¿ERA INEVITABLE EL GOLPE DE ESTADO? TESTIMONIO DE UNA VIDA VIVIDA EN CHILE, 1970–1973



¿ERA INEVITABLE EL GOLPE DE ESTADO? TESTIMONIO DE UNA VIDA VIVIDA EN CHILE, 1970–1973

No escribo estas líneas con nostalgia, ni con ira. Escribo porque siento que es necesario. Porque, a pesar del tiempo transcurrido, la historia de Chile entre 1970 y 1973 —y lo que vino después— sigue siendo contada con silencios selectivos y pasiones que ciegan. Y los que la vivimos desde dentro, tenemos el deber de hablar.

En 1970 tenía 38 años, era ingeniero, padre de familia, y como tantos otros, me vi enfrentado a una decisión que no era sólo profesional, sino existencial: ¿me quedaba en Chile, a riesgo de lo que pudiera venir, o debía buscar un puerto más seguro para mi familia, lejos de la tormenta que se avecinaba? La respuesta fue, clara para mí: mi lugar era aquí. No por heroísmo, sino por sentido de responsabilidad. Porque sentí que había que quedarse, trabajar, resistir con lucidez, y cuidar lo que aún se podía salvar.

Desde entonces, viví aquellos años como un navegante sobrio en aguas agitadas. No como un espectador pasivo, pero tampoco como un actor político. Fui alguien que auscultó el acontecer con rigurosidad, día tras día, sin caer en entusiasmos ni en discursos. Y lo que vi, lo que viví, contradice muchas de las versiones que hoy circulan como verdades definitivas.

Porque no hubo una guerra civil formal, es cierto. Pero sí hubo una guerra de guerrillas, que se instaló desde el principio. Células armadas, entrenadas fuera del país —particularmente en Cuba—, se infiltraron en la sociedad chilena con el claro propósito de desestabilizar y provocar una confrontación revolucionaria. El país se convirtió en un campo de batalla subterráneo, donde las Fuerzas Armadas se vieron enfrentadas a una red oculta, difícil de identificar, imposible de combatir con tanques o batallones regulares.

Fue una guerra en la sombra. Y como toda guerra de ese tipo, derivó en métodos extremos, cuestionables, trágicos. No se trató de una deformación espontánea de las instituciones, como algunos quieren creer. Fue la consecuencia atroz de un enfrentamiento que se volvió inevitable, y que se libraba en la clandestinidad, donde el enemigo podía estar disfrazado de vecino, de colega, de estudiante. En ese contexto, la labor de inteligencia fue despiadada, sí, pero no gratuita. Fue parte del horror que implica elegir entre permitir el colapso o enfrentarlo con los instrumentos disponibles —aun los más crudos— en una guerra no declarada.
La pregunta de Retamal, Ministro de la Corte Suprema, a Aylwin refleja la horrible disyuntiva .. “Don Patricio, porque no deja que los militares hagan el trabajo sucio”
Eso era la realidad, y nadie lo ignoraba …. Una intencionalidad desembozada lo ha ocultado.

La historia está llena de ejemplos así. Lo que ocurrió en Chile no fue una excepción ni una monstruosidad única en su tipo, como se ha intentado presentar. Fue parte del drama humano que se desata cuando las ideologías empujan a los pueblos a extremos, y cuando la realidad ya no admite soluciones limpias. Pero la gran derrota no fue ni militar ni política. Fue también una derrota de la verdad. Porque desde un inicio, se dejó instalar un cuadro que no es en absoluto real: se presentó a las Fuerzas Armadas como una horda ciega de verdugos, a los grupos subversivos como víctimas inocentes, y a Salvador Allende como un mártir sin responsabilidad. Y esa simplificación ha hecho imposible la reconciliación verdadera.

La historia oficial suele evadir una pregunta clave: ¿fue inevitable el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973? Se responde con lugares comunes: que hubo intervención extranjera, que la derecha no toleró la vía chilena al socialismo, que las Fuerzas Armadas se corrompieron moralmente. Todo eso puede discutirse. Pero para quienes vivimos esos años desde dentro, con la sobriedad de quien debía decidir el futuro de su familia y contribuir al de su país, hay otra respuesta, más incómoda y más profunda: el golpe fue inevitable porque Salvador Allende lo hizo inevitable.

No lo digo desde el odio, sino desde la experiencia. En 1970 tenía 38 años. Era ingeniero, padre de familia, y como tantos, tuve que decidir si abandonar el país o quedarme. Opté por quedarme, y recorrí cada día del proceso como quien ausculta el mar en plena tormenta. Vi la polarización, la ruina económica, la infiltración de células armadas entrenadas en Cuba, el colapso de las instituciones. Pero sobre todo, vi la figura de Allende consolidarse como una tragedia griega: un hombre más enamorado de su propio mito que de su responsabilidad política.

Porque Allende no fue un revolucionario como otros. Fue un romántico político, un dandy ilustrado que soñaba con la épica del sacrificio. Lo escuché decirse “carne de estatua”, y no era una frase casual: era un designio. Vivía en función de su imagen histórica, no de las urgencias del país. Cuando todo se derrumbaba a su alrededor, eligió el bronce antes que la bandera blanca. Rechazó todo intento de salida negociada, todas las soluciones que hoy se relatan. Quiso inmolarse. Y lo logró. Pero su inmolación arrastró consigo a un país entero, con todas sus fracturas, dolores y odios que aún nos persiguen.

El golpe no fue un acto de locura de las Fuerzas Armadas. Fue la conclusión lógica de una secuencia que no supimos o no quisimos detener. Y el gran responsable fue Allende, no por su ideología, sino por su temperamento. Porque fue incapaz de desprenderse del personaje que había construido de sí mismo. Porque, llegado el momento final, prefirió cumplir su destino trágico antes que salvar a Chile de la tragedia.

Quienes lo veneran como mártir no han querido ver ese detalle esencial. Porque si lo vieran, tendrían que aceptar que el precio de su bronce fue demasiado alto. Y que el país pagó, y sigue pagando, por una figura que eligió el símbolo antes que la solución.

Santiago Elgueta Fernández
Ingeniero Civil U de Chile