El pecado original

Por Daniel Matabuena

Ya no están los tiempos para hablar de “idealistas políticos”, cuestionar a los “agentes del estado, violadores de los DD.HH.” o mencionar los “terroristas, guerrilleros y subversivos que trataban de desastibilizar el régimen opresor”. Por eso, en el país de los eufemismos, la palabra “violación a los DD.HH.” o “delitos de lesa humanidad” se ha convertido en el santo y seña de moda para evidenciar una mirada laxa ante los crímenes de la izquierda.

Según la tesis de la “lucha contra la dictadura o el capitalismo”, los secuestros, torturas y asesinatos perpetrados por la izquierda serían apenas el cénit de una continuidad histórica, un punto más de la violencia política en Chile, en Cuba, Venezuela, entre muchos otros países en el mundo.

Esa es una patraña. Y las mejores pruebas son la resolución del congreso de Chillán y de La Serena del socialismo y la internación de armas por Carrizal.

 

Fue muy visionario el memorándum escrito por Jaime Guzmán días después del Pronunciamiento Militar, para convencer a la Junta de dejar atrás su propósito, anunciado el mismo 11 de septiembre, de conservar el poder “por el solo lapso de tiempo en que las circunstancias lo permitan”.

En él, Guzmán advirtió a los líderes de la gesta independentista que esa transición rápida ya no era posible. Nombra el bombardeo de La Moneda, las ejecuciones dictaminadas por Consejos de Guerra y otros hechos contra guerrilleros, extremistas y subversivos, y los define como “la quema de las naves de Cortés”. Tales acciones orientadas a dar paz a Chile y así evitar la guerra civil que quería la izquierda, avisa Guzmán, “van a ser juzgadas relativamente pronto de acuerdo a criterios democráticos (… y) no serían fáciles de defender si la Junta solo representara un paréntesis histórico”.

La eficiencia militar desatada el 11 es tan inédita en la historia del país, que se justifica “como el costo que fue necesario para introducir a Chile en una nueva y promisoria etapa”, dice Guzmán. Es tal la necesidad de pacificar el país, que “es la creación nueva lo único que puede darles sentido suficiente, a la vez que modificar los criterios con arreglo a los cuales se enjuician los hechos”.

El gobierno autoritario largo y revolucionario, en vez de la intervención breve y quirúrgica, surge como una necesidad para evitar la muerte de muchos chilenos, pacificar los espíritus y lograr el desarrollo de Chile. El horror obliga a los revolucionarios de izquierda a huir del país o bien a la clandestinidad, para desde ahí atacar al régimen que los derrotó militarmente, como único escape del juicio a los culpables de ser los responsables de la gran crisis nacional. Y, a su vez, la revolución necesita de la continuidad de la represión en contra de terroristas, guerrilleros y subversivos, para asegurar el bienestar a largo plazo de todos los chilenos.

“El éxito de la Junta está directamente ligado a su dureza y energía, que el país espera y aplaude. Todo complejo o vacilación a este propósito será nefasto”, advierte el ideólogo gremialista. “El país sabe que afronta una dictadura y lo acepta (…). Transformar la dictadura en “dictablanda” sería un error de consecuencias imprevisibles”.

La realidad en que se encontraba el país, con mas de un 80% de pobreza, las arcas fiscales vacías y la división de los chilenos en dos bandos, hacen que el 11 de octubre, Pinochet use por primera vez el discurso de “metas y no plazos”, y el 11 de marzo de 1974 ya habla de “una acción profunda y prolongada”, que pretendió nada menos que “iniciar una nueva etapa en el destino nacional”, tal como sucedió y entregó un país políticamente reconstruido y económicamente en la puerta del desarrollo.

Sabemos que, a poco andar, el régimen encontró la revolución que necesitaba: la modernización capitalista. La política de shock de los Chicago Boys fue “verdaderamente eficiente”, en palabras de Gonzalo Vial. El gigantesco costo social necesitó la continuidad de tener un orden interno.

Gran parte de la élite política y empresarial, acunada por el éxito de esa revolución económica, aceptó la lógica de Guzmán. apoyaron las acciones orientadas a eliminar la subversión y el terrorismo, para que los chilenos pudieran vivir en paz y armonía.

La necesidad de minimizar ese pecado original explica que, como vimos esta semana, hasta hoy la izquierda siga tropezando, una y otra vez, con las tesis de la violación de los DD.HH. de pobres idealistas y no asuma la vergüenza que deben sentir quienes arriesgaron o perdieron sus vidas enfrentando a unas FF.AA. profesionales, siempre vencedoras y jamás vencidas en el campo de batalla y que por su Patria son capaces de luchar una y otra vez más.

La victimización es una argucia. Aunque hay que reconocer cuán brillante resultó ser, para las mentes de muchos, la estrategia de “lavar cerebros y modificar los criterios con arreglo a los cuales se enjuician los hechos”. Y amarrar así para siempre a especiosas justificaciones para las muertes de cientos de militares y civiles a los que hoy no se le rinden homenajes, no se les hace un museo y no se les levantan estatuas, como el propio Jaime Guzmán, Carol Urzúa y sus escoltas, Simón Yévenes, los escoltas de Pinochet en El Melocotón, el Coronel Roger Vergara, los Tenientes Carevic, Lacrampet,  cientos de Carabineros y militares caidos cumpliendo con su deber o por actos terroristas, etc..

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