Humores y aflicciones



Humores y aflicciones

Columna de Max Colodro

La velocidad con que cambian las prioridades y los estados de ánimo del país es sorprendente. Hace poco más de dos años estábamos convencidos que una parte medular de nuestros problemas pasaba por la Constitución vigente; y que el eje de la solución a esos problemas debía ser por tanto un proceso constituyente. Durante más de una década habían corrido ríos de tinta, debates y seminarios sobre el tema. Hoy, a tres semanas de la elección de los integrantes del nuevo órgano redactor, el proceso no le interesa a nadie.

La “agenda educacional” fue desde el movimiento estudiantil de 2011 una de las grandes prioridades nacionales. “Educación pública, gratuita y de calidad, sin fines de lucro”: las consignas que movilizaron a millones y que, de alguna manera, explican que quienes ahora gobiernan fueran los dirigentes de dichas batallas. Pero en esta década la educación pública no sólo no ha mejorado, sino que las brechas de calidad entre escuelas públicas y colegios privados siguió aumentando; los liceos emblemáticos viven una triste decadencia, y el compromiso de condonar el CAE durante el actual período presidencial hasta ahora no se concreta. Esta semana el Liceo de Aplicación volvió a ser incendiado y tampoco le importó a nadie.

La inversión y el crecimiento económico llevan casi una década de estancamiento; Chile no crece cada vez más sino cada vez menos. Este año seremos el único país en recesión de América Latina, y las familias que viven en tomas y “campamentos” han aumentado a una velocidad exponencial. Pero el país se regocija con el sueño de trabajar menos horas, de subir el sueldo mínimo, las cotizaciones previsionales y los impuestos; todo en paralelo mientras en la última década la productividad de la economía sólo ha retrocedido y el crecimiento de tendencia es cada vez más bajo. En simple, la fantasía de que se puede gastar más produciendo menos. ¿Cuál es la razón para tanta celebración? Destellos de pensamiento mágico.

Si algo hemos confirmado en estos años es que Chile no es un país con una agenda de cambios derivada de un diagnóstico, sino que vive de estados de ánimo alimentados por las urgencias. Ahora vinimos a descubrir el costo de sacrificar la seguridad y el orden público en función de utopías que nunca llegaron. Pensamos que era gratis entregarle las calles y los territorios al crimen organizado, no ponerle controles a la inmigración ilegal. Muchos incluso vieron en el vandalismo un camino de redención y las consecuencias de todo ello están a la vista: hoy Chile no tiene otra “agenda” salvo intentar reestablecer la seguridad ciudadana y el orden público. Los proyectos de ley se suceden y aprueban uno tras otro, por “vía exprés”. Hay que aprovechar el momento porque las iniciativas que ahora impulsa el Ejecutivo jamás podrían ver la luz si las fuerzas políticas que lo integran siguieran en la oposición.

Y porque, a su vez, nadie sabe en qué estaremos en uno o dos años más.