Dos discursos de Allende

“Al analizar sus palabras en una y otra ocasión, se percibe que están llenas de ambigüedad”.

Gonzalo Rojas

El mito, la leyenda, el engaño.

Todo eso es Salvador Allende cuando se estudian sus textos.

Quince años mediaron entre su reacción ante la derrota del 4 de septiembre de 1958 y sus palabras de la mañana del 11 de septiembre de 1973. Quince años, apenas.

Ambos son textos en día de derrota. La de 1958 fue una simple frustración electoral; la de 1973 -mucho más grave- fue la comprobación del fracaso de un proyecto de control total del poder y de la sociedad. Por eso mismo, al compararlos, 1958 se presenta solo como una escaramuza, mientras que 1973 aparece como la batalla final.

En efecto, al analizar sus palabras en una y otra ocasión, se percibe que están llenas de ambigüedad.

Partamos por lo más evidente, su reacción frente a los números.

Cuando, en 1958, Allende perdió por 34.382 votos frente a Jorge Alessandri, manifestó que no reconocía el triunfo del contendor y llamó al pueblo para que se preparara a defender a los parlamentarios que en el Congreso pleno lo considerasen victorioso. Quince años después, consciente de que había derrotado en 1970 al mismo Alessandri por una cifra casi idéntica, 39.175 votos -y porcentualmente menor-, no vaciló en afirmar que haría “respetar la voluntad del pueblo que me entregara el mando de la nación”. Ya se ve: aunque eran casi los mismos, para Allende los números de la derrota decían una cosa, y los de la victoria, otra.

Más importante, por cierto, son sus conceptos.

Partamos por las masas o el pueblo.

En 1958, Allende afirmaba que “el pueblo está alerta, vigilante” y que ante su propia derrota electoral, él podría haber promovido en todo Chile “un gran movimiento de masas”. Quince años después -la mañana del 11- insistía en un llamado “a las masas” a que “el pueblo debe estar alerta y vigilante”. ¿Precisó algo? Sí y no. La invocación de Allende se dirigió ese 11 “a la modesta mujer de nuestra tierra… a los profesionales de la patria… a la juventud… al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual”. O sea, a todos y a nadie, en la típica retórica allendista que apelaba a una entelequia forjada por la ideología, pero sin sustrato real: las masas, el pueblo.

Similar era su ambigüedad respecto de la violencia.

En 1958, Allende había sido rotundo para amenazar con un gran movimiento de masas que “desde las calles y a través de las formas de violencia exigiera nuestra proclamación por parte del Congreso pleno”, advirtiendo que “si deseáramos presionar, tendríamos otras herramientas: paralizaríamos los centros vitales del país, el cobre, el salitre, el carbón, donde nuestro poderío es incontrastable”, pero rechazaba la violencia directa, afirmando que “no habrá nada ni nadie… que pueda inducirnos a buscar el camino aventurero del golpe o la asonada”.

Era la típica ambivalencia allendista -violencia sí, violencia no- que se expresó también en su llamado a un “tranquilo retiro a sus hogares, sin patrocinar ningún acto” de violencia, la noche de ese 4 de septiembre de 1958, así como a una clara invocación a que el “pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse; el pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco debe humillarse”, con que se dirigía a las masas el 11 de septiembre de 1973. ¿Las alentaba? ¿Las frenaba? Nadie sabe.

En todo caso, el lenguaje hiriente fue siempre -tanto en 1958 como en 1973- un arma en el comportamiento allendista. Por eso, al perder la elección del 58 no vaciló en afirmar que a “El Mercurio” lo movían “sucios móviles”, mientras que el 11 de septiembre de 1973 se refería al movimiento de las Fuerzas Armadas como un “golpe fascista”.

En momentos de derrota, no apareció ese Allende místico al que invocan sus admiradores.

Se asomó simplemente un político lleno de ambigüedad.

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