Efectos imprevistos

Toda reforma trae consigo situaciones y consecuencias impensadas. El establecimiento del nuevo procedimiento penal no escapa a esta regla. Esta constatación carecería de significado si no fuera porque los efectos imprevistos a que me refiero dan fisonomía y carácter al actual enjuiciamiento penal. Lo que decimos ocurre frecuentemente porque no siempre es posible anticipar con certeza acciones y reacciones inesperadas. Veamos de qué se trata.

En primer lugar, los “fiscales” se han transformado en “estrellas” publicitarias que cargan sobre sus hombros con la atracción que suscita toda investigación criminal. De aquí que en amplios sectores de la ciudadanía se les considere “jueces”, en circunstancias de que carecen de facultades jurisdiccionales, y que el éxito de su tarea depende, de manera determinante, de la cooperación que les presten los servicios policiales. Sus funciones (el ejercicio de la acción penal pública y la dirección exclusiva de la investigación de los hechos constitutivos de delito, como lo dispone el artículo 83 de la Constitución Política de la República) los conectan directamente con la población civil, la cual les exige resolver el recrudecimiento de la delincuencia, lo que, por cierto, están muy lejos de satisfacer.

En este marco, no es extraño que se atribuya a muchos fiscales ambiciones políticas al amparo de la espectacularidad que provocan los procesos de que conocen. Lo que señalamos se acentúa, aún más, cuando la causa que se abre afecta a personas conocidas o tiene relación con alguna institución pública. Los fiscales, entonces, han pasado a ser pieza relevante del nuevo procedimiento penal, opacando, en cierta medida, a los jueces de garantía e integrantes del tribunal oral en lo penal (fase jurisdiccional en la sanción del delito), incluso investigando el financiamiento de las campañas políticas, la gestión económica de las FF.AA. y de Orden, las actividades de los organismos más sensibles del Estado, etcétera.

En segundo lugar, la llamada “formalización del imputado”; esto es, darle oficialmente noticia de que se investiga un hecho del cual puede resultar responsable, se ha transformado en un “antejuicio” que forma parte estelar del procedimiento. Lo que afirmamos es consecuencia de que en la respectiva audiencia de formalización es donde se reclaman y adoptan las medidas cautelares que reclama la fiscalía (desde la prisión preventiva hasta la simple prohibición de acercarse a la supuesta víctima). Así las cosas, ante los medios de comunicación, las redes sociales y el comentario ciudadano, el proceso culmina con una medida que, a los ojos de la comunidad, constituye un indicio determinante de culpabilidad o inocencia.

No puede preterirse el hecho de que para la mayoría de los chilenos la única sanción capaz de remediar, por lo menos en parte, el daño que se sigue de la comisión de un ilícito penal es la cárcel, sin reparar en aquello de que el hombre es el único animal en la naturaleza que priva a sus semejantes de libertad. De más está decir que quien ha sido formalizado y absuelto en el juicio posterior, no atraerá la atención pública, ya desinteresada e indiferente.

En tercer lugar, existe una extraña “sensación de impunidad” que prevalece porfiadamente no obstante los éxitos policiales. Todos deberíamos comprender que es materialmente imposible aclarar la totalidad de las infracciones penales que la sociedad soporta diariamente. Por lo mismo, la autoridad debe abocarse a la persecución de aquellos delitos de mayor trascendencia social (principio de oportunidad consagrado en el artículo 170 del Código Procesal Penal). El aumento exorbitante de la población urbana, la cesantía, los vacíos e insuficiencias de la educación, la segregación social que nos afecta, y otros fenómenos semejantes, hacen todavía más complejo calificar los méritos del sistema procesal que comentamos. Ocurre, empero, que solo por un medio es posible combatir frontalmente la delincuencia: castigar de manera efectiva a la mayor parte de los infractores. Solo ante la certeza de un castigo severo, el malhechor se retractará de consumar sus propósitos.

Como puede observarse, la persecución criminal es un tema complejo y difícil de analizar. Se requieren, desde luego, fiscales que se integren a esta función sin otro norte que servir a la comunidad; evitar que se transforme la “formalización” en un juicio anticipado, y que todos, sin excepción, contribuyamos en la ímproba tarea de respetar y hacer respetar la ley. No más delincuentes con nutridos prontuarios que aseguran la reincidencia; no más jueces que en nombre de las garantías constitucionales mal entendidas nos condenan, tarde o temprano, a sufrir las consecuencias de un delito; no más reducidores que facilitan el comportamiento ilícito; no más ciudadanos inermes ante el lumpen. Combatir la delincuencia es hoy un imperativo social.

Pablo Rodríguez Grez

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