El Senado, la Corte y el Tribunal Constitucional

“Es difícil encontrar algo más torpe que la declaración de la mesa del Senado. Decir que la reciente actitud de la Corte Suprema fortalece la institucionalidad equivale a confesar que no se entiende nada de nada, ni siquiera el propio lugar en el Estado”.

  

Carlos Peña

La declaración de la mesa del Senado acerca del conflicto entre la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional es un ejemplo de error craso.

¿Qué dice la mesa del Senado en su declaración?

El fallo de la Corte Suprema —dice— se transforma en una posibilidad real de resguardo de los derechos garantizados constitucionalmente, en cualquier circunstancia, situación —agrega— que viene a fortalecer nuestra institucionalidad democrática y nuestro Estado de Derecho, y no al revés.

Es difícil encontrar algo más erróneo y descaminado que esa declaración.

Porque si se mira con detención el comportamiento de la Corte Suprema, lo que se advierte es más bien lo opuesto: que su actitud poco a poco, y a pesar del esfuerzo de algunos de sus miembros, y en especial a pesar del esfuerzo de su presidente, Haroldo Brito, hay una preocupante tendencia de esa Corte por alterar el diseño institucional.

Y es preocupante que la mesa del Senado no sea capaz de advertir esa peligrosa tendencia.

Tres hechos la muestran en forma palmaria.

Desde luego, la Corte Suprema —por influencia de alguno de sus ministros— ha emitido opiniones acerca de proyectos de ley que exceden el mandato constitucional. La Constitución dispone que la Corte Suprema debe ser oída cuando se trata de modificar su ley orgánica. Pues bien, a propósito de esa facultad, la Corte ha emitido opiniones generales acerca de aspectos sustantivos de los proyectos de ley que nada tienen que ver con sus facultades, y se ha pronunciado en cambio acerca de si es acertado o no lo que la mayoría política decidió adoptar. Hay varios ejemplos de ese exceso. ¿No le parece a la mesa del senado que eso desmedra las facultades de la Cámara Alta? ¿No cree la mesa del Senado que desmedrar a los representantes daña el Estado de Derecho?

A lo anterior debe sumarse que la Corte Suprema en reiteradas ocasiones ha emitido fallos invadiendo la facultad del Poder Ejecutivo de diseñar y llevar a efecto políticas públicas. La Corte Suprema reiteradas veces ha decidido, por ejemplo, que con prescindencia de sus costos, el Estado debe financiar tratamientos médicos. Se ha llegado a sostener que las razones económicas frente a casos graves no importan porque, se ha dicho retóricamente, ¿qué podría valer más que la vida? Pero se advierte fácilmente que el argumento es falaz, porque cuando se salva una vida gracias al fallo de la Corte se sacrifican otras muchas vidas que, por la desgracia de la escasez, quedarán sin atención. Como es fácil comprender, creer que se puede administrar el Estado con base en derechos y no en el cálculo de consecuencias, supone derogar toda la literatura de la economía del bienestar, buena parte de la literatura legal, y equivale además a sostener que la función principal de un gobierno (decidir qué bienes se financian, atendido que los recursos son escasos y que desgraciadamente fuimos expulsados del Jardín del Edén) está de más. Si se tratara solo de derechos, ¿para qué existiría el gobierno?, ¿para qué se invertiría tanto dinero en la mesa del Senado? Si todo fuera un asunto de derechos que la Corte decide, ¿para qué las rentas generales se gastarían en dietas? Si existe una Constitución que declara los derechos y una Corte que los tutela, ¿para qué tendríamos Congreso? ¿Cree de veras la mesa del Senado que este comportamiento de la Corte —de algunos de sus miembros dominantes— fortalece el Estado de Derecho?

El reciente fallo de la Corte Suprema —en que asevera que puede controlar las decisiones del Tribunal Constitucional— es el tercer hecho que verifica la tendencia que se viene mencionando. Ese fallo es solo la culminación de ese intento expansivo, de esa voluntad de poder que algunos de sus miembros han ido poco a poco imponiendo y que se traduce, inevitablemente, en un activismo judicial que daña a la democracia y a una sociedad bien ordenada. El fallo de la Corte Suprema ha dicho al pasar —por redacción del ministro Muñoz— que a ella le corresponde tutelar los derechos de las personas, incluso en contra de fallos del Tribunal Constitucional.

Eso no es correcto.

No cabe duda que la Constitución entrega el cuidado de las reglas constitucionales al Tribunal Constitucional. Dentro de esas reglas están las que establecen derechos fundamentales ¿De qué forma entonces la Corte Suprema podría decidir que un fallo del Tribunal Constitucional lesiona un derecho fundamental si el llamado a decir qué derechos finalmente tienen los ciudadanos es este último? ¿Cómo podría ocurrir que un órgano encargado de decir cuáles son los derechos pudiera al mismo tiempo violarlos? Sería como decir que María es la única encargada de decidir qué color es rojo y que luego Diego pretendiera que está equivocada. Todos dirían que Diego incurre en un absurdo puesto que es María es la encargada de decidir qué es rojo y qué no. El error de la Tercera Sala -o más precisamente, el error en que incurre el argumento del Ministro Muñoz- salta a la vista.

Es verdad que el diseño del Tribunal Constitucional merece críticas; pero, no hay que equivocarse, acá se trata de otra cosa: de la disposición de los órganos del estado de someterse a las reglas, reprimiendo la voluntad de poder y la subjetividad de algunos de sus miembros la que, a pesar de la declaración de la mesa del Senado, arriesga a las instituciones que configuran al estado derecho.

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