Los camioneros Fascistas

Algunos comentadores de la realidad nacional han elogiado al gremio de los camioneros –y a su marcha– por su valentía, sentido común, solidaridad entre sí… Pero desde el otro lado se los ha atacado y etiquetado de fascistas.

La acusación de fascismo es un indicador de que se acabó la conversación, una consigna hueca, el recurso barato del izquierdista que se quedó sin argumentos. Se ironiza sobre la derecha porque ve comunistas en todos lados, pero es la izquierda la que tiene alucinaciones de fascistas por todas partes. El partido comunista, por lo menos, es real y tiene algunos militantes en el Congreso y en gobierno, pero en Chile no se ven camisas negras (o, en su defecto, pardas o azules).

Es el pánico por un trauma del pasado, se ha dicho. El sueño de Allende se desmorona, de nuevo, entre ineptitud, frivolidad y corrupción. La historia parece repetirse y sabemos cómo termina. (¿Será que el socialismo es simplemente inviable, o es que todavía no surge la persona capaz de conducirlo a su plenitud?) Pero el trauma del pasado no es suficiente para explicar tanta rabia contra los camioneros. Se puede intentar explicar esto por lo que son, pero se puede llegar más lejos poniendo atención en lo que los camioneros no son.

Los camioneros no gente del barrio alto, no hablan con una papa en la boca, no son grandes empresarios –aunque muchos de ellos sean dueños de su fuente de trabajo–. No son economistas neo-liberales, no trabajan en las cómodas oficinas de algún moderno edificio de acero y cristal. Son trabajadores (sí, trabajadores), de los que hacen trabajo físico, que trabajan largas horas y no terminan su jornada en un happy hour de algún bar de moda. Los camioneros deberían estar con la izquierda, pero están en contra. Deberían sentirse alienados en su trabajo, sentirse explotados por la clase dominante, pero no; en cambio se sienten amenazados por una causa defendida por la izquierda (indigenismo y trabajadores industriales nunca podrán ir de la mano).

La marcha de los camioneros es como una bofetada en la cara, algo que no calza y por eso produce esas diatribas. Es que nada enfurece más a un político o intelectual de izquierda que un trabajador no se le someta.

Columna de Federico García Larraín

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