Los sucesos de Chile dejan varias lecciones que debemos
aprender. En primer lugar, es evidente que la izquierda nos ha ganado la guerra
cultural. De otro modo no se entiende el respaldo que llegan a tener los
vándalos en diversas instituciones civiles, en la prensa y hasta en las FF.AA.,
que salieron a las calles para garantizarles a los manifestantes que no serían
molestados en su tarea de destrucción.
La guerra cultural es la más silenciosa de las
que ha emprendido la izquierda. En los últimos años, la izquierda se adueñó de
los derechos humanos, tanto del discurso como de las instituciones. Esto llega
incluso a niveles de vergüenza en las Naciones Unidas.
Luego se apropiaron de la memoria histórica. Los
académicos de izquierda se han encargado de contar la historia desde su propia
perspectiva. No solo la han contado, sino que la han reforzado con museos de la
memoria, películas, documentales, obras de teatro y toda clase de arte
representativo, además de las efemérides que a la izquierda le encanta
rememorar, y en las que los delincuentes y criminales han sido transformados en
héroes o víctimas.
Luego nos fueron metiendo, poco a poco, la
idolatría por toda clase de manifestación callejera, convertidas en expresiones
auténticas de la democracia popular. Implantaron el famoso y falso “derecho a
la protesta” que no existe, por lo menos en nuestra Constitución. Pero lo
repiten tanto que todos creen que es, en efecto, un derecho constitucional. En
consecuencia, se negaron siempre a regular las protestas, acusándonos de
pretender “criminalizar las protestas”, cuando es un hecho que muchas protestas
son criminales.
Nos vendieron el cuento de la “protesta pacífica”
y de los “infiltrados” para lavarse las manos cada vez que una manifestación
terminaba en vandalismo. Los abogados de DD.HH. de las oenegés de izquierda
estaban siempre prestos a rescatar de la cárcel a los vándalos, dándoles la
sensación de impunidad y de heroísmo. Toda reacción del Estado mediante la
policía era condenada como “abuso y exceso policial”. Y si aparecía un muerto
de bala, el ministro del ramo era llamado a dar cuentas al Congreso, donde se
le exigía su renuncia, si ni lo había hecho ya bajo presión de los medios.
Toda manifestación callejera fue elevada a los
altares, como la expresión del pueblo. Es decir, del dios máximo de la
izquierda. El pueblo, ese ente vacío cuyo espacio ninguna manifestación puede
llenar, pasó a ser el ser supremo al que se le debe todo. Cualquier
manifestación callejera era vista como la encarnación material del dios pueblo
y había que rendirle pleitesía. Nadie puede osar levantar su mano contra el
dios pueblo.
Pero el torpedo más temible para toda sociedad
fueron los “derechos sociales”, una especie de doctrina teologal que convierte
en derechos (es decir, en obligaciones para el Estado e incluso para los
privados) todo lo que un grupo social necesita, desde el agua potable en un
desierto hasta el empleo con garantías de estabilidad laboral eterna. Los
derechos sociales son un cheque en blanco a ser llenado a voluntad por los
demagogos más grandes de la historia. Ya lo dijo Evita; “donde hay una
necesidad, nace un derecho”.
Con todo ese mar de conceptos maniqueos y falsas
verdades, nuestra cultura fue travestida en un manicomio de izquierdas, donde
la utopía reemplaza a la realidad y el discurso flota en el delirio, sustentado
apenas por la pose del bienhechor social. Por supuesto, la estrella polar de
todo ese universo de delirio psicodélico progresista fue la “igualdad social”,
el más aberrante de todos los conceptos enarbolados por el progresismo; pero,
al mismo tiempo, el más repetido y el de efectos más psicotrópicos, pues
convence de inmediato a todo bípedo parlante de que semejante disparate es el
mayor objetivo de una sociedad humana. Como si se tratara de una granja de
ovejas o gallinas.
Pero como casi nadie tiene el valor de oponerse
a la frondosa variedad de conceptos alienados de la izquierda, y pocos se
resisten a posar como poseedores de tanta sabiduría política y nobles
bienhechores sociales, la izquierda tuvo campo libre para distribuir su basura
ideológica como si fueran paquetes de cocaína entre los jóvenes. Y una vez más
en la historia, los jóvenes acaban siendo los tontos más útiles de la izquierda
y la carne de cañón de sus revoluciones.
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