El fracaso refundacional



El fracaso refundacional

Por Clemente Recabarren, José Manuel Castro y José Ignacio Palma 

Tras cuatro años de experimentos constitucionales es oportuno volver a reflexionar sobre el valor de la regularidad institucional y el carácter excepcional del reemplazo constitucional en la historia de Chile y el mundo. Hasta ahora, demasiada atención se ha concentrado en evaluar el desempeño de los partidos y líderes políticos que protagonizaron los dos procesos constitucionales (ver, por ejemplo Claudio Alvarado, Las derechas y su autocrítica; Alfredo Joignant, Letalmente parecidos). No hay duda de que ese análisis es necesario. Sin embargo, lo que no puede omitirse es una revisión crítica del proceso constitucional al que fue arrastrado el país la noche del 15 de noviembre de 2019.

La primera gran lección de este periodo de ensayos constitucionales es el fracaso de la tesis refundacional. Es decir, de la postura de quienes —en algunos casos obnubilados por ver confirmado su propio diagnóstico y en otros por falta de capacidad crítica frente a discursos instalados— sostuvieron que la vía por excelencia para canalizar institucionalmente el “estallido social” era la sustitución de la Constitución vigente. En las líneas que siguen queremos simplemente notar cómo la historia constitucional de Chile, la experiencia comparada y la reflexión crítica sobre los riesgos y virtudes de los procesos de cambio constitucional confirman esta primera gran lección que haríamos bien en no olvidar.

El reemplazo constitucional ha sido la excepción y no la regla en la historia de Chile. Las constituciones de 1833, 1925 y 1980 fueron promulgadas en momentos particularmente críticos de la trayectoria nacional, en contextos de profundas crisis políticas y con intervención militar. La regla general ha sido la regularidad institucional, esto es, el cambio constitucional vía reformas. Fue mediante reformas al texto de 1833 que transitamos desde un sistema presidencial a uno pseudo-parlamentario. Gracias a las reformas —y no la sustitución de la Constitución de 1925— se fortaleció la libertad de enseñanza a través del Estatuto de Garantías Democráticas en 1970. Las reformas a la Constitución de 1980 plebiscitadas en 1989 —y no el reemplazo del texto— encauzaron la transición a la democracia y la llegada de Patricio Aylwin a La Moneda. A la luz de estos ejemplos y muchos otros que podrían citarse, es posible observar que los dos intentos de reemplazo constitucional que experimentó Chile después del 18 de octubre de 2019 son una excepción.

A nivel comparado, la situación es similar. Por regla general, los países solo recurren al reemplazo constitucional en dos tipos de situaciones: cuando no cuentan con un orden constitucional propio o cuando el existente ha sido destruido. Entre las primeras encontramos casos de secesión (Bélgica, Irlanda), desintegración de órdenes imperiales (la Corona de España, el Imperio Británico, la Unión Soviética) y creación de nuevos estados federales (Estados Unidos). Las segundas incluyen casos de guerra civil (México, Grecia), transiciones desde regímenes autoritarios (España, Sudáfrica) o reorganización después de una ocupación extranjera (Países Bajos, Corea del Sur, Alemania, Japón). Por supuesto, como ha sido recurrente en Latinoamérica, también hay casos en que el reemplazo constitucional, junto con la crisis que lo hace posible, son manufacturados políticamente con el objeto de alterar radicalmente el orden existente.

Este panorama no es un mero accidente histórico. Existen buenas razones para evitar el reemplazo constitucional. La metáfora de Neurath ilustra bien el punto: si el buque está en alta mar, conviene ir haciendo los arreglos de a poco y evitar daños en la estructura. Por cada pieza que removemos, más vale instalar de inmediato el reemplazo adecuado. Así, si llega a ser necesario, bien puede reconstruirse gradualmente el barco completo, sin desarmes que arriesguen la llegada a puerto.

Toda Constitución tiene problemas, pero eso no significa que sea razonable pretender solucionarlos todos a la vez. Los procesos de reemplazo constitucional, como el desarme de un buque en alta mar, acarrean serios problemas. En primer lugar, arriesgan la estabilidad general que los países necesitan para responder a los desafíos del bien común. El deterioro social, económico y en materia de seguridad que Chile ha sufrido en estos cuatro años de experimentos constitucionales son ejemplos claros de ello. Más aún, este tipo de procesos introducen un elemento de inestabilidad permanente, ya que sientan el precedente de que el reemplazo total de la carta magna es necesario para legitimar cambios constitucionales. A su vez, este precedente invita a grupos políticos radicales a adoptar un compromiso meramente táctico con el orden constitucional vigente. Se trata, además, de procesos que sufren las distorsiones propias de cualquier deliberación política sin contornos claros, en que la negociación tiende a acumular concesiones recíprocas que minan la calidad y coherencia de las reglas propuestas.

El camino de las reformas constitucionales, en cambio, tiene virtudes importantes. Entre otras, favorece que identidades políticas distintas se plasmen en la carta y permite que la negociación constitucional sea progresiva y diacrónica. De ahí que el texto vigente puede ser considerado simultáneamente como la Constitución de Jaime Guzmán y de Ricardo Lagos. Además, posibilita el reconocimiento de un orden político arraigado, pero en constante evolución. En contraste, el reemplazo implica entender el orden constitucional como susceptible de ser refundado y definido en su totalidad por mayorías contingentes, dificultando la identificación de quienes no forman parte de esa mayoría.

La experiencia de los últimos dos procesos no habrá sido en vano si de ella nace un compromiso transversal por la regularidad constitucional. Esto es, si las fuerzas políticas asumen que todo cambio institucional duradero ha de realizarse por la vía modesta, pero segura de la reforma. Llegado el momento, cuando el tiempo ayude a decantar esta y otras lecciones, bien valdría tener presente que buenas y oportunas reformas son el mejor antídoto contra la pulsión refundacional.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El País el jueves 4 de enero de 2024.