Ius cogens ¡penal! y deslealtad normativa. (a propósito del juzgamiento de causas de DDHH).
Ius cogens ¡penal! y deslealtad normativa. (a propósito del juzgamiento de causas de DDHH).
14/08/2024
13 de agosto de 2024
Es una verdad irredargüible en ámbitos extrajurídicos que los argumentos morales son más poderosos que los argumentos técnicos, básicamente, porque convocan a algo mucho más profundo que estos últimos (el uso que la política ha hecho de esta realidad es un ejemplo clásico). Sin embargo, en el dominio del Derecho, “la cosa es distinta”, sobre todo en el derecho penal.
En la esfera estrictamente jurídica, se plantea la eterna pugna entre el derecho y la moral o entre el derecho positivo y el derecho natural, que se devela de manera patente en estas causas de DDHH, y hasta ahora, con una ventaja del iusnaturalismo. Esta preeminencia ha sido una máxima del derecho internacional de los DDHH, que a través de las normas de ius cogens, ha sido capaz de asentar una jurisprudencia global uniforme, avanzando hacia un verdadero ius cogens ¡penal!, y que, en el caso de Chile, se ha evidenciado con mucha mayor intensidad, así como un fetiche jurisprudencial, siendo incluso capaz de desmantelar principios penales básicos, como la imprescriptibilidad, la irretroactividad o la tipicidad, por mencionar los más relevantes.
Dicho esto, podemos apreciar del estudio de causas de DDHH, la existencia de diversos estándares normativos e interpretativos entorno a la “obligación de investigar”, teñidos de esta moralina, y que han sido recogidos con ímpetu por diversos ministros de fuero, y a partir de distintos fallos de la Corte Interamericana de DDHH (emblemático es el caso Almonacid Arellano vs. Chile, de 26/09/2006).
Con todo y eso, cabe precisar que tanto la Corte Interamericana -un tratado de DDHH propiamente tal- como el Estatuto de Roma -el instrumento punitivo internacional por excelencia- sí reconocen principios limitadores del ius puniendi, y sí los aplican en sus fallos, cuestión que lamentablemente, no ha ocurrido en el caso de nuestros tribunales, según veremos a continuación.
En efecto, algunos jueces criollos, pretendiendo “innovar” en esta materia, han caído en un trasnochado “colonialismo” jurisprudencial, renegando de nuestra ley y Constitución, para abrazar instrumentos ajenos y extraños a nuestra cultura penal, pero que les permiten materializar -de manera “eficiente”- su particular sentido de justicia, buscando -en palabras de ellos- crear una “nueva regla que inspire la solución de un caso que puede ser perfectamente aplicable a casos similares”, y que les permite aseverar con total desparpajo -en relación a hechos pretéritos juzgados en el presente- que “estamos no solamente ante un tipo de delito doloso, sino ante un delito de lesa humanidad. Delito de lesa humanidad donde no es aplicable la imputación objetiva. (énfasis agregado)
De este modo, para lograr el objetivo propuesto, estos sentenciadores -partiendo de un “contexto general de violaciones a DDHH”– han importado ideas “añejas” y “manoseadas”, propias del Holocausto y la posterior purga nazi, y que, por medio de la analogía, han aplicado implacablemente a la situación ocurrida durante el Gobierno Militar, especialmente, durante el período comprendido entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978 (época “supuestamente” cubierta por el DL n° 2.191 de Amnistía).
Ahora bien, luego de tener definido ese “contexto”, el cual abarca absolutamente todo -tiñendo de sesgo el proceso y su prueba- estos ministros enjuician las causas con los ojos de un juez internacional, pero desde un estrado más propio de Nuremberg que de La Haya, haciendo caso omiso a las reglas penales establecidas por nuestra legislación.
De hecho, ellos mismos se jactan de su rol de juez “supranacional” y no dudan -en virtud de esta “auto asunción”- en increpar a las defensas de los acusados, sugiriéndoles que “deben situarse en la sede del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y lo que significa la violación de los Derechos Humanos y el delito de lesa humanidad”. (todos los extractos en cursiva fueron tomados de fallos del Ministro de Fuero Álvaro Mesa Latorre).
¿Qué significa esto en la práctica?
La instauración de una suerte de modelo automático eficiente de imputación penal en materia de DDHH, donde, prescindiendo de las reglas de imputación objetiva, permite que dado un contexto X, y si el acusado es Y, entonces debe ser Z. Bajo este paradigma, no interesa si la condena en contra de los acusados se ha dado sin establecer previamente que han realizado la conducta típica del delito como orientación inequívoca de la conducta prohibida penalmente. No importa tampoco si el actuar de éstos realmente lo ha sido a partir de la creación del riesgo penalmente desaprobado y si este riesgo se ha realizado efectivamente en el resultado. Estos extremos que exige la doctrina y jurisprudencia penal nacional y comparada, y que debieran considerarse en todo razonamiento judicial de imputación penal, son lisa y llanamente evitados por estos jueces por medio de este nuevo canon de imputación en materia de DDHH.
A la luz de lo expuesto antes, es indudable que, frente a una estructura mental de esta naturaleza, y por quien tiene el control absoluto del proceso inquisitivo, el justiciable no tiene nada que hacer. Su destino procesal está ¡predeterminado! en un encuadre de mise en scene procedimental. A ello se suma que el Código de Procedimiento Penal -ante la falta de cualquier medio probatorio de cargo- permite condenar en base a meras “presunciones judiciales”, que, en la praxis bajo estudio, no son otra cosa que aseveraciones o enfatismos lingüísticos auto confirmatorios, que permiten prescindir de una auténtica dialéctica argumental (art. 500 n° 4 CdePP, en contraposición al moderno art. 297 inciso 2° CPP).
Siendo así, vemos entonces que no se trata de instalar una “transculturación penal” en materia de DDHH, sino más bien, crear una verdadera INCULTURA PENAL.
Así y todo, aun cuando el denominado ius cogens ¡penal! sea el sueño cumplido de iusnaturalistas con vocación punitiva -que escudándose en la búsqueda de una justicia material y blandiendo la espada de Temis en la lucha contra la impunidad- no trepidan en acumular condenas a su currículum, basadas en ese especial “contexto” o “modelo de imputación” -frente al cual dijimos, no hay prueba en el mundo capaz de derribarlo-, lo cierto es que cuando llega el momento crucial del proceso de decidir sobre la absolución o condena de un ser humano, no existe moral, modelo o contexto que sea capaz de sustituir la certeza erga omnes que entrega el derecho penal liberal y sus principios, aquel que uno ve cuando abre la Constitución y los códigos, y que constituye la única garantía verdadera que tienen los ciudadanos frente al ius puniendi estatal, por lo menos, en un sistema democrático de derecho como Chile.
A este respecto, Claus Roxin, con la lucidez que lo caracteriza, señaló: “un Estado de Derecho debe proteger al individuo no sólo mediante el Derecho penal, sino también del Derecho penal. Es decir que el ordenamiento jurídico no solo ha de disponer de métodos y medios adecuados para la prevención del delito, sino que también ha de imponer límites al empleo de la potestad punitiva, para que el ciudadano no quede desprotegido y a merced de una intervención arbitraria o excesiva del “Estado Leviatán”. (Roxin, Claus, en “Derecho Penal. Parte General. Tomo I. Fundamentos. La Estructura de la Teoría del Delito”, Ed. Thomson-Civitas, trad. Diego Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y García Conlledo y Javier de Vicente Remesal, 2007, Madrid, p. 137).
Las palabras del maestro de Hamburgo no debieran ser desoídas por los mismos jueces de DDHH chilenos que construyen sus argumentos en base a sus citas, eso sí, cuando era un joven y romántico abogado penalista. Porque el Roxin más maduro, el escritor, se ha preocupado de adaptar su teoría a la realidad de estos tiempos, y enseñarnos que, en el ámbito del derecho penal, y específicamente en lo relativo al principio nullum crimen nulla poena sine lege praevia, scripta et certa, la moralina, simplemente, no tiene cabida.
Basta para confirmar lo anterior, con citar las siguientes ideas del insigne profesor, por ejemplo, en cuanto a la “arbitrariedad” con que se ha manejado la “teoría jurídico-penal de la participación”, verbigracia, en “la delimitación entre la autoría y la participación, sin una orientación en las categorías sistemáticas (…) donde cualquier clase de “causalidad” se ha considerado como objetivamente suficiente para fundamentar la autoría y aplicar la pena del tipo, si (los actos) iban acompañados de una voluntad lo suficientemente perversa; no se puede desconocer aquí la tendencia a un Derecho penal del ánimo que se pone de relieve con un mero análisis de la jurisprudencia”.
Luego, Roxin hace una severa crítica a la praxis judicial en cuanto a la determinación de “la voluntad de autor” utilizado como “aparente criterio de distinción, pero que como realidad psíquica no existe” y que apoya “la valoración de quién merece la pena del autor y quién la más atenuada del cómplice”.
Finalmente, el célebre maestro alemán advierte sobre las consecuencias de una jurisprudencia de este tipo: “las sentencias se contradicen groseramente y la vieja frase, pronunciada hace sesenta años, de que la teoría de la participación es “el capítulo más oscuro y confuso de la ciencia del Derecho penal” se ha convertido en una frase histórica” (Roxin, Claus, en “Política criminal y sistema del derecho penal”, trad. Francisco Muñoz Conde, Ed. Hammurabi, 2006, pp. 46 a 48). (énfasis agregado en todas las citas)
Otro gran jurista, Luigi Ferrajoli, dijo: “La reglas -si se las toma en serio como reglas y no como simples técnicas- no pueden ser doblegadas cada vez que conviene. Y en la jurisdicción el fin nunca justifica los medios, dado que los medios, es decir, las reglas y las formas, son las garantías de verdad y libertad y como tales tienen valor para los momentos difíciles más que para los fáciles; (…) la democracia y el estado de derecho se defienden precisamente con el respeto a las reglas, (…), con un derecho diferencial al ordinario lo que se ha roto no es uno o más principios, sino el valor mismo de los principios, que se han probado flexibles y, en caso necesario, apartables: en una palabra, ya no “principios” (vid. Ferrajoli, Luigi, “Derecho y Razón”, trad. de P. Andrés Ibáñez, et al., Madrid, 2001, pp. 807 y ss.). (énfasis agregado)
Por consiguiente, tenemos la suerte (a diferencia de otros países de la Región) que Chile aún ostenta un orden jurídico envidiable, que en la cúspide tiene a la Carta Magna, pero que desgraciadamente, bajo un activismo judicial, no deja de ser un simple diamante en bruto, que esos jueces se niegan a pulir. No necesitamos para hacer justicia en materia de DDHH acudir a un ius cogens ¡penal!, que es una contradicción en los términos. El costo de trasladar esta verdadera incultura penal a nuestro sistema jurídico interno ya ha sido demasiado alto, y se ha pagado en vidas y libertades humanas.
Hoy existe la esperanza en nuestra sociedad de que vuelvan los principios de la cultura jurídico-penal desarrollada desde el racionalismo y la Ilustración para prevenir el ejercicio abusivo del poder penal. Porque una sociedad sin verdadera justicia para un grupo de ella, no puede quedarse impávida frente a esta evidente vulneración. Como dijo Jon Elster, siguiendo a Hume en su comentario sobre la relevancia de la causalidad para la naturaleza, “las normas son el cemento de la sociedad”.
Siendo así, el respeto a las normas se plasma en la expresión “estado de derecho”, que tiene habitualmente un sentido laudatorio, ya que él satisface una serie de valores. Empero, la eficiencia en el juzgamiento de causas de DDHH, sustentada en “modelos jurisprudenciales” creados a partir de normas de ius cogens ¡penal!, y que chocan con nuestras reglas jurídicas penales más básicas, no puede bajo ningún punto de vista ser considerado un valor supremo de nuestra sociedad, a diferencia de lo que ocurriría con una verdadera justicia en materia de DDHH, esto es, aquella sometida a nuestra Carta Magna y la ley dictada conforme a ella, o que es lo mismo decir, la justicia propia de un país soberano como Chile.
La potestad jurisdiccional surge de la ley, que se le otorga al juez para que cumpla su mandato, ¡y no otro! Aplicar un ius cogens ¡penal! que contradiga las reglas establecidas por nuestra Constitución Política, no puede sino ser visto como una traición por quien tiene la obligación de servir a la ley y no a sus deseos o sentimientos personales de justicia.
¿No es acaso ese el sentido de la venda que ciega a Temis?
Carla Fernández Montero
Abogada, Derecho Penitenciario
Publicada en Diario Constitucional
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