Semanas atrás terminé de
leer “Entre dos piedras de molino”, el tomo I de los recuerdos autobiográficos
de Aleksander Solzhenitsyn, texto referido a los años 1974 a 1978. Son los
momentos en que, expulsado de la Unión Soviética, vivió por un tiempo en Suiza,
para después instalarse en Vermont, en el límite de los Estados Unidos con
Canadá. El libro, editado por la Universidad de Notre Dame, sirve para
conmemorar el centenario del nacimiento del notable Nobel ruso.
¿Cuáles son esas dos piedras destructoras, de las que el gran escritor cree
haberse liberado?
Para él, es muy simple, es muy evidente: la moledora de carne soviética y el adormecedor
liberalismo yanqui. Aunque logró salvarse por un pelo de la primera mole, vivió
después por años intentado esquivar la acción de la otra piedra. Agradecido del
asilo de los Estados Unidos, nunca dejó honradamente de formular su
crítica.
Ese estar entre dos piedras de molino, ¿no es eso acaso lo mismo que les sucede
a nuestros compatriotas en el día a día?
Un carro de metro, temprano por la mañana, y una caminata compartida por
Rosario Norte en dirección al Parque Araucano, hacia las 8:30 horas, y
pareciera que, en esas caras tristes, en esos rostros que solo anhelan la
llegada del fin de semana o del feriado salvador, no hay más que ansiedades y
penas. Casi no se oyen conversaciones en chileno, mientras que los frecuentes
acentos inmigrantes parecen manifestar un tono de mayor esperanza, algo de
ilusión.
¿Por qué esa tristeza nacional?
Quizás, porque nuestros compatriotas ya han experimentado en sus vidas la
acción destructora de las dos piedras de molino, y casi no ven por dónde
encontrar una rendija salvadora.
Por una parte, porque han experimentado en los últimos 30 años con su apoyo a
diversas formas de socialismo —desde el PS y el PPD, pasando por los comunistas
y el Frente Amplio, e incluso explorando las opciones anarquistas—, y ¿con qué
se han encontrado? Con un Estado cada vez más grande, caro e indiferente, con
unos supuestos derechos imposibles de financiar, con un fracaso económico
estrictamente dependiente de la falla de origen. Les ha ido mal con el
socialismo opresor.
Y, por otra, han explorado la opción individualista —la que ha promovido uno
que otro partido en la derecha, y aquel otro intelectual y ese grupo de
empresarios maximizadores—, y ¿qué resultado han obtenido? La exaltación de una
persona supuestamente autónoma en cada una de las dimensiones de sus vidas y
dotada de aparentes nuevos derechos, ejercicios de libertad que han terminado
convirtiéndose en auténticos calvarios; un fracaso humano que va dejando
cicatrices indelebles.
Así estamos, entre una piedra y otra.
Y, por eso, el dilema implícito, allá en el fondo de la conciencia —aunque
quizás todavía no suficientemente racionalizado—, lo tiene cada chileno cuando
se pregunta qué hacer en el futuro: ¿optar de nuevo por aquella piedra
socialista, esa que muele de modo chirriante, mientras intenta convencerte de
que nada te conviene más que ser trigo en manos del Estado? ¿Venezuela?
¿O dejarse disolver de modo sutil, casi sin ruido ni dolor, por la otra piedra,
la del individualismo liberal, esa que lubrica el proceso con un líquido que
parece aliviar los dolores, pero que no es sino un evidente placebo? ¿Seguir
soñando con que la libertad no tiene límites y que, de simples animales,
realmente podremos convertirnos en dioses, según el proyecto de Harari? ¿Chile
2019?
No se ve fácil la salida, no se ve cómo librarse de la acción demoledora de las
dos piedras.
Incluso, si se explica la existencia de una tercera opción, las dos piedras
funcionan al unísono clamando: “¡Populismo!”. Es su mecanismo conjunto de
defensa.
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