Guerra Cultural:

Guerra Cultural:
Horadan la memoria de los próceres
José Tomás Hargous Fuentes
En las últimas semanas nos hemos escandalizado con los casos de usos fraudulentos de licencias médicas en el Estado. No sólo es un grotesco acto de corrupción –no viene al caso profundizar en el descaro del Gobierno que, con su “moral superior, prometía acabar con la corrupción y cada año sale con un caso más grave que el anterior–, sino que horadan la memoria de nuestros próceres.
Estos días se conmemoran los martirios de dos de nuestros padres de la patria. El pasado 21 de mayo, como todos sabemos, fue la gesta heroica de Arturo Prat Chacón. Y esta semana, el 3 de junio, se conmemora el Motín de Quillota, con el que un regimiento sublevado toma cautivo a Diego Portales Palazuelos, quien es asesinado en Valparaíso el 6 de junio siguiente.
Cada uno a su manera, era ejemplo de una virtud pública sin tacha. La de Prat es bien conocida. Una honorabilidad absoluta, en lo público y en lo privado, que le mereció por parte del inglés Simon Collier el calificativo de “Santo secular”. Una honradez que se reflejó en su carrera naval y en su ejercicio profesional de abogado. Tal como recuerda Gonzalo Vial en su biografía, Prat rindió cuenta de forma “sobria y prolija” de sus gastos, devolviendo los viáticos que no usó y gastando de forma austera para no cargarle la mano a la Armada cuando se encontraba cumpliendo labores de inteligencia en Argentina (Gonzalo Vial, Arturo Prat (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1995), 157).
En el caso de Portales, la Historia recuerda cómo prefería vivir en la pobreza a recibir el sueldo que le correspondía como ministro, allá por los primeros años de la República Conservadora (1831-1861/71), donde el papel del comerciante sería crucial para dar forma a la naciente República de Chile. Además, conocemos por su Epistolario su convicción de que “los ciudadanos carecen de toda virtud” y que el país necesitaba un Gobierno “cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes”.
El escándalo de las licencias médicas, como la guinda de la torta, es una muestra más de cómo nuestros políticos le escupen en la cara a los próceres que construyeron nuestro Estado y pusieron siempre a nuestra Patria en lo más alto, recibiendo la incomprensión de sus partidarios y opositores, e incluso la muerte por defender a su país. Es muy triste cómo hoy nuestros políticos –de ambos lados del espectro– prefieren el beneficio personal injustamente obtenido a costas de los demás al martirio al que optaron muchos Padres de la Patria.
Como sostiene Gonzalo Rojas, aquí ha fallado la educación de la generación de nuestros padres. Pero sólo no por una muestra de indolencia o de indiferencia por la educación en virtudes. En las últimas décadas se ha trabajado sistemáticamente desde el Estado por horadar los cimientos de nuestra educación, despreciando “la historia de los héroes”, ésa que era Magistra Vitae, ninguneando la educación cívica y escondiendo en un cajón la educación religiosa.
No nos quejemos ahora de que hemos formado unos ciudadanos absolutamente irresponsables con sus familias y con su sociedad, que algunos de ellos –cual niño malcriado– estuvieron dispuestos a quemarlo todo para que destruir el legado de sus padres y pedir un par de migajas que nunca llegaron, y que ¿otros? han copado el Estado con sus amigotes. Estamos cosechando lo que sembramos en los últimos treinta años. Tal es la profundidad de nuestra crisis moral. Ahora hay que mirar al futuro y ver cómo reconstruimos moralmente este país.
Licenciosos
Álvaro Pezoa Bissières
A veces, un fenómeno aparentemente secundario refleja con nitidez las grietas de una sociedad. Es el caso de las licencias médicas fraudulentas, que no solo tensionan a los sistemas de salud y previsión, sino que exponen un mal más profundo: la abismal crisis moral de la cultura chilena.
En los últimos años, el aumento sostenido de licencias médicas ha sido un fenómeno llamativo. Los hallazgos revelan prácticas sistemáticas que incluyen emisión de licencias sin diagnóstico clínico, venta de justificaciones médicas en redes sociales, e incluso “paquetes” ofrecidos por profesionales de la salud a cambio de una suma de dinero. Lo más alarmante es que estas conductas no se limitan a un grupo específico: atraviesan clases sociales, niveles educacionales, profesiones, edades, colores políticos y tanto al sector privado como (escandalosamente) al público.
La reciente investigación de la CGR lo confirma: más de 25.000 funcionarios públicos –por ahora– habrían viajado fuera del país mientras se encontraban con licencia médica. Estos hechos, que rayan en el absurdo, no constituyen solo una irregularidad administrativo-legal, sino que son un reflejo de la profunda erosión del sentido del deber y responsabilidad que debiera caracterizar al servicio público; más aún, manifiestan abierta impudicia, develan una sociedad de “licenciosos”.
El problema no radica solo en las carencias de fiscalización o en vacíos normativos, que los hay. Su raíz es más honda y está en la creciente normalización del aprovechamiento, en la pérdida de noción del deber moral, y en la erosión del sentido de lo común. En otras palabras, lo que se ha debilitado es la ética del compromiso con la verdad, el bien, la responsabilidad y la justicia.
En una sociedad que premia la viveza, que aplaude al que “se las arregla”, que tolera o justifica la falta aparentemente menor si “todos lo hacen”, no debe extrañar que la frontera entre lo correcto y lo ilícito se difumine. La licencia falsa no es más que un síntoma: lo que la habilita es una mentalidad ciudadana que relativiza principios valiosos en favor del beneficio individual espurio inmediato.
¿Y qué decir de aquellos profesionales de la salud que, traicionando su vocación y juramento, participan activamente en este circuito? ¿O de empleadores que, sabiendo, callan para evitar conflictos? ¿O del silencio cómplice de colegas y familias? ¿O del aparato estatal que, durante años, miró para el lado? El problema es colectivo.
La ética no es un accesorio estético para tiempos de calma, sino el cimiento indispensable para la convivencia y la confianza. Sin ética pública y privada, el tejido social se desgasta hasta la desintegración. Cuando el engaño se vuelve cotidiano, no hay ley ni institución que lo contenga.
Por eso, esta crisis exige más que declaraciones: urge la adopción de medidas legales punitivas severas, una mejora sustantiva en los procedimientos y un rediseño de los controles. ¡Y una tarea explícita de cambio cultural! No se trata solo de eficiencia, sino del bien común.
La oportunidad que esta penosa realidad presenta debe asumirse como una tarea de unidad nacional. Está en juego el porvenir del país: o corregimos el rumbo o nos adentramos en un proceso de corrupción irreversible. El tiempo para actuar se agota.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el sábado 31 de mayo de 2025.