, quizás no tanto. A continuación una posibilidad.

En 1990, mientras los dueños de casa de los hogares chilenos se acercaban a los 9 años de escolaridad, los hijos entre 18 y 23 años recién superaban los 10. Es decir, en promedio, ni padres ni hijos habían terminado la media. Y claro, la cosa cambió. Actualmente jefes de hogar y parejas reportan 11 años de educación, mientras los hijos (18-23) reportan 13 (50% con estudios universitarios). ¿Cómo serán las dinámicas dentro de estos nuevos hogares con jóvenes universitarios, pero padres sin título secundario? ¿Harán ver los querubines una supuesta superioridad intelectual sobre sus progenitores? De hacerlo, ¿restará esto legitimidad a la autoridad paterno-filial? Y más importante, ¿trasuntará esto más allá del living del hogar y sobre la sumisión general a toda autoridad?

Muchos en Chile parecen convencidos de que jugar con fuego no tiene secuelas. Ojalá que ese relajo infantil no haga despertar al país en una cama mojada.