Derechos Humanos en Chile

LA SUPUESTA IMPARCIALIDAD DE NUESTROS TRIBUNALES

 

  Por    Humberto Julio Reyes

            Dos días atrás, la sección “Cartas” de El Mercurio publicó una bajo el título “El caso Vivanco”.

            En parte de ella, los autores, a nombre del “Observatorio Judicial”, señalan que “la ministra Vivanco ha dejado de dar las garantías de imparcialidad para ejercer su cargo”.

            Agregan que “el actuar de la ministra ha asestado un duro golpe a la legitimidad de la Corte Suprema” y que su actuar importa “infracción al deber de imparcialidad”.

            Confieso que la leí con una mezcla de incredulidad y sorpresa ya que se supone que, quienes escriben cartas para dicho medio, son personas razonablemente bien informadas, ¡ni qué decir tratándose de “observadores judiciales”!

            ¿Acaso estos “observadores” nunca han leído las numerosas sentencias de la segunda sala de la Corte Suprema en casos genéricamente llamados de derechos humanos y que algunos, en forma errónea o intencionada, califican como delitos de lesa humanidad?

            Desde que el presidente Aylwin interpretara la ley de amnistía y los jueces empezaran a ignorarla, los ministros de esa sala, y los abogados integrantes, han prevaricado permanentemente en sus fallos, tal como lo ha expuesto documentadamente en diversas publicaciones el abogado Adolfo Paul.

            Como no bastara con ignorar esa ley aún vigente, han explicado en auto acordado que han tenido que “adaptar” la legislación vigente a la fecha en que se cometieron los delitos que se investigan, ya que, de lo contrario, no podrían “impartir justicia”.

            A confesión de parte…

            Estoy consciente que es una institución nacional acusar de parciales a los tribunales cuando no fallan a gusto de quien recurre a ellos, pero yo me refiero a una práctica sostenida en forma invariable, con la honrosa excepción del magnicidio que nunca existió donde, finalmente parece haberse hecho justicia.

            Esta carta podría haber llegado hasta aquí, pero vino en mi ayuda otra de la valiente abogada Carla Fernández, tenaz defensora de los derechos continuamente atropellados de los ex uniformados en prisión y que fuera publicada en “La tercera” el 10 del presente mes.

            Bajo el título “HIPOCRESIA INSTITUCIONAL”, que también serviría para encabezar esta columna, se refiere inicialmente a los que hoy rasgan vestiduras por el “caso Audio” y “recién bañados de virtudes de sinceridad” anuncian acusaciones constitucionales o se alegran de prisiones preventivas. Agrega que “si están libres de pecado, lancen la primera piedra”, frase que me interpreta absolutamente toda vez que, además, encuentro poco cristiano el alegrarse de la desgracia ajena o hacer leña del árbol caído.

            En el segundo párrafo de su carta nos recuerda su autora que “hace años que no existe verdadera separación de poderes en las decisiones de esa corte de justicia, no sólo por la forma de nombramiento de sus ministros, sino también, por la integración de abogados”. ¡Doce de ellos nombrados en marzo por el presidente Boric! El mismo que ahora pide suma urgencia para legalizar las prevaricaciones cometidas hace años por los tribunales en causas de derechos humanos, proyecto de ley anunciado con bombos y platillos para celebrar el mes de la Patria según lo entienden los partidarios del “ni perdón ni olvido.

            En el tercer párrafo nos hace ver que “basta con estudiar el curriculum de esta lista de abogados como su arqueología tuitera (apropiado término) para saber en qué sentido político fallará ese abogado integrante, que, muchas veces con su voto, decide el resultado de un juicio”.

            Agrego que, respecto a los ministros, también ya se sabe cómo votarán, toda vez que han pasado por “la prueba de la blancura” tres veces, a saber: en la quina propuesta al presidente, en la elección por éste de quien se propone al Senado y, finalmente, en esta última instancia. Quien no exhiba un récord “políticamente impecable”, no será nombrado. asegurando así la supuesta “imparcialidad” que sirve de título a esta columna.

            Volviendo a la carta de la abogada Fernández, ella señala que, “en lo que a mi labor profesional interesa, (ese voto) ha significado la condena a un anciano a morir en la cárcel.”

            Finaliza expresando que “hoy existe una oportunidad para que nuestra institucionalidad avance hacia una verdadera independencia en la forma como se distribuye el poder”. Es posible, pero, con todo respeto, paso.

            Si alguien piensa que agravio al poder judicial al suponerlo parcial en sus resoluciones, vean lo que hoy dicen los diputados que encuentran “indignante” la reincorporación del Cabo Zamora y quienes se niegan a aceptar el fallo absolutorio emitido por los tribunales después de cuatro años de investigación.

            Quizás lo indignante fue su baja sin esperar el término del proceso, asumiendo anticipadamente que no tenía derecho a la presunción de inocencia. Pero ese es otro tema en el que no quisiera opinar, por respeto a Carabineros de Chile.

            Por ahora me quedo con la parcialidad e hipocresía que a diario quedan en evidencia.

12 de sept. de 24

 

 

La banalidad del mal en el geriatricidio carcelario.

Por Carla Fernández Montero

13 de septiembre de 2024

Hannah Arendt sitúa la esencia de la banalidad del mal en que no son necesarias las malas motivaciones o intenciones para realizar malas acciones, cuestionando las convicciones filosóficas, teológicas y legales más arraigadas en Occidente que señala, que las malas acciones presuponen malas intenciones y motivaciones por parte de quienes las realizan. La banalidad, en cambio, significa hacer mal “sin darse cuenta”, y motivados por cuestiones ajenas al denominado “mal radical”, como serían la ambición, el reconocimiento social, los logros materiales para asegurar el bienestar de la familia, etc.

A partir de esta conceptualización, llama la atención la carencia de una capacidad crítica y autónoma de los órganos políticos y judiciales de nuestro país para analizar -desde la base de un diálogo interno y silencioso que necesariamente debe mantener uno consigo mismo- los efectos de sus decisiones y la cruda realidad que actualmente están viviendo los militares y civiles juzgados y condenados por causas de DDHH a raíz de ellas.

Si bien Arendt construye su análisis a partir del Holocausto y su confrontación con el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, no resulta exagerada esta analogía para mostrar la conculcación de los derechos de quienes han sido encausados por delitos cometidos durante el Gobierno Militar. Menos aún, cuando son los propios órganos judiciales quienes utilizan esta analogía, pero in malam partem, asimilando el “contexto” post 11 S y hasta marzo de 1990, a lo ocurrido en el Holocausto, justificando a partir de esta homologación, un derecho penal de autor y una visión causalista del delito.

No ha sido necesario entonces preguntarse acerca de la existencia quizás de una mala motivación o intención en las personas detrás del órgano, y que las llevan a tomar tal o cual decisión. La práctica judicial-penitenciaria a lo largo de estos años, mayoritariamente la descarta. Es más, algunas de estas personas se muestran incluso “empáticas” con el dolor de los procesados y condenados. Así, se trata de gente “normal”; que cumple una rutina de trabajo “normal”, y que muy probablemente, tienen hábitos de vida familiar y social también “normales”.

Pero justamente ese es el problema, ya que esa “rutina diaria de trabajo”, amarrada a una conciencia basada en el “deber cumplido”, y que en la práctica significa un seguimiento ciego de ciertas normas establecidas, sin prestar real atención a su contenido, ha sido capaz de provocar un daño inconmensurable a los ancianos juzgados y condenados por causas de DDHH, y, por cierto, a la familia de todos ellos.

En el caso de los órganos judiciales, la creencia en esta materia de DDHH de estar en el estrado de un tribunal internacional de mediados del siglo pasado, y no de una corte nacional; de estar sujetos a normas de ius cogens, y no a la Constitución; y de sentirse sometidos a un control político y no al control de legalidad establecido en la Carta Magna, ha sido la tónica durante el último quindenio, con efectos devastadores para quienes caen bajo el yugo de esa “justicia”.

En lo que respecta a los órganos políticos, principalmente aquellos encargados de la ejecución de las sentencias, el escenario se muestra igual o más dañino para los condenados por este tipo de causas de DDHH, ya que para ellos, simplemente no existen los DDHH, porque al amparo de una rutina penitenciaria basada en una suerte de “honor del funcionario” de tipo weberiano, estos órganos son capaces de cumplir órdenes respecto de esos provectos encarcelados que bordean la iniquidad humana y pese a su decrépito estado de salud, transformándolos finalmente en “cadáveres vivientes”, y convirtiendo la cárcel en un “infierno en el tierra”, que materializa el “geriatricidio carcelario”.

Terminar con esta banalidad requiere “cirugía mayor”, que sólo será posible en la medida que seamos capaces de perdonarnos mutuamente, porque, por un lado, se puede perdonar aquello que ha sido posible castigar, con cientos de condenas y años de cárcel efectiva, evitando la impunidad judicial. Y por el otro, hay un grado de perdón cuando se reconoce el transcurso del tiempo, tanto en la persona del condenado, dándole la oportunidad de no morir en la cárcel, como respecto de los innumerables procesos abiertos con ancianos bajo la lupa inquisidora, permitiéndoles una modalidad de cumplimiento alternativo acorde a su edad y condición de salud.

Carla Fernández Montero

Abogada, Derecho Penitenciario

Publicado en Diario Constitucional

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