CUANDO LAS REVOLUCIONES DEVORAN A SUS HIJOS

La dolorosa experiencia nicaragüense confirma que menospreciar “lo que se tiene” termina siendo pavorosamente costoso. En vidas humanas, en prosperidad material y espiritual como nación y especialmente en libertades individuales.

por Ivan Witker20 febrero, 2023

Las últimas décadas en Nicaragua son excepcionalmente instructivas. Desde las postrimerías de la dinastía Somoza y el triunfo de la revolución sandinista en 1979, pasando por la derrota electoral de 1990, hasta el arribo del período dominado por presidentes corruptos, es un largo y tumultuoso caminar. Hoy, la tierra de Rubén Darío vive bajo una cruenta dictadura familiar, encabezada por Daniel Ortega. El mismo guerrillero que derrocó a Somoza y encendía muchedumbres en nombre del socialismo.

Por todo esto, Nicaragua es hoy en día mucho más que un país. Es un proceso histórico sugerente. Es la experiencia vívida del destino final de grandes atajos en pos de transformaciones igualitaristas. Nicaragua sirve para aprender cómo terminan relatos revolucionarios épicos.

Es, definitivamente, una señal de alerta sobre lo que pasa cuando una suerte de ingenuidad generalizada se apodera de una sociedad y ésta comienza a menospreciar “lo que tiene”, y le abre la puerta a cambios profundos. Nicaragua es un ejemplo del autoengaño, de estimar tan oprobioso el régimen en que vive, que resulta imprescindible derrumbarlo. Al precio que sea.

Ese menosprecio por “lo que se tiene” ya se había visto anteriormente en Cuba, donde se generaron mitos y leyendas en base a distorsiones. Pese a las innegables arbitrariedades de Batista, la isla mantuvo hasta la revolución índices socioeconómicos bastante envidiables para cualquier país latinoamericano de la época, incluso de España e Italia. La Cuba pre-revolucionaria tenía muy poco de inhóspito, al punto de que el propio Partido Comunista cubano participó en el primer gobierno de Batista. Gracias a esa ingenuidad generalizada se instaló la idea de un infierno batistiano, pese a que, por ese entonces la inflación estaba controlada, había medios de comunicación en toda la isla (incluida la TV) haciendo un despliegue de razonables márgenes de libertad y con un mercado enorme, pues Cuba era el cuarto país con más televisores per capita del mundo. Disponía, además, de una vasta clase media instruida. La Habana era la ciudad más cosmopolita de América Latina.

Fue de tal calibre la ingenuidad en torno al gobierno de Batista, que Castro abandonó la cárcel en 1955, mucho antes de cumplir su pena por el asalto al cuartel Moncada, gracias a las gestiones personales del arzobispo de la Habana, Pérez Serantes. “Es una buena persona y no representa peligro para nadie”, le dijo a Batista. No visualizó lo que se vendría en los años venideros. Tras la victoria revolucionaria, el primer presidente, Manuel Urrutia, junto a su Primer Ministro, José M. Cardona renunciaron y salieron raudos al exilio ante el temor de ser fusilados por “pequeño burgueses”.

Con posterioridad, una larga lista de “suicidados” en las altas esferas castristas, confirma que las revoluciones, más allá del signo que sean, terminan con los líderes devorándose entre ellos. El caso más dramático es el del presidente Osvaldo Dorticós, jefe de Estado entre 1959 y 1976, año en que se le degradó a ministro de Justicia y que ejerció hasta 1984, cuando se quitó la vida en extrañas circunstancias.

Ya en los 90, esta ingenuidad generalizada de menospreciar “lo que se tiene” permitió el aniquilamiento de una democracia bastante avanzada como fue la venezolana, abriendo paso a un proceso sencillamente inimaginable en los años previos. La prosperidad petrolera había invitado a cientos de miles de personas de muchos lugares del mundo a emigrar hacia aquel país. La incomprensible popularización de un sentir infinitamente crítico hacia “lo que se tiene”, más cierto desgano ciudadano y una pizca de confianza ingenua en que los convites a un edén igualitarista serían positivos para el país, permitieron que dos tiranuelos de poca monta, Hugo Rafael Chávez y Nicolás Maduro, se hicieran con el poder. En la actualidad, la oposición política sigue dando palos de ciego; nunca ha sabido cómo salir del entuerto en que cayó. Los empresarios más listos y agudos optaron por abandonar el país y hoy ya han refugiado sus inversiones en EEUU, España, Panamá y otros países, mientras un régimen pobrista y tremendamente autoritario lanza millones de personas a deambular por el extranjero.

Fue ese menosprecio por “lo que se tiene”, la puerta hacia el colapso del régimen somocista en Nicaragua y que provocó la caída en una profunda espiral de corruptelas y despotismo. La estadística de exiliados habla por sí sola. Un millón de nicaragüenses viven fuera de su país. Algunos voluntariamente, huyendo de persecuciones o del pobrismo. A buena cantidad se le ha despojado de su nacionalidad sin el menor fundamento. Algo más de seis millones permanecen en el país soportando las inclemencias de este régimen, único en América Latina, que combina brutalidad con surrealismo.

En efecto, el orteguismo, nacido de la revolución predilecta de Fidel Castro (pues consideraba que el somocismo colapsó de manera idéntica al régimen de Batista y por haber colaborado con miles de tropas especiales), ha devenido en un régimen desopilante. Se combina allí ese populismo desenfrenado denominado socialismo del siglo 21 con trazos necrofílicos, con religiosidades paganas, totémicas y filo-jesuitas y una buena cantidad de elementos de imaginería prehispánica. En suma, extravagancias que habrían hecho las delicias de Milan Kundera, quien al observar la estética de la mayoría de los regímenes comunistas, acuñó la expresión totalitarismo kitsch. Dicho sea de paso, a Kundera también se le quitó la nacionalidad.

La mayor excentricidad del orteguismo ha sido tener como presidente de la Asamblea Nacional a un cadáver. Esta chirigotada, absolutamente inédita, ocurrió a mediados de 2016, cuando falleció su titular, René Núñez. Este había tenido la feliz ocurrencia de justificar legalmente la reelección indefinida de Ortega. En señal de agradecimiento, se le mantuvo en el cargo.

Si Daniel Ortega lograra ser llevado a un tribunal, seguramente aparecerán otras bufonadas de similar calibre. Pero también cuestiones atroces. Por ejemplo, detalles de la acusación de violación de una hija de su esposa Rosario Murillo, llamada Zoilamérica Narváez, hecho ocurrido cuando tenía apenas once años de edad. Hace ya algún tiempo, la mujer debió salir al exilio ante sucesivas amenazas. También se podrían conocer los motivos reales de los arrestos masivos de todos los candidatos presidenciales el año pasado. Y, desde luego, de la defenestración de todos los antiguos comandantes revolucionarios, incluyendo su hermano Humberto. La legendaria guerrillera antti-somocista, Dora María Téllez, quien acaba de relatar a medios de prensa el martirio sufrido en la cárcel El Chipote, máximo símbolo del orteguismo, debería entregar mayor información testimonial.

Por ahora, el futuro de Nicaragua depende de este matrimonio enquistado en el poder. Sin embargo, sus signos de senectud y débil estado de salud dibujan un horizonte imprevisible. Por ahora, quisieron dar señales de una cierta coraza y por eso expulsaron masivamente a centenares de opositores. Sin embargo, en su fuero interno, marido y esposa saben que cuando la tierra ruge en Centroamérica, las pasadas de cuenta suelen ser muy sangrientas. Las arenas movedizas al interior de su régimen explican que hayan desempolvado esta arma tan antigua de la era soviética, como es deportar masivamente y quitar la nacionalidad a un puñado de opositores.

Mirado en retrospectiva, la revolución nicaragüense está cumpliendo con un libreto ya conocido. Las deportaciones y purgas han sido siempre la tónica de estos regímenes, bajo el predicamento de cortar de raíz cualquier signo de disidencia. La dolorosa experiencia nicaragüense confirma que menospreciar “lo que se tiene” termina siendo pavorosamente costoso. En vidas humanas, en prosperidad material y espiritual como nación y especialmente en libertades individuales.

Iván Witker es académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE

Publicado por El Líbero

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