Jugar con fuego
Jugar con fuego
A quién
no le pasó de chico: pillado jugando con fósforos, ejemplar castigo parental.
La reprimenda reprimía la peligrosa entretención. Y en su actuar, los
progenitores recurrían a todos los recursos: “Sigues jugando con fuego y te vas
a hacer pipí en la cama”, decían. Claro, la evidencia no valida tal
intimidación, pero uno la asumió. Es que venía de quienes mandaban, perspectiva
esencial para la sumisión natural tras la soberanía familiar.
¿Explica un generalizado derrumbe de la sumisión a la autoridad la violencia
actual? Es temprano para aceptar tal catastrófica visión, pero hay cifras en determinados
grupos que no hay que dejar pasar. Le cuento.
La última encuesta CEP consultó: “Me gustaría preguntarle sobre acciones que la
gente hace para protestar contra algo que le parece injusto. ¿Con qué
frecuencia Ud. justificaría participar de barricadas o destrozos como forma de
protesta?”. Un no despreciable 19% de la población respondió “siempre”, “casi
siempre” o “a veces”. La cifra, sin embargo, está influenciada por quienes
tienen entre 18 y 30 años. Entre ellos, el porcentaje alcanzó 32%. Y si además
se restringe a tener educación superior, escaló a un increíble 42%. “¿Provocar
incendios en edificios y locales comerciales como forma de protesta?”. Similar:
más del 12% de los sub-30 con estudios universitarios responde al menos “a
veces”, el doble que en la población.
¿Habrá sido distinto ayer? En 2010, la misma encuesta consultó algo más
moderado: “¿Aprueba o desaprueba que las personas realicen actos de violencia
para lograr objetivos políticos?”. Las respuestas no sugieren grandes
diferencias en función de edad o educación. De hecho, entre 18 y 30 años, el
porcentaje que “desaprueba totalmente” era el mismo, independientemente de si
se tenían estudios superiores o no.
El contraste en la década asombra y el fenómeno parece entonces reciente. A más
educación, mayor justificación a la protesta violenta, ¡qué monumental
contradicción! Y es que sería inimaginable que 20 años de inmensos esfuerzos
del Estado por dar acceso a la universidad resultaran en tan inesperada
situación. Bueno, quizás no tanto. A continuación una posibilidad.
En 1990, mientras los dueños de casa de los hogares chilenos se acercaban a los
9 años de escolaridad, los hijos entre 18 y 23 años recién superaban los 10. Es
decir, en promedio, ni padres ni hijos habían terminado la media. Y claro, la
cosa cambió. Actualmente jefes de hogar y parejas reportan 11 años de
educación, mientras los hijos (18-23) reportan 13 (50% con estudios
universitarios). ¿Cómo serán las dinámicas dentro de estos nuevos hogares con
jóvenes universitarios, pero padres sin título secundario? ¿Harán ver los
querubines una supuesta superioridad intelectual sobre sus progenitores? De
hacerlo, ¿restará esto legitimidad a la autoridad paterno-filial? Y más
importante, ¿trasuntará esto más allá del living del hogar y sobre la sumisión
general a toda autoridad?
Muchos en Chile parecen convencidos de que jugar con fuego no tiene secuelas.
Ojalá que ese relajo infantil no haga despertar al país en una cama mojada.