POLÍTICA Y GOBIERNO:



POLÍTICA Y GOBIERNO:

ESPECIAL SOBRE JEANNETTE JARA:

JEANNETTE JARA Y LA POLÍTICA SALARIAL DE ALLENDE
15 julio, 2025

Por Sebastián Edwards

Carlos Peña tiene razón cuando pide una discusión racional sobre las elecciones presidenciales. Un debate “serio” debe empezar con las siguientes preguntas: ¿Lo que sugiere cada candidato ha sido implementado alguna vez en la historia? Y, si la respuesta es “sí”, ¿cuáles fueron los resultados de esa política?
En lo económico, las propuestas centrales de Jeannette Jara son dos: Un aumento del salario mínimo (ahora llamado salario vital), de 539 mil a 750 mil pesos, y una política que fomente la “demanda interna”. Ambas medidas fueron parte de la política económica de Salvador Allende. Y como se sabe (o debiera saberse), ese experimento terminó mal. Los salarios reales se derrumbaron, la producción de la industria y del agro colapsó, el desabastecimiento se generalizó, el valor del dólar se fue a las nubes, y la inflación superó el 600%.
El 27 de noviembre de 1970, el ministro de hacienda Américo Zorrilla anunció que el salario mínimo subiría de 12 a 20 escudos diarios, un aumento del 67%. Una vez descontada la inflación, se esperaba un incremento real del 45%. La propuesta de Jeannette Jara es subir el salario mínimo en casi 40%. En esto, hay una gran similitud entre los dos programas.
El programa de 1970 fue preparado por Pedro Vuskovic y Gonzalo Martner, quienes se referían afectuosamente al texto como “El Muñeco”. Escribió Martner que el gran motor del desarrollo sería “la demanda interna, lo que implicaba pasar de un crecimiento hacia afuera a otro hacia adentro; generar actividad industrial propia”. Otra gran similitud con el programa de Jara.
Según el plan, el ajuste salarial (Ley 17.416) sería complementado con un incremento de la inversión pública, y una mayor liquidez proporcionada por el Banco Central y la banca nacionalizada. Las empresas responderían aumentando su producción y ofreciendo más bienes de consumo masivo. La inflación rebelde se domaría con un sistema de controles de precios. El programa se coronaba con la nacionalización del cobre, una profundización de la reforma agraria, y la nacionalización de 91 grandes empresas, las que, sumadas a las empresas Corfo, formarían el Área de Propiedad Social.
Se esperaba un círculo virtuoso. El Estado usaría las utilidades del cobre y de las empresas nacionalizadas para financiar programas sociales y salarios aún más altos, generando una nueva ronda de expansión económica y mayor bienestar.
Durante la primera mitad de 1971, la estrategia pareció funcionar. Los salarios reales aumentaron significativamente, el crecimiento del PIB real fue del 9%, y la inflación se contuvo en un 22% (había sido del 35% en 1970). Sin embargo, se trataba de “pan para hoy y hambre para mañana”. Detrás de esas cifras se acumulaban desequilibrios y nubarrones. El 16 de noviembre de 1971, el ministro Zorrilla reconoció que se estaban produciendo “insuficiencias en el abastecimiento de algunos productos de consumo corriente”.
En 1972 la estrategia de “El Muñeco” empezó a colapsar. La inflación se disparó ¯en abril ya era 60%¯, el déficit fiscal se cuadruplicó y fue financiado mediante la emisión de dinero. Una huelga nacional liderada por los dueños de camiones dejó a la economía moribunda. Además, el mercado negro se generalizó y los dólares desaparecieron. La respuesta del gobierno fue más controles, tipos de cambio múltiples, nuevas nacionalizaciones, y nuevos aumentos salariales. En enero 1972 el salario mínimo subió en otro 50%, y en octubre se volvió a aumentar en 110%.
En vez de “círculo virtuoso” tuvimos una espiral de inflación, mercados negros, violencia y penurias. Los salarios subían y la inflación los seguía, hasta sobrepasarlos. En agosto de 1973, la inflación de 6 meses, anualizada, superó el 1.200%.
Al final, los salarios reales, piedra angular de “El Muñeco”, se “fueron a pique”. En septiembre de 1973, el salario mínimo real era 17% más bajo que cuando el gobierno se inició, y menos de la mitad del nivel alcanzado en marzo de 1971.
Desde luego, las circunstancias actuales son diferentes a las de 1970. Hoy el Banco Central es independiente y no financiaría al gobierno. Además, la economía compite en mercados internacionales. En vez de inflación desatada, lo que veríamos bajo la “estrategia Jara” sería un salto en el desempleo, una mayor deuda pública, y tasas de interés mucho más altas. El punto es que malas políticas crean desequilibrios insostenibles que revientan por alguna parte, ya sea como inflación, desempleo o devaluaciones. Y los que sufren son, siempre, los más pobres.
Dicen que Jara va a cambiar su programa, y que busca un economista respetado que lidere su equipo económico. No sé si será así. Pero, sobre la base de un análisis histórico, estoy convencido de lo siguiente: lo que le hemos escuchado hasta ahora es altamente preocupante.

Publicado por El Mercurio

 

COMUNISMO “BUENA ONDA”


POR GONZALO CORDERO

Apenas realizada la elección primaria del oficialismo comenzó la expresión de una seguidilla de opiniones que apuntan a quitar toda importancia al hecho de que la candidata ganadora sea militante del Partido Comunista, colectividad desde la que ha desarrollado toda su vida política.
Más o menos, nos dicen que da lo mismo que eso de “meter cuco” con el PC es algo de otra época, que ya no estamos en la Guerra Fría, que el mundo es otro y que ella –Jeannette Jara– sería una expresión distinta. Sus atributos blandos nos darían garantía de que su adhesión al partido de la hoz y el martillo, de Stalin y del castrismo, es solo una suerte de referencia romántica, pero ella es –cómo dudarlo– una buena persona, democrática y tolerante. Un liderazgo de centroizquierda.
Poco falta para que nos digan, como ya nos dijeron del Presidente Boric, que es heredera de Patricio Aylwin. Por cierto, a nadie se le puede ocurrir plantearse como anticomunista sin ser mirado con inquisitivos ojos escrutadores que hacen de esa definición intelectual algo equivalente a ser racista.
Nada de esto es razonable, ni menos creíble, pues militar en el Partido Comunista no es un hecho trivial, es una definición de la que es inevitable hacerse cargo, tanto por su ideario, como por su historia. En el fondo, no se puede ser comunista y ser tratado como si de ello no se derivara la necesidad de ser cuestionado por la incompatibilidad que existe entre su proyecto político, su concepción del ser humano y su ideal de sociedad, con la libertad individual, la democracia y el estado de derecho, alrededor de los cuales se organizan las sociedades occidentales.
Eso no es “ponerse grave”, no es discriminar civilmente a nadie, ni menos alentar alguna forma de violencia. Es simplemente ejercer el mismo cuestionamiento al que se somete a cualquier persona que aspira a gobernar el país. ¿Cuántas veces hemos visto que se exige a políticos católicos definir si pretenderán imponer sus convicciones al resto de la sociedad? Pregunta que, desde luego, me parece pertinente y válida; pero hace evidente la inconsistencia de sostener que preguntas semejantes no se podrían formular respecto de la adhesión a la ideología comunista.
El que opta por militar y hacer política desde el PC asume su proyecto, sus objetivos, su dialéctica y su historia. No se puede pretender que eso sería algo así como una opción personal, propia de la vida privada, ni tampoco que bastaría su calidad de representante de una coalición de varios partidos para diluir su identidad y eximirse del cuestionamiento que es consustancial a la democracia.
No existe eso que podríamos llamar una suerte de “comunismo buena onda”, ni puede obviarse el hecho de que se trata de una ideología internacional, cuyas ideas han gobernado y gobiernan actualmente en otras sociedades, con los resultados que conocemos. No basta decir “yo postulo a gobernar Chile, no otros países”. Demasiada barbarie, demasiadas mazmorras, demasiadas víctimas y regímenes totalitarios lo impiden.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera el sábado 5 de julio de 2025.

 

 

 

¿JARA Y EL PC A LA CABEZA DEL ESTADO? ES COSA DE IMAGINARLO


POR SERGIO MUÑOZ RIVEROS

Chile se encamina hacia una definición política tan trascendental como la del plebiscito del 4 de septiembre de 2022, cuando una amplia mayoría ciudadana rechazó el proyecto de Constitución avalado por Boric y Bachelet. Aquella decisión salvó a la nación de una fractura de alcance histórico. Si el proyecto refundacional hubiera prosperado, habría sobrevenido un dislocamiento institucional, económico y social que, probablemente, habría conducido a una confrontación violenta.
La historia de aquel extravío no puede omitir el papel jugado por el Partido Socialista, el Partido por la Democracia, el Partido Radical y la Democracia Cristiana desde los tiempos en que formaron en el Congreso la “bancada por la Asamblea Constituyente”, germen del populismo constitucional que después llegó al delirio en la Convención.
Siguiendo al PC y al Frente Amplio, debilitaron la democracia real en nombre de una democracia imaginaria. Frente al plebiscito de 2022, cerraron los ojos ante los riesgos generados por su propia desidia e inventaron una fórmula risible: “Aprobar para reformar”. Fue el recurso con el que buscaron ganarse la confianza de Boric y conseguir mayor espacio dentro de su gobierno.
Tuvieron suerte los exconcertacionistas. Gracias al fracaso del experimento y a que se mantuvieron las normas constitucionales que protegen el orden democrático, pudieron asumir nuevos cargos en el gobierno y poner cara de “aquí no ha pasado nada”. Con el tiempo, llegaron a ufanarse de haber tomado el control del barco y hasta reclutado al capitán. Hasta el 29 de junio, el día de la primaria, sentían que había valido la pena tragar muchos sapos, ya que en La Moneda todos se presentaban ahora como socialdemócratas.
La primaría, sin embargo, mostró que estaban completamente engañados. Convirtieron los enjuagues electorales en su única doctrina, y ahí está el resultado. Ahora, le piden el PC que les garantice algunos cupos parlamentarios y que acepte incorporar una que otra idea al programa económico de Jeannette Jara. Es el último acto de su bochornosa rendición. Ante el nuevo cuadro, aplican un criterio de apariencia religiosa: si un representante del PC asume la Presidencia de la República, que sea lo que Dios quiera.
En los últimos 6 años, Chile resistió la ofensiva combinada de la violencia callejera y la demagogia parlamentaria, no sucumbió ante el golpismo de izquierda y fue capaz de frenar a los refundadores y los oportunistas que los acompañaron. Incluso pudo resistir las torpezas de un gobernante improvisado, aunque al precio del debilitamiento de la institución presidencial. Es obligatorio sacar enseñanzas de todo ello.
No estamos condenados a tropezar con las mismas piedras ni a seguir a quienes promueven atajos insensatos hacia cualquier parte. Podemos neutralizar a los sectarios incombustibles de izquierda y de derecha, e impedir que nos lleven a un callejón sin salida. Para ello, tenemos que sostener sin vacilaciones los principios y reglas que hacen posible la vida en democracia, lo que implica rechazar las veleidades frente a la violencia política y el terrorismo.
La mayor exigencia ciudadana es orden y seguridad, combate resuelto al crimen organizado y protección eficaz de la población con todos los recursos del Estado. Junto a eso, es imperioso llevar adelante un vigoroso programa de reactivación económica y creación de empleos, volver a poner el foco en la reducción de la pobreza, que ronda el 20% de la población. Se requiere mejorar sustancialmente la salud y la educación públicas, y elevar la cooperación público-privada para potenciar la inversión y la innovación. Es necesario combatir la corrupción en todos los niveles. Quien represente mejor tal perspectiva, merecerá el apoyo de los electores.
No hay espacio para la indolencia. Ya pagamos un alto precio por ello en octubre de 2019. Por desgracia, quienes sostienen en estos días que el antiguo miedo al comunismo es anacrónico y no tiene justificación, pierden de vista que el anacronismo es precisamente el núcleo del problema. El viejo ilusionismo revolucionario, falsamente redentor, sobre cuyo catastrófico balance en el mundo no debería haber dudas, asoma ahora en la elección presidencial con cara sonriente. Frente a ello, solo queda ponerse serios.
La hipotética continuidad de la actual coalición de gobierno solo agravaría los problemas nacionales. Más allá de los cambios de ropaje y las escenificaciones de campaña, proponer que Jara suceda a Boric equivale a creer que, dado que la medicina que se le dio al enfermo no dio buenos resultados, hay que aumentar la dosis. O deducir que el izquierdismo de Boric no fue suficiente, y que ahora corresponde que el PC de Carmona y Jadue se instale como fuerza dirigente del Estado.
¿Se justifica describir en estos términos la amenaza que enfrentamos? Definitivamente, sí.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Ex-Ante el domingo 13 de julio de 2025.

 

 

COMUNISMO Y DEMOCRACIA


POR JOSÉ MANUEL CASTRO

La victoria de Jeannette Jara en las primarias presidenciales del oficialismo ha vuelto a instalar una vieja pregunta en el debate político chileno: ¿es compatible el comunismo con la democracia? Esta interrogante remite a una tensión persistente en la historia política nacional, marcada por distintas comprensiones y disputas en torno al significado mismo de la democracia.
Desde su formulación en la segunda mitad del siglo XIX, el comunismo surgió como una crítica radical a la democracia liberal. Su horizonte era la supresión de la propiedad privada y de las clases sociales, lo que exigía —según sus teóricos— la destrucción del “Estado burgués” y la implantación de una “dictadura del proletariado”. La democracia liberal, con su división de poderes, pluralismo político y garantías individuales, fue juzgada por el comunismo como una máscara de dominación capitalista. De ahí que la tarea del comunismo no consistía en luchar por mejorar o corregir la democracia liberal, sino por reemplazarla.
Como mostró la historia del siglo XX, el experimento comunista se tradujo en el establecimiento de dictaduras y regímenes autoritarios de partido único, donde la centralización del poder, la eliminación del pluralismo político y la represión de la disidencia eran vistas como necesarias para alcanzar la sociedad sin clases. Los casos de la Unión Soviética, China, Cuba o Corea del Norte pueden ser comprendidos no como desviaciones accidentales del proyecto comunista, sino como parte de su experiencia histórica real.
En América Latina, sin embargo, la trayectoria del comunismo ha sido más ambigua. A la experiencia de Cuba se agrega el caso de Chile, donde el Partido Comunista participó tempranamente del juego electoral y adoptó una actitud institucional, aunque su inserción en la democracia representativa tuvo un carácter marcadamente instrumental. Su presencia en el sistema democrático no implicó una adhesión plena a sus principios, sino el uso de sus mecanismos para avanzar hacia un modelo distinto de democracia, definido como “popular”.
El caso más elocuente de esa ambigüedad fue el gobierno de la UP: entre 1970 y 1973 el PC protagonizó un proceso que buscaba una transformación radical de la democracia, el Estado y el régimen de propiedad, operando dentro del marco formal de la Constitución de 1925 pero sin renunciar a los principios revolucionarios del marxismo-leninismo. Esta ambigüedad quedó bien expresada en las definiciones de Luis Corvalán, entonces secretario general del partido, quien en su libro Camino de Victoria (1971) sostuvo que la “vía chilena” al socialismo no excluía el uso de diversos medios violentos, que debían ser entendidos como “parte de un proceso revolucionario que se desarrolla por la vía pacífica”.
Desde los años 90, el PC chileno ha mantenido esa ambigüedad. Por un lado, el partido ha logrado habitar la legalidad, articulando su proyecto dentro de los márgenes del orden democrático, ampliando progresivamente su presencia parlamentaria y asumiendo crecientes responsabilidades de gobierno desde Bachelet II.
Sin embargo, como evidenciaron las definiciones de Guillermo Teillier ante el “estallido social” de 2019 y el proceso constituyente, su inserción en el movimiento social no se limitaba a canalizar demandas dentro del sistema, sino a tensionar y desbordar los marcos institucionales de la democracia representativa, con miras a establecer un nuevo modelo político. El PC vio en los sucesos de octubre de 2019 un posible cambio en la “correlación de fuerzas”, que abría la oportunidad no solo de propiciar la caída del Presidente Piñera, sino de empujar la construcción de un nuevo orden político.
¿Cuál es esa democracia a la que aspiran los comunistas chilenos y con la que esperan reemplazar a la democracia representativa? La respuesta remite a la noción de “democracia popular”, en la que las decisiones emanarían de un poder “desde abajo” —asambleas populares, movimientos sociales, “territorios”— más que de mecanismos representativos y contrapesos institucionales. El respaldo a regímenes como el cubano ofrece pistas sobre esa conceptualización.
Para el PC chileno, Cuba no es una dictadura, sino una “democracia popular” —o una democracia especial, “distinta de la chilena”, como ha aseverado la propia Jara— que adopta formas alternativas a la democracia representativa. En la práctica, el modelo cubano consiste en un sistema de partido único, sin elecciones libres ni separación de poderes, donde la soberanía no reside en ciudadanos autónomos, sino en “órganos revolucionarios” que expresarían la voluntad del pueblo.
En el escenario presidencial actual, la candidatura de Jeannette Jara reabre un debate conceptual de fondo: no solo sobre las políticas que se proponen o el carisma de los candidatos, sino sobre qué entendemos por democracia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el jueves 10 de julio de 2025.

 

 

NO ES MIEDO, ES REFLEXIÓN Y MEMORIA


Por Iris Boeninger 

Por más que se suspenda, se congele o se disimule, una militancia no se borra con un gesto táctico de campaña. Menos aún cuando esa militancia comenzó a los 14 años, se sostuvo durante casi cuarenta, y ha sido parte central de una trayectoria política marcada por esa coherencia ideológica.
Jeannette Jara no es una figura neutra. No es una outsider ni una técnica sin pasado político. Es militante activa del Partido Comunista desde la adolescencia, ex dirigente estudiantil, ministra del Trabajo, y protagonista del eje más ideologizado del gobierno de Gabriel Boric. Tratar hoy de relativizar su historia o presentar su militancia como un “detalle de biografía” es, simplemente, tomar al electorado por ingenuo.
El intento de Daniel Jadue por anunciar, por su cuenta, que Jara suspendería su militancia comunista, generó un terremoto interno. Lautaro Carmona lo corrigió de inmediato: la decisión debe tomarse colectivamente y con la candidata presente. La propia Jara lo reafirmó: “ese tema no ha estado sobre la mesa” de su comando, y será ella, y solo ella, quien informe si se toma alguna medida.
Pero más allá de ese enredo, la pregunta de fondo es otra: ¿por qué se pretende disimular una militancia que ha sido bandera de lucha y orgullo por décadas? ¿Qué hay detrás de este esfuerzo por restarle peso a una identidad política que, hasta hace poco, era defendida como carta de presentación?
El Partido Comunista chileno no ha sido espectador en los últimos años. Ha sido actor central de algunos de los episodios más polarizantes de nuestra historia reciente: avaló el octubrismo, promovió una propuesta constitucional refundacional ampliamente rechazada, relativizó la violencia callejera, normalizó los discursos que justificaban la destrucción como herramienta política, y Jeannette Jara fue incluso abogada de la primera línea, defendiendo judicialmente a quienes protagonizaban enfrentamientos directos con Carabineros.
Hablar de todo eso no es hacer “campaña del miedo”. Es hablar con la verdad. Es recordar hechos. Es situar a los actores políticos en el contexto completo de sus decisiones. Cuando un partido y su figura más visible aspiran a la presidencia, tienen el deber de responder por esa historia.
En su carta publicada el 4 de julio, Cristián Warnken advirtió sobre el “fantasma de la orfandad del votante moderado”, ese ciudadano que ya no se siente representado ni por los extremos ni por las fórmulas emocionales que dominan el debate. Menciona que Jeannette Jara no es una figura neutral. Lució un chaleco con la imagen del Perro Matapacos, símbolo icónico del octubrismo más virulento, en una actividad política pública. Eso no fue un descuido inocente: fue una adhesión política directa. Ese símbolo encarna no la protesta legítima, sino la violencia justificada, la quema del Metro, iglesias, bibliotecas, ataques a comisarías, destrucción del espacio público y confrontación directa con Carabineros.
Además, Jara actuó como abogada de la primera línea, defendiendo judicialmente a manifestantes que participaron en enfrentamientos violentos con la fuerza pública. Nunca ha condenado de manera enfática la violencia callejera perpetrada durante el estallido social. Su silencio, su vestimenta y su historia pública comunican una misma línea: una adhesión sin resquicios a un relato radical que romantiza la destrucción y desprecia la institucionalidad.
Y eso tiene consecuencias. Para el votante moderado –ese al que Warnken nombra–, ese gesto basta. Porque quien aspira a gobernar no puede aliarse simbólicamente con íconos de la violencia, vestirlos como emblema y luego pretender hablar de unidad o convivencia democrática. Una candidata que abraza sin distancia elementos del octubrismo –y calla frente a la destrucción real cometida en su nombre– pierde legitimidad para hablar de paz y gobernabilidad democrática.
Ese mismo día, Carlos Peña publicó una columna en la que denunciaba el uso del miedo como herramienta electoral. El miedo, dice, anula la deliberación, impide pensar. Tiene razón. Pero aquí no hay miedo. Hay memoria. Hay datos. Hay coherencia.
¿Es miedo decir que Jara ha sido parte de un proyecto político que defendió la violencia como forma de presión social? ¿Es miedo señalar que el PC ha relativizado sistemáticamente los derechos humanos cuando no conviene al relato propio (Venezuela, Nicaragua, Cuba)? No. Es verdad. Y la democracia necesita verdades incómodas más que eufemismos convenientes.
Suspender una militancia puede ser una jugada electoral. Pero no borra una biografía. No resuelve las contradicciones de fondo. No construye puentes hacia la ciudadanía que exige certezas, no silencios.
Jeannette Jara no debe esconder su historia. Debe hacerse cargo de ella. Y el país, especialmente el votante moderado, debe tener el derecho a evaluar esa trayectoria con la información completa sobre la mesa.
Porque en política no todo se disuelve en campaña. Y porque no es miedo hablar de lo que ha pasado: es tener memoria democrática.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el lunes 7 de julio de 2025

 

¿ES IRRELEVANTE QUE SEA COMUNISTA?


POR FRANCISCO JOSÉ COVARRUBIAS

Ya se ha escrito profusamente. Unos advierten los riesgos del comunismo. Otros consideran que aquello es “tonto” e “irracional”. Unos dicen que es incompatible con la democracia liberal. Otros consideran que aquellos son temores ridículos.
Y en los próximos meses esa discusión solo se acrecentará. Mal que mal, el titular en todos los medios de prensa internacionales fue “candidata comunista gana primaria de la izquierda en Chile”. Lo que estamos viendo en Chile es una rareza a nivel mundial.
Una más.
Algunos han dicho que el anticomunismo no será relevante como un movilizador. No parece pensar lo mismo la candidata, que ha buscado “descomunizar” su campaña.
Frente a ello surgen dos preguntas: ¿Es creíble la distancia del partido que marca Jeannette Jara? Y la segunda es: ¿es irrelevante que su filiación sea comunista?
Frente a la primera pregunta, la respuesta parece ser clara. Sus asesores fueron todos de las entrañas del partido. O ¿en qué momento Barraza, Bárbara Figueroa o el propio hijo de Carmona (jefe programático) representan una visión díscola al interior del partido? La candidata Jara jamás ha criticado las posiciones del partido que milita desde los 14 años, en la que se reivindica la lucha de clases y el marxismo leninismo. Jamás ha criticado las posiciones oficiales del partido en torno a las sangrientas dictaduras que ha encabezado el partido.
Es más: en el aniversario del PC, hace pocos días en el Caupolicán, Jeannette Jara habló en un escenario cuyo dibujo de fondo era el helicóptero que rescató a los asesinos de Guzmán. ¿Esa es la candidata díscola?
Así las cosas, lo del PC se parece cada vez más a la novela El doctor Jekyll y el señor Hyde. Una misma persona con dos identidades completamente distintas. Y lo de Jara parece reducirse simplemente a una cosa de formas. No hay tal fractura del partido. No hay dos visiones. No existe el discolaje. No hay una visión crítica. Cualquier afán de esconder las banderas rojas ha sido gatillado por la estrategia, por no asustar al electorado de centro, pero no por la convicción. Su alejamiento del partido es netamente instrumental.
El triunfo en la primaria incluía una serie de medidas económicas aberrantes (dicho por el propio Nicolás Eyzaguirre, no por Libertad y Desarrollo). Pero resulta que ahora se van a “resetear”.
Se podrá resetear un archivo. Lo que no se pueden resetear son las convicciones.
El marxismo tiene una concepción de la historia, ordenada hacia un fin que es la creación de una sociedad comunista. Adaptado de Hegel, cree en un fin de la historia que permitirá el surgimiento del “hombre nuevo”. La lucha de clases es un motor y las contradicciones de clase el gatillador de la revolución.
¿Ha renunciado Jara a ello? Definitivamente no.
La segunda pregunta es: si se acepta que es la candidata es comunista, ¿ello es irrelevante?
La respuesta es categóricamente no. El Partido Comunista es la expresión de la “izquierda cavernaria”.
Jeannette Jara ha insistido en diversos foros que no tiene un modelo externo. Que lo que se busca es crear el propio modelo para Chile. Tal como lo dijo en su momento Jadue. Tal como lo hizo el propio Allende. Algo así como la nueva versión de la “revolución con empanadas y vino tinto”. Sin embargo, ese modelo tiene un guion clarísimo y no es más que la vieja receta tantas veces usada y de tan dramáticas consecuencias.
Basta recordar que hace solo seis años el Parlamento de la Unión Europea, por contundente mayoría, situó oficialmente al comunismo al mismo nivel que el nazismo: “ambos regímenes cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones, y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad a una escala hasta entonces nunca vista en la historia de la humanidad”.
Ciento cincuenta años de historia permiten emitir un juicio sobre el comunismo. No se trata de caer en la burda consigna de que los comunistas se comen las guaguas (como falsamente se dijo en los años 30 en Europa).
Lo que los comunistas se han comido, durante décadas, son las democracias.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el sábado 12 de julio de 2025.

 

JEANNETTE JARA Y EL PUEBLO


JUAN LAGOS

Sabiendo que con la bandera del Partido Comunista es imposible convocar a las mayorías, los partidarios de Jeannette Jara han optado por presentarla como una figura cercana, surgida desde abajo. Han tratado de instalar la idea de que su origen social, por sí solo, la convierte en una representante legítima del Chile profundo. Pero detrás de esa puesta en escena hay una verdad incómoda: Jeannette Jara no es una outsider que emergió desde abajo, sino una figura que ha hecho toda su carrera dentro de la maquinaria del Partido Comunista, respaldada por redes políticas y cargos públicos. Ha sido parte de esa casta privilegiada de funcionarios que ha convertido el Estado en su plataforma personal, viviendo a costa de los millones de chilenos que, con su esfuerzo diario, financian el aparato que la sostiene.
El encargado de resumir esta operación de blanqueo fue Eugenio Tironi, quien afirmó: “Jara es Conchalí, clase baja que logra salir adelante, que trabaja en el Estado, que es dirigente sindical y que representa –desde el momento en que no la ve, cómo se para y cómo se peina– al mundo popular chileno y lo que fue la historia de esfuerzo, de solidaridad y de mérito de los comunistas, todo lo demás: arroz graneado”. De esta afirmación se pueden sacar al menos dos conclusiones: una falsa apreciación de lo popular, proveniente de una visión profundamente clasista, y una idealización distorsionada que romantiza el historial del Partido Comunista.
El clasismo de esta frase es evidente. Para Tironi, basta con que una persona sea de una comuna distinta a las cuatro por las que debe deambular para convertirse en símbolo del pueblo chileno. No debería sorprendernos esta mirada, viniendo de quien hace años no encontró mejor forma de destacar la masificación del uso de las carreteras que escribiendo que le costaba encontrar las figuras rubias, esbeltas y con dockers de antaño, porque ahora la mayoría eran –en sus palabras– morenos, bajos, algo entrados en carnes, con camisetas de la U o de Colo-Colo, que salían de los baños con la cabeza mojada antes de reingresar a sus pequeños vehículos. Una postal que, lejos de retratar una masificación de los espacios, delata una incomodidad clasista ante la presencia de compatriotas en lugares que antes se consideraban reservados para otros.
Se trata de una mirada condescendiente que reduce la identidad popular a rasgos estéticos y a clichés biográficos. Como si representar a millones de chilenos fuera cosa de actitud corporal o dirección de nacimiento. Las clases bajas y medias de nuestro país son tan complejas como las clases altas, y están compuestas por individuos libres con distintas visiones de mundo. El rol de la política no debería ser reducirlos a una caricatura, sino representar sus inquietudes, solucionar sus problemas y –lo más importante– dejar de causar más problemas de los que ya tienen. No se trata de imponer figuras artificiales que pretendan representar algo tan amplio y dinámico como las clases bajas y medias chilenas, cuya diversidad no cabe en ninguna biografía prefabricada por una consultora.
Todavía más grave es la falsificación del Partido Comunista. Tironi nos quiere hacer creer que la historia del PC chileno es una historia de “esfuerzo, solidaridad y mérito”. Pero esta idealización no resiste el menor escrutinio. El PC ha sido siempre una estructura vertical, disciplinada, donde el ascenso depende más de la obediencia que del talento. En su historia reciente, ha perfeccionado el arte de tomarse espacios del Estado como chiringuitos donde repartir cargos, como bien lo ejemplifican las escandalosas contrataciones de Irací Hassler en la Municipalidad de Santiago. ¿De qué esfuerzo, solidaridad y mérito nos habla Tironi cuando se refiere al partido que llevó a la quiebra a la Universidad ARCIS sin pagarle a sus trabajadores? Esa no es una historia de superación ni de sacrificio colectivo: es una historia de captura institucional, cuoteo político y fracaso administrativo.
Jeannette Jara es un ejemplo perfecto de eso. Al finalizar su carrera, rápidamente ingresó al Servicio de Impuestos Internos, un conocido bastión del PC entre las asociaciones de funcionarios –que sigue dominando a través de Carlos Insunza Rojas, hijo del dirigente comunista Jorge Insunza Becker–. Luego fue jefa de gabinete de Marcos Barraza en el segundo gobierno de Michelle Bachelet, y al ser promovida a subsecretaría de Previsión Social, su cargo fue ocupado nada menos que por su pareja, Claudio Rodríguez –también comunista– con un sueldo de más de cinco millones de pesos. Fuera del Gobierno, tras la segunda llegada de Sebastián Piñera a La Moneda, primero formó parte de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, un histórico reducto comunista, y más tarde, se desempeñó como administradora municipal en la alcaldía de Irací Hassler en la Municipalidad de Santiago, espacio que también terminó convertido en un enclave del Partido Comunista. La hoja de vida de Jeannette Jara es el fiel reflejo de la inserción privilegiada en una red de poder partidario que se mantiene gracias a mecanismos internos de cooptación y lealtades políticas, muy alejada de la experiencia común de quienes se abren paso sin padrinos políticos ni acceso al aparato estatal.
Frente a esta impostura, alimentada por el paternalismo clasista de algunos, es fundamental que las candidaturas de José Antonio Kast, Evelyn Matthei y Johannes Kaiser hagan dos cosas. Primero, reivindicar a los talentos que dentro de sus propios partidos encarnan historias todavía más meritorias que la de Jeannette Jara. Esas personas existen, precisamente porque Chile fue, durante años, el país con mayor movilidad social de la OCDE. El progreso asociado al libre mercado permitió que miles de personas, sin redes políticas ni cargos públicos, formen parte de la élite empresarial, intelectual y política de nuestro país.
Lo segundo es demostrar que las ideas que generan movilidad social son las que promueven el empleo, el ahorro y la inversión. No las políticas de “sueldo vital” o negociación ramal que propone Jeannette Jara, diseñadas para beneficiar a una casta privilegiada de funcionarios públicos y dirigentes sindicales, pero que terminan siendo un martirio para los chilenos que, con esfuerzo y sacrificio, sostienen el Estado y han financiado la buena vida de personajes como Jeannette Jara.
La gran mayoría de los chilenos no construye su vida en función de un cargo público ni necesita relatos épicos para justificar su lugar en la sociedad. Trabajan, emprenden, educan a sus hijos y sacan adelante sus proyectos con esfuerzo y responsabilidad. Lo que exigen de la política no es representación simbólica, sino que se les respete su libertad y no se les ponga trabas. Esa es la tarea: defender las condiciones que hacen posible el ascenso social, no reemplazarlas por privilegios corporativos disfrazados de justicia.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el viernes 11 de julio de 2025.

 

EL DERRUMBE Y LA IMPLOSIÓN


POR CLAUDIO HOHMANN

La escena del domingo recién pasado en el Teatro Caupolicán no pudo ser más decidora. Fue casi como si hubiera estado dispuesta con antelación. Jeannette Jara debutaba como la recién elegida candidata presidencial de la izquierda ante un enfervorizado público –se celebraban los 113 años del Partido Comunista–, rodeada de banderas rojas con el martillo y la hoz, el más reconocible estandarte de su partido, y de los símbolos más icónicos de la izquierda chilena desde que se tiene memoria.
Allí no había signo alguno del llamado Socialismo Democrático, o eso pareció, ni mayores referencias al competidor político cuya inapelable derrota en la primaria lo ha dejado al borde la inanición.
El oficialismo, no hay como llamarse a engaño, se ha teñido de rojo, no solo porque la candidata comunista ha triunfado holgadamente, sino que por el derrumbe, por un lado, del Socialismo Democrático, cuyo peso en la coalición se va aligerando a ojos vista, y por el otro, la no menos vistosa implosión del Frente Amplio. El efecto devastador para la centroizquierda del resultado de la primaria –refrendado en las encuestas que se han conocido con posterioridad a ese acto electoral– ha reconfigurado radicalmente el mapa político del progresismo (como gusta referirse a sí misma la izquierda chilena).
En efecto, la coalición oficialista que competirá en la primera vuelta en noviembre próximo será una que estará dominada sin contrapeso por el Partido Comunista. ¿Cómo podría esperarse otra cosa? No tienen base las suposiciones en cuanto a que los partidos del Socialismo Democrático podrían imponer sus puntos de vista en el programa que se someterá a consideración de los electores, los que por lo demás dejó de defender con tenacidad y ahínco desde que el estallido social puso en duda sus convicciones políticas. No, lo que es dable esperar es que se impongan los puntos de vista del ganador, sobre todo cuando triunfa con holgura. Así funciona la política.
También, la política indefectiblemente le pasa la cuenta a quienes abandonan sus principios y reniegan de sus logros, quizás los de mejor presentación de que disponga un sector político en Chile, los llamados “30 años”, buena parte de los cuales la Concertación lideró con virtuosismo. Cuando un activo político de esa envergadura y calidad se pone en tela de juicio y, peor aún, cuando se desdeña, se paga un alto precio en las urnas y se pierde el peso político indispensable para influir en las principales decisiones que dicen al desarrollo del país. Era del todo previsible, pero como afirmó alguna vez Andrés Allamand, la política es sin llorar. Mientras el comunismo sonríe a sus anchas.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el jueves 10 de julio de 2025.