EX EMBAJADOR JON BENJAMIN REVELA SUS INSÓLITOS ENCUENTROS CON MARGOT HONECKER EN SANTIAGO



EX EMBAJADOR JON BENJAMIN REVELA SUS INSÓLITOS ENCUENTROS CON MARGOT HONECKER EN SANTIAGO

El ex diplomático del Reino Unido hizo llegar a El Líbero un relato en primera persona de las reuniones que sostuvo con la ex Primera Dama de la RDA. «Una de las experiencias más extrañas de mis 38 años de carrera diplomática. Ahora que lo pienso bien, también fue una de las más inquietantes», escribe Jon Benjamin.

por Jon Benjamin19 abril, 2025

Recién retirado del servicio exterior, el carismático ex embajador del Reino Unido en Chile, entre 2009 y 2014, Jon Benjamin, recuerda con detalles los encuentros que sostuvo con Margot, la viuda del jerarca de la RDA, Erich Honecker. En más de una ocasión dejó plasmado en su entonces cuenta de Twitter, estas reuniones. «Acabo de tener una conversación tan memorable: dos horas a solas con Margot Honecker, la viuda del ex-líder de la RDA donde viví yo en 1985», posteó en noviembre de 2011.

«Ella fue culpable y cómplice muy cercana de graves delitos contra los derechos humanos más básicos de millones de personas, pero en el sofá de nuestro salón parecía un ser humano humilde y reducido al que resultaba difícil imaginar que hubiera podido hacer daño a una mosca», se lee en parte del relato que Jon Benjamin hizo llegar a El Líbero.

A continuación, el texto completo.

  Encuentro con Margot: recuerdos de un monstruo marxista

En 2012 y 2013, cuando me desempañaba como embajador del Reino Unido en Chile, tuve tres largas reuniones con un dinosaurio aún vivo: Margot Honecker, tercera esposa del antiguo líder de Alemania Oriental, Erich Honecker, y Ministra de Educación de la República Democrática Alemana (RDA) por derecho propio desde 1963 hasta 1989. Su trabajo consistía en formar nuevas generaciones comunistas convenientemente adoctrinadas. Margot, de soltera Feist, tenía unos 80 años cuando nos conocimos y llegó a los 89 antes de fallecer en 2016.

Yo había pasado un tiempo en la RDA como estudiante en un raro intercambio universitario con el Reino Unido a principios de la década de 1980 y seguía fascinado por este experimento marxista siniestro y sin alegría desde entonces, mucho después de su desaparición. En 2017, el Muro de Berlín llevaba caído el mismo tiempo que estuvo levantado; en 2030, la propia RDA habrá desaparecido más tiempo del que realmente existió.

Pero si nos fijamos en el mapa de las recientes elecciones alemanas, donde el mayor porcentaje de votos de la AFD coincide casi exactamente con un mapa de la antigua Alemania del Este, la división sigue pareciendo a veces lo bastante real, aunque no de la forma que sus antiguos amos comunistas habrían soñado.

La RDA fue un experimento fallido de sustitución de una tiranía, el nazismo, por otra, el marxismo soviético. Ambas formas alemanas de totalitarismo dejaron de existir por completo, la primera al perder una guerra agresiva y genocida que buscaba e inició, la segunda derrocada por su propio pueblo, harto del miedo, la represión y la monotonía de su existencia cotidiana. La teoría de la herradura de la política en suelo alemán.

Margot Honecker formaba parte de los verdaderos creyentes, incluida en su juventud al comienzo del experimento de Alemania del Este y una acérrima defensora de su ideología mucho después de que las vaciadas prisiones de la Stasi se convirtieran en macabras atracciones turísticas. 

Acabó por asentarse en Chile en 1992, y un año más tarde se le unió su marido en lo que resultó ser el último año completo de su vida, escapando ambos de la justicia por los crímenes de la sombría dictadura que dirigieron sin oposición durante 18 años.

El gobierno chileno, entonces de centro-izquierda, les devolvió el favor al recordar con gratitud que la RDA había acogido como refugiados a unos 2.000 partidarios acérrimos del Presidente marxista Salvador Allende (1970-73), convertido en opositores empedernidos de su vencedor militar, Augusto Pinochet. Entre esos refugiados se encontraba la que fuera dos veces Presidenta de Chile, Michelle Bachelet, que acaba de descartar presentarse por tercera vez a las próximas elecciones de este año.

La hija de los Honecker, Sonja, se casó con uno de esos chilenos, de ahí que hubiera una conexión familiar más directa.  Y, por supuesto, los Honecker no contaban precisamente con un sinfín de ofertas de un segundo hogar a principios de la década de 1990: no eran deseados ni en Moscú ni en el Berlín unido, y tampoco eran bienvenidos en otros lugares de la nueva Europa «entera y libre».

Veinte años después, no fue fácil localizar a Margot Honecker. Para entonces, llevaba una vida casi eremítica en el barrio de La Reina, en la zona oriente de Santiago, pegada a la falda de los Andes, y apenas hablaba español. Fue necesario un año de tímidas negociaciones a través de contactos de la Embajada en el Partido Comunista para conseguir que hablara, dada su paralizante desconfianza hacia cualquiera que no formara parte de una pequeña camarilla de simpatizantes ideológicamente alineados.

Cuando por fin nos vimos por primera vez, en la residencia de la embajada británica, me preguntó repetidamente -y exclusivamente en alemán- ¿por qué el Gobierno del Reino Unido estaba tan interesado en sus opiniones? Intenté explicarle de forma diplomática que, en realidad, no lo estaba, y que se trataba simplemente de una investigación de interés puramente personal, una oportunidad de hablar de un capítulo de la historia que había vivido directamente con un testigo vivo clave.  ¡Creo que no me creyó el cuento!

Durante muchas horas de debate, incluso a lo largo de una rara cena con forasteros en su casa, no cedió ni un ápice. La ideología política de toda su vida adulta era, me dijo, «objetivamente correcta» como reflejo inexorable de la verdadera condición humana. Karl Marx había desvelado el camino determinista que la humanidad debía tomar necesariamente. El capitalismo tenía que derrumbarse un día bajo el «peso de sus contradicciones inherentes», sus palabras exactas y tópicas. No tenía nada por lo que disculparse.

El experimento de la RDA había sido honorable y exitoso, pero sus enemigos occidentales lo socavaron constantemente. Por mucho que el comunismo estuviera inevitablemente destinado a ganar al final, el imperialismo y el capitalismo aún habían sido lo suficientemente fuertes a finales del siglo XX como para contraatacar con éxito. Pero «la semilla sobrevive y volverá a florecer algún día». Mientras tanto, sin embargo, la desaparición de la RDA había sido una «inmensa tragedia»:  Alemania había perdido su «media naranja» (más bien, un tercio) y millones de sus antiguos ciudadanos se encontraban claramente en una situación mucho peor.

Esa fue una de las muchas alucinantes inversiones de la verdad que hizo Margot. La Stasi -«la espada y el escudo de nuestra República»- había sido necesaria porque los «enemigos internos de clase» pretendían derribar el sistema para luego enriquecerse mediante la explotación de sus conciudadanos en un renovado sistema de libre mercado. Llevaría mucho tiempo construir el socialismo en todo caso, ya que incluía tener que cambiar una mentalidad humana que había evolucionado a lo largo de siglos de condicionamiento capitalista. Al final, a sus camaradas no se les había dado un suficiente lapso de tiempo para terminar la tarea.

Por supuesto, había muchos más enemigos fuera de la RDA, sobre todo en Alemania Occidental, y por eso el Muro había sido necesario: «No se dejaría una delicada plantita para que la devorasen pájaros voraces». 

Los ciudadanos de la RDA conocían perfectamente las reglas, incluido lo que les ocurriría si intentaban saltarlo. En cualquier caso, la mayoría de los que lo hicieron habían sido incitados deliberadamente a hacerlo por agentes de la RFA o eran simplemente el pequeño número de desviados y delincuentes que componen cualquier sociedad. La prensa occidental nunca se hizo eco de los numerosos casos, según ella absurdamente, de alemanes occidentales que saltaban el Muro en dirección contraria para encontrar la tranquilidad en un paraíso socialista. Tal vez nunca informaron de ellos porque nunca ocurrieron, me aventuré a responder- siguió un silencio sepulcral momentáneo.

Cuando Margot se animó de verdad fue a propósito de Mijaíl Gorbachov, cuyo nombre mencionó docenas de veces con una rabia casi escupidora. Fue el ingrato receptor de los mayores beneficios del socialismo soviético para luego socavarlos y destruirlos, sacrificando deliberadamente a la RDA en el proceso, sólo para congraciarse con Helmut Kohl. 

La llegada de Gorbachov al poder fue, según sus coloridas palabras, el equivalente a la elección de un Papa que luego dijera a la Iglesia Católica que tenía que permitir el aborto y aceptar la homosexualidad, destruyendo así toda su razón de ser y sus estructuras internas.  Gorbachov fue sencillamente un monstruoso traidor a la causa que lo había criado, mientras trataba de convertirse en millonario.

Le contesté casi todo, aunque reconozco que Margot nunca dejó que el ambiente se volviera demasiado gélido. Le expliqué a Margot que una experiencia formativa para mí había sido cuando me acostaba en una cama de Berlín Este y oí disparos que, según descubrí más tarde, significaban que alguien había sido tiroteado mientras escapaba hacia el oeste. Se encogió de hombros. 

También le dije que la película «La vida de los otros» me había parecido un reflejo muy fiel de mi propia experiencia de lo que era la vida cotidiana en la RDA. No, replicó, era propaganda imperialista organizada contra nosotros, y tal vez financiada por la CIA.

Entonces le pregunté si ¿no era evidente a nuestro alrededor en Chile que el libre mercado, la democracia y la sociedad abierta significaban una mayor prosperidad para el pueblo que la que había logrado el experimento marxista de Salvador Allende? 

No. Chile y todos los países capitalistas, especialmente EE.UU., sufrían una gran desigualdad, delitos económicos, corrupción, desempleo, falta de vivienda, enfermedades mentales y violencia. Lo sabía por los informes de las embajadas de la RDA tras las líneas de los enemigos de clase. Pero los gobiernos occidentales se aseguraron de que una prensa adiestrada nunca informara de esas noticias. Sin embargo, uno de los principales periódicos chilenos de aquel día, que yacía junto a nosotros sobre una mesilla, publicaba precisamente varias noticias de ese tipo.

En ningún momento Margot Honecker dio explicaciones ni se mostró crítica, salvo un breve reconocimiento de que el SED (el partido comunista de Alemania del Este) había tenido que confeccionar parte de su hoja de ruta marxista a medida que avanzaba, por lo que inevitablemente cometió algunos errores, aunque de gestión, no teóricos.

Por lo demás, era impenitente y segura de sí misma. Su vocabulario y su dicción sonaban exactamente como lo habrían hecho los más altos funcionarios de Alemania Oriental a finales de los años setenta. De hecho, nunca llegó a formar parte del más alto escalón, el Politburó, pero fue una Primera Dama enormemente poderosa, la Lady Macbeth de la RDA. 

Margot, apodada la «Bruja Púrpura» a sus espaldas en su propia utopía comunista (por su pelo teñido); Margot, que supuestamente ordenó la adopción forzosa de los hijos de los disidentes encarcelados; Margot, supervisora de una red de unos 150 austeros hogares infantiles similares a prisiones donde los menores «políticamente difíciles» eran reeducados con dureza para convertirlos en buenos ciudadanos socialistas.

Margot, el monstruo.

Sin embargo, a título personal, estaba lejos de ser una persona sin encanto: tanto es así que a mi esposa chilena le costaba asociar a «esa dulce anciana» con los crímenes y la falta de alegría de la RDA retratados en «La vida de los otros», que volvimos a ver inmediatamente después de nuestra última larga conversación con ella.

Había un epílogo. En mi fiesta de despedida como embajador en enero de 2014, muchos se quedaron visiblemente atónitos al ver aparecer entre los invitados a una Margot Honecker ahora más frágil. Quizás se quedó igual de estupefacta al conocer muy brevemente a la hija de Pinochet, invitada también como concejala en ejercicio de la municipalidad que albergaba la embajada. No sé lo que pasó entre ellos, pero supongo que no fue un encuentro de mentes similares.

Margot me hizo un regalo aquel día: un pequeño libro de poemas de Goethe impreso en los primeros años de la RDA por «La Editorial del Pueblo» en la casi indescifrable antigua escritura cursiva alemana. Aún lo atesoro en mi pequeña biblioteca londinense.

Más de una década después, tengo la impresión de haber conocido a una encarnación viva de «la banalidad del mal» de Hannah Arendt. Margot murió sin el menor atisbo de duda sobre sus convicciones ideológicas de toda la vida ni remordimiento por las consecuencias de aplicarlas tan represivamente en el sistema de «socialismo real existente» de la RDA.

Ella misma fue culpable y cómplice muy cercana de graves delitos contra los derechos humanos más básicos de millones de personas, pero en el sofá de nuestro salón parecía un ser humano humilde y reducido al que resultaba difícil imaginar que hubiera podido hacer daño a una mosca.

En definitiva, conocer a Margot Honecker sigue siendo una de las experiencias más extrañas de mis 38 años de carrera diplomática. Ahora que lo pienso bien, también fue una de las más inquietantes.

Pero todavía queda mucha gente tanto en Chile como en otras partes dispuesta implacablemente a defender los mismos dogmas políticos rígidos en los que ella creía, encarnados en el gobierno de Allende.

Publicado por El Líbero