La
declaración de la mesa del Senado acerca del conflicto entre la Corte Suprema y
el Tribunal Constitucional es un ejemplo de error craso.
¿Qué dice la mesa del Senado en su declaración?
El fallo de la Corte Suprema —dice— se transforma en una posibilidad real de
resguardo de los derechos garantizados constitucionalmente, en cualquier
circunstancia, situación —agrega— que viene a fortalecer nuestra institucionalidad
democrática y nuestro Estado de Derecho, y no al revés.
Es difícil encontrar algo más erróneo y descaminado que esa declaración.
Porque si se mira con detención el comportamiento de la Corte Suprema, lo que
se advierte es más bien lo opuesto: que su actitud poco a poco, y a pesar del
esfuerzo de algunos de sus miembros, y en especial a pesar del esfuerzo de su
presidente, Haroldo Brito, hay una preocupante tendencia de esa Corte por
alterar el diseño institucional.
Y es preocupante que la mesa del Senado no sea capaz de advertir esa peligrosa
tendencia.
Tres hechos la muestran en forma palmaria.
Desde luego, la Corte Suprema —por influencia de alguno de sus ministros— ha
emitido opiniones acerca de proyectos de ley que exceden el mandato constitucional.
La Constitución dispone que la Corte Suprema debe ser oída cuando se trata de
modificar su ley orgánica. Pues bien, a propósito de esa facultad, la Corte ha
emitido opiniones generales acerca de aspectos sustantivos de los proyectos de
ley que nada tienen que ver con sus facultades, y se ha pronunciado en cambio
acerca de si es acertado o no lo que la mayoría política decidió adoptar. Hay
varios ejemplos de ese exceso. ¿No le parece a la mesa del senado que eso
desmedra las facultades de la Cámara Alta? ¿No cree la mesa del Senado que
desmedrar a los representantes daña el Estado de Derecho?
A lo anterior debe sumarse que la Corte Suprema en reiteradas ocasiones ha
emitido fallos invadiendo la facultad del Poder Ejecutivo de diseñar y llevar a
efecto políticas públicas. La Corte Suprema reiteradas veces ha decidido, por
ejemplo, que con prescindencia de sus costos, el Estado debe financiar
tratamientos médicos. Se ha llegado a sostener que las razones económicas
frente a casos graves no importan porque, se ha dicho retóricamente, ¿qué
podría valer más que la vida? Pero se advierte fácilmente que el argumento es
falaz, porque cuando se salva una vida gracias al fallo de la Corte se
sacrifican otras muchas vidas que, por la desgracia de la escasez, quedarán sin
atención. Como es fácil comprender, creer que se puede administrar el Estado
con base en derechos y no en el cálculo de consecuencias, supone derogar toda
la literatura de la economía del bienestar, buena parte de la literatura legal,
y equivale además a sostener que la función principal de un gobierno (decidir
qué bienes se financian, atendido que los recursos son escasos y que
desgraciadamente fuimos expulsados del Jardín del Edén) está de más. Si se
tratara solo de derechos, ¿para qué existiría el gobierno?, ¿para qué se
invertiría tanto dinero en la mesa del Senado? Si todo fuera un asunto de
derechos que la Corte decide, ¿para qué las rentas generales se gastarían en
dietas? Si existe una Constitución que declara los derechos y una Corte que los
tutela, ¿para qué tendríamos Congreso? ¿Cree de veras la mesa del Senado que
este comportamiento de la Corte —de algunos de sus miembros dominantes—
fortalece el Estado de Derecho?
El reciente fallo de la Corte Suprema —en que asevera que puede controlar las
decisiones del Tribunal Constitucional— es el tercer hecho que verifica la
tendencia que se viene mencionando. Ese fallo es solo la culminación de ese
intento expansivo, de esa voluntad de poder que algunos de sus miembros han ido
poco a poco imponiendo y que se traduce, inevitablemente, en un activismo
judicial que daña a la democracia y a una sociedad bien ordenada. El fallo de
la Corte Suprema ha dicho al pasar —por redacción del ministro Muñoz— que a
ella le corresponde tutelar los derechos de las personas, incluso en contra de
fallos del Tribunal Constitucional.
Eso no es correcto.
No cabe duda que la Constitución entrega el cuidado de las reglas
constitucionales al Tribunal Constitucional. Dentro de esas reglas están las
que establecen derechos fundamentales ¿De qué forma entonces la Corte Suprema
podría decidir que un fallo del Tribunal Constitucional lesiona un derecho
fundamental si el llamado a decir qué derechos finalmente tienen los ciudadanos
es este último? ¿Cómo podría ocurrir que un órgano encargado de decir cuáles
son los derechos pudiera al mismo tiempo violarlos? Sería como decir que María
es la única encargada de decidir qué color es rojo y que luego Diego
pretendiera que está equivocada. Todos dirían que Diego incurre en un absurdo
puesto que es María es la encargada de decidir qué es rojo y qué no. El error
de la Tercera Sala -o más precisamente, el error en que incurre el argumento
del Ministro Muñoz- salta a la vista.
Es verdad que el diseño del Tribunal Constitucional merece críticas; pero, no
hay que equivocarse, acá se trata de otra cosa: de la disposición de los
órganos del estado de someterse a las reglas, reprimiendo la voluntad de poder
y la subjetividad de algunos de sus miembros la que, a pesar de la declaración de
la mesa del Senado, arriesga a las instituciones que configuran al estado
derecho.
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