Condena y legitimidad

Por César Ramos Pérez, Profesor de Derecho Penal Universidad Diego Portales

 A raíz de la reciente condena dictada en el caso del expresidente Eduardo Frei Montalva, se ha planteado nuevamente la discusión sobre la aplicación del Código Procesal Penal a hechos ocurridos con anterioridad a su entrada en vigencia.

El innegable carácter histórico-político de ese proceso judicial es el contexto de la controversia en torno a la aplicación de los principios y normas de la reforma, frente al manifiesto déficit del antiguo sistema de corte inquisitivo, desde la perspectiva de los tratados internacionales de derechos humanos.

Como es bien sabido, el nuevo sistema procesal penal estableció una entrada en vigencia en forma gradual para las diversas regiones del país, solo para casos ocurridos con posterioridad a su entrada en vigencia, siendo ello una excepción a la regla general de la aplicación de las leyes procesales in actum. Esa decisión se fundó en razones de naturaleza administrativa, con el objetivo de disminuir los impactos cuantitativos y cualitativos de la reforma.

Sin embargo, la discusión no se circunscribe a una mera viabilidad administrativa, pues más allá de una nueva institucionalidad, la reforma representó un compromiso por cumplir los estándares internacionales en relación a los derechos de los imputados. Así, por ejemplo, en el caso Pinochet se invocó la cautela de garantía del art. 10 del Código Procesal Penal, toda vez que el proceso infringiría el derecho a defensa, al no poder el imputado ejercerlo, en atención a sus problemas mentales.

La Corte de Apelaciones de Santiago indicó que la jurisdicción debe asegurar las condiciones para ejercer los derechos que le otorgan las garantías judiciales consagradas en la Constitución Política, en las leyes o en los tratados internacionales ratificados por Chile, y tiene por objeto, precisamente, “evitar que pudiere producirse una afectación sustancial de los derechos del imputado”.

Esto es, precisamente, el núcleo del análisis crítico de los efectos o resultados del sistema inquisitivo, a la luz de los parámetros actuales de las garantías fundamentales de un estado de derecho.

Por ello, un modelo que excluya en su configuración los elementos principales de un proceso penal, como es la diferencia institucional entre la posición de acusador y quien juzga, difícilmente podría asegurar el debido proceso y, en consecuencia, no puede ser expresivo de justicia procedimental, por tanto, tener legitimación.

En efecto, la organización del proceso penal constituye una definición legislativa concreta sobre las condiciones bajo las cuales debe ser ejercida la potestad del Estado, al perseguir y castigar los delitos.

Por ello, la discusión no plantea solo un problema de aplicación de disposiciones concretas, sino que trata de resolver si resulta legítima una condena que deriva de un proceso carente de resguardos institucionales que aseguren el pleno respeto de las garantías procesales.

Pues incluso frente a hechos delictivos graves, como son aquellos casos en que los propios agentes del aparato estatal vulneran deliberadamente los derechos fundamentales de los individuos, la imposición y ejecución de penas a sus autores exige que se trate de sanciones que emanen de un proceso previo, que respete las condiciones de legitimación propias de un Estado respetuoso de los derechos fundamentales de los intervinientes.

 

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