José Rodríguez Elizondo: De Ayacucho a la Araucanía: Terrorismo comparado

Ni en la sociedad ni en la naturaleza funciona el copy and paste. Pero, aunque cada realidad sea única, nunca está demás contrastarla, pues sus particularidades y semejanzas contienen enseñanzas válidas. Algo especialmente útil respecto a un fenómeno tan complejo como el terrorismo, cuando se da en países contiguos y con sistemas democráticos.

En el caso del terrorismo la información de que se dispone es escasa, pues el adversario es anónimo, sus motivos son cambiantes y sus capacidades desconocidas. Jessica Stern

A fines de enero, el Presidente Sebastián Piñera se apartó del tema Covid-19, para condenar “los graves hechos de violencia y de terrorismo que han ocurrido desde hace ya algún tiempo en las regiones del Sur”. Así desglosó de la violencia la palabra “terrorismo”, la más difícil de pronunciar para cualquier gobernante democrático y también la de contenido más difuso.

Algunos recordaron contactos electrónicos entre jefes de las FARC colombianas y militantes comunistas chilenos. Otros aludieron a agentes venezolanos de Nicolás Maduro. Los más jóvenes se desconcertaron, por creer que sólo existen el terrorismo de tipo fascista o el de Estado dictatorial. En ese contexto, los más memoriosos -es decir, los más antiguos- sospechamos una notable semejanza entre lo que está sucediendo en la Araucanía y lo que sucedió en Ayacucho, en los años de Sendero Luminoso (SL). En ese trance nemotécnico, un periodista veterano sospechó la misma sospecha y me pidió elaborarla.

Coincidencias estructurales

Sí, ya sé que ni en la sociedad ni en la naturaleza funciona el copy and paste. Pero, aunque cada realidad sea única, nunca está demás contrastarla, pues sus particularidades y semejanzas contienen enseñanzas válidas. Sin pretensión pontifical, creo que eso es especialmente útil respecto a un fenómeno tan complejo como el terrorismo, cuando se da en países contiguos y con sistemas democráticos.

Comparar sus avatares permite entender mejor el talante de quienes gobiernan, de quienes quieren reemplazarlos y el de quienes optan por el atajo del “fuego purificador”. Por eso, en cuanto chileno y testigo periodístico de la emergencia del senderismo peruano, anoto las siguientes 10 coincidencias estructurales.

La primera es una prehistoria compartida. En el origen remoto del tema están las polémicas intramarxistas de la Guerra Fría, que llegaron a su clímax en los años 60. SL fue fruto de escisiones en cadena del Partido Comunista prosoviético, en el contexto del conflicto China-URSS y, luego, de la Revolución Cultural china. La retórica incendiaria y la opción de “agudizar las contradicciones” de quienes realizan acciones terroristas, en Chile, revelan un pasado similar. Así actuaban las minorías trotskistas, anarquistas, castristas y maoístas, dentro y fuera de los partidos de la Unidad Popular.

La segunda dice que, en ambos países, las acciones prototerroristas comenzaron a gestarse lejos de las capitales respectivas y bajo dictaduras militares. Esto las abrigó con la indiferencia centralista y les dio una especie de pasaporte de ocasión. Para disidentes políticamente poco ilustrados podían ser una “vía corta” para derribar a los dictadores… y después se vería.

Tercera, en cuanto contraélites minoritarias, los terroristas buscan una plataforma social amplia. En el Perú fue el campesinado, con base en las tesis neomaoístas de Abimael Guzmán y con epicentro en Ayacucho. En Chile, es el pueblo mapuche de la Araucanía, en función de tesis sin firma conocida, que antagonizan a los nacionales con los “pueblos originarios”.

Cuarta coincidencia es el mutuo recelo, que bloqueó el traspaso a los gobiernos de la transición democrática de la información de inteligencia (sesgada o no) acumulada por las dictaduras. Como efecto inmediato, los gobiernos peruano y chileno no contaron, de inicio, con ese instrumento indispensable.

Quinta, por añadidura, hubo retardo en el diagnóstico. Antes de hacer visible la realidad terrorista, el Presidente Fernando Belaunde optó por atribuirla a la violencia sin apellidos, la delincuencia común, la delincuencia rural o la delincuencia narco. Fue un escapismo con causa que, en el mediano plazo, conduciría a un punto de no retorno. Es posible que, considerando también el mediano plazo, el reconocimiento del presidente Piñera se haya producido con retardo.

Sexta, con esos antecedentes, los terrorismos que se comparan parten con una ventaja importante: sus estrategias insurreccionales, propias de minorías coherentes, se ejecutan contra gobiernos que representan mayorías electorales, pero carecen de estrategias para concitar una unidad nacional consistente.

Séptima, desde esa ventaja estratégica, los terroristas tienden a profundizar las divisiones internas, con base en los errores, delitos o corruptelas de miembros de las fuerzas constitucionales. Para ese efecto, provocan e incluso atacan a sus instituciones, con el fin de inducir un desborde policial que facilita la expansión de la delincuencia, incrementa la inseguridad ciudadana, expande el pánico social e induce la intervención castrense, en cuanto ultima ratio del sistema. Confían en que esta fuerza, sin entrenamiento policial, evocará a las polarizantes dictaduras del pasado.

Octava, en determinado punto de su crecimiento, el terrorismo concita el apoyo de antisociales varios y jefes del crimen organizado, entre los cuales destacan los narcos. Es un sistema de seguridad mutua, con alto poder corruptor, que impone peajes extorsivos a la población. Esto aún se percibe en el VRAE peruano y hay indicios de que el fenómeno se estaría manifestando en la Araucanía chilena.

Novena, entre 1980 y 1992, SL instaló en la opinión pública peruana la idea de que su desarrollo se debía a la debilidad de los gobiernos democráticos. Algo similar estaría sucediendo en la opinión pública chilena, en el marco de heridas no cerradas tras la represión, una clase política desprestigiada, la agresividad de las redes sociales, una prolija desinformación periodística y un gobierno más tecnócrata que carismático, con bajo rendimiento en las encuestas.

Décima, la plataforma de todas las semejanzas es el subdesarrollo democrático -mayor o menor- de nuestros países. Su paradigma está en los políticos sistémicos que no se asumen como defensores del Estado democrático de derecho, que tanto costó recuperar y que tanto los privilegia. Soslayando la violencia terrorista o estimándola como un atajo para sustituir a un gobierno débil, elevan los costos de combatirla dentro de la ley y con respeto a los derechos humanos.

Epílogo catastrófico

Tras una dictadura militar bicéfala, Fernando Belaunde es reconocido como el único mandatario peruano, democráticamente elegido, que se retiró con dignidad. Hoy parece claro que no podía levantar una estrategia antiterrorista en tiempo oportuno, pues SL se hizo visible en 1980, justo cuando volvía a Palacio Pizarro. A partir de ahí, llamar “abigeos” a los terroristas no fue simple debilidad suya. Fue conciencia de que el problema, aparentemente intempestivo, no tenía solución en el marco de la democracia recién recuperada.

Entonces el APRA, la gran fuerza política de ideología revolucionaria, ya no estaba bajo la influencia sabia y moderadora de Víctor Raúl Haya de la Torre. Los indicadores económicos del país apuntaban hacia el sótano. La policía no era competente para mantener la seguridad en la sierra. En cuando a los militares -que lo habían golpeado en 1968-, algunos pretendían supeditarlo y otros protagonizaban pleitos internos muy serios. Además, condicionados por su éxito previo contra una guerrilla de tipo castrista, ignoraban las complejidades de una insurgencia de tipo maoísta.

Mi hipótesis es que Belaunde se percibió, nuevamente, ante una opción perversa. En 1968 fue la de disolver el Congreso para convertirse en dictador. En 1980, la de delegar en las Fuerzas Armadas la lucha contra SL. La primera le pareció inaceptable. “Preferí llevar una cruz democrática que un símbolo totalitario”, dijo en 1987. La segunda lo indujo a postergar decisiones y a emitir un ultimátum escapista: “otorgué a los terroristas un plazo de 72 horas, durante los cuales no debían cometer ningún acto subversivo”.

Fue su tácita confesión de que no tenía opción ganadora y la gestión de sus sucesores lo confirmó. El terrorismo mutó en guerra interna, los militares admitieron una situación de “empate”, ese equilibrio socavó la institucionalidad democrática y SL sólo fue derrotado cuando su líder carismático cayó detenido.

Por un sarcasmo del destino, la detención de Guzmán fue obra de la inteligencia policial, pero ya en el marco de la dictadura de Alberto Fujimori. La experiencia sufrida costó entre 50 y 70 mil vidas y dejó una herida en el sistema político peruano que hasta hoy sigue sangrando.

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