¿Nueva constitución…se justifica y necesita realmente???
¿Nueva constitución…se justifica y necesita realmente???
La respuesta a la pregunta es obvia, si se aprueban las indicaciones de los republicanos, podría ser….
Tratados de Derechos Humanos y Constitución (y II)
Por Max Silva Abbott
En la columna anterior, se abordaban algunos de los problemas que genera el colocar a los tratados de derechos humanos al mismo nivel de la Constitución. Dada la importancia crucial de este tema, se abordará nuevamente dicha materia en esta oportunidad.
La teoría de la incorporación de los tratados de derechos humanos al bloque de constitucionalidad dice que al considerarse al mismo nivel de la Carta Fundamental, los tratados se convertirían en una especie de “apéndice” de la misma, enriqueciendo el catálogo de derechos humanos ya contemplado, lográndose así una mejor protección a su respecto.
Sin embargo, lo que realmente ocurre, es que termina siendo el Derecho internacional quien toma la batuta en esta cuestión, o sea, se convierte en el referente para el accionar del Estado, aunque no se sepa o no haya sido esa la intención inicial, entre otras, por dos razones.
La primera, es que para sus defensores, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos sería superior al nacional, entre otras cosas, por defender algo absolutamente imprescindible para el mundo actual: los derechos humanos, sea lo que fuere que se entienda actualmente por los mismos.
De esta forma, debiera ser siempre el Derecho nacional quien tendría que adaptarse a los criterios internacionales y no lo contrario. Por tanto, los Estados estarían obligados a hacer todos los esfuerzos posibles para ponerse a tono con estos criterios, pues en el fondo, sus partidarios consideran que sólo así sería realmente legítimo. O si se prefiere, el contenido de los ordenamientos nacionales se encontraría bajo una permanente sospecha, a menos que se amolde a los estándares internacionales.
La otra razón, dependiente de la anterior, es que para sus defensores, los criterios internacionales son sólo el “estándar mínimo” en cuanto a la protección que debe otorgarse a los derechos humanos. Por lo tanto, a los Estados sólo les quedaría la tarea de igualar, humilde y obedientemente este estándar, y ojalá superarlo. Con lo cual, jamás podrían oponerse al mismo, según se ha dicho.
En consecuencia, lo que termina ocurriendo, aunque no se diga, es que acaba siendo el Derecho nacional el que giraría y tendría que adaptarse sumisamente al internacional, pese a que este último evoluciona muy rápido (de hecho, podría decirse que actualmente, los derechos humanos se encuentran en una permanente construcción y reconstrucción), y además, su actividad no está controlada por nadie, al no existir ni de lejos en el ámbito internacional algo parecido a una división de poderes, a un sistema democrático o a un estado de derecho. Todo lo cual es una auténtica revolución dentro del ámbito jurídico.
Lo anterior haría así, que el “centro de gravedad” del contenido considerado legítimo se vaya trasladando desde las instancias nacionales a las internacionales, quienes llevan la voz cantante en este proceso. Sin embargo, la ciudadanía no tiene ninguna injerencia sobre la labor de los organismos encargados de esta cuestión (cortes, comités y comisiones internacionales), e incluso ignora por regla general su existencia y la notable influencia que pretenden tener sobre los asuntos de su propio país, afectando notablemente su soberanía, su autodeterminación, su democracia e incluso su potestad constituyente.
¿Se comprenden realmente los increíbles alcances que todo esto conlleva?
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.
Las enmiendas de la derecha ¿“partisanas” o “identitarias”?
Por Vicente José Hargous
Han pasado algunos días desde que los miembros del Consejo Constitucional presentaron sus enmiendas al anteproyecto de la Comisión Experta. No faltaron los comentarios críticos, sobre todo desde el mundo liberal, tanto de izquierda como de derecha.
Ciertas voces han señalado que las enmiendas de la derecha –especialmente las presentadas desde el Partido Republicano– serían “enmiendas identitarias”, expresión de una identidad política determinada, con un enfoque que imposibilita los acuerdos transversales, que institucionaliza una hegemonía específica… En suma, se estaría cayendo una vez más en el error político cometido por la Convención, que culminó con su fracaso aplastante del 4 de septiembre. Además, se ha insinuado que de esta manera se pasaría la aplanadora: incluso algunos han dicho que algunas enmiendas se contradicen expresamente con las bases del acuerdo que inició este proceso.
Es fácil desacreditar al adversario con el argumento de ser “ultra” o “extremo”, y con una mayoría republicana era esperable que eso ocurriera con cualquier enmienda que se presente, a menos que hubiesen dejado intacto el texto de los expertos.
Pero si vamos al texto mismo de las enmiendas, comprobaremos que no se trata de enmiendas extremas, ni de normas que imponen un determinado modo de vida sobre el resto de las personas. Se trata, simplemente, de una visión política legítima. Y esa es la principal falacia del liberalismo político, que se alza a sí mismo sobre el pedestal de ser la única visión política neutral, cuando en realidad se trata de una ideología plagada de sesgos y que inevitablemente produce consecuencias sociales. Un informe publicado por el CEP señala que las enmiendas tienden a “devaluar la actitud democrática liberal de defensa de la autonomía individual frente a la opción de opciones sustantivas”. ¿No es acaso la perspectiva liberal sobre la “autonomía individual” una opción sustantiva también? En realidad, sí lo es. Y es que la neutralidad normativa pura no existe: lo fáctico en cuanto comprendido no es totalmente escindible de su dimensión axiológica.
Los liberales quizás sostienen que no es igual, porque el liberalismo deja a cada individuo elegir su propio modelo, pero ¿por qué habríamos de asumir que no existe un bien común más allá de la convivencia entre individuos aislados? ¿Por qué hemos de promover activamente un modelo individualista en desmedro de una visión social diferente? Es verdad que la sociedad de hecho ha cambiado, pero la pregunta no es si ha cambiado o no, sino si esos cambios son positivos o negativos y si queremos profundizarlos o cambiar de rumbo. Y esa decisión es política. No hay neutralidad: las políticas públicas conformes con dicho individualismo producen ciertas consecuencias sociales. Hace varios años Gonzalo Vial profetizaba nuestra crisis por dejar de lado la promoción pública de la familia, esa “especie en peligro de extinción”, como él mismo reconocía, crisis que se materializa en los índices de drogadicción, criminalidad, suicidios, embarazo adolescente y muchas otras variables.
Por otra parte, las críticas lanzadas desde el mundo de la izquierda adolecen del mismo problema, pero sazonadas de una deshonestidad política mayúscula. En efecto, resulta llamativa la demonización que se hace respecto de la derecha (ojo que en esto la crítica también apunta a la centroderecha, y no sólo a republicanos). Porque cuando el progresismo ha propuesto sus banderas en la Comisión Experta (donde no era posible la crítica circense de la Convención) todo se encontraría en “la línea de los estándares internacionales”, todo sería un “avance en materia de derechos humanos” o la construcción de una “sociedad más igualitaria”… O sea, sin ninguna justificación, una línea axiológica –la de ellos– cristalizaría los principios mínimos de una sociedad democrática, mientras que otra debería dejarse a la deliberación democrática posterior.
¿Por qué sería loable la “imposición” de un modelo de sociedad en la Constitución cuando se trata del autonomismo liberal –imposición del individualismo– o del progresismo frenteamplista –imposición del nuevo-izquierdismo–, pero sería “identitario” y extremo en el caso de las enmiendas presentadas por las bancadas de la derecha?
Nadie ha propuesto medidas de discriminación arbitraria, ni coaccionar a la gente a convertirse al cristianismo o a tener muchos hijos, ni nada parecido. Apuntar socialmente a ciertos fines no impide a liberales y progresistas vivir su vida privada igual que hacen hoy. Simplemente se plantea una mirada del bien común y de la persona, que deberá ser discutida por los consejeros. Los críticos pueden estar en desacuerdo con las enmiendas planteadas por las bancadas de la centroderecha o del Partido Republicano, pero pretender desacreditarlas por “partisanas” o “identitarias” –como si otras no lo fueran– es, por lo menos, un acto de deshonestidad intelectual.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el domingo 2 de agosto de 2023.