OCTUBRE



OCTUBRE

Mistral, el estallido de octubre y la Veracruz

Por Luis Aránguiz 

Corría 1925, año convulso, cuando se publicó en Chile un texto de Gabriela Mistral sobre cristianismo y sentido social. Señalaba ahí el “divorcio absoluto” que veía entre “las masas populares y la religión”. Veía con pesadumbre los efectos de la revolución rusa y su rechazo por lo religioso. Cosa “jacobina” aquella de confundir religión con superstición, que era como confundir a “marionetas con la tragedia griega”. Pero con la misma pesadumbre veía también al cristianismo latinoamericano, que “se divorció de la cuestión social”, indiferente.

Cien años después, un transeúnte cualquiera pasa por Barrio Lastarria, llega a la otrora icónica Iglesia de la Veracruz y la encuentra igualmente icónica, pero no ya como un atractivo patrimonial sino como un resabio triste que apenas sobrevivió al vandalismo y las llamas del estallido social de 2019. Devenida en museo, bien acondicionada para que el transeúnte no se espante, la iglesia ahora es un recordatorio de que en el estallido de 2019 también hubo un sentimiento anticristiano, antirreligioso, o mejor, jacobino, que actuó contra los lugares de culto que tenían que ser custodiados a veces día y noche.

Aunque 1925 y 2019 son contextos diferentes, no parece que ocurra lo mismo con los ánimos. Nadie podría negar que después de las palabras de la poeta, muchos cristianos buscaron ofrecer respuestas a los problemas sociales del país, cosa que en todo caso venía pasando desde fines del siglo XIX. ¿Por qué, entonces, el ataque a un ícono cristiano? Puede esto asociarse a los diversos casos de abuso, qué duda cabe. Pero no sería apropiado desconocer que también existen en Chile fuerzas anárquicas o de extrema izquierda cuyo móvil no se limita a este tipo de contingencias sino a un rechazo fundamental de lo religioso como símbolo de poder.

No obstante, la cuestión no se limita a la violencia contra lo religioso, sino también a la pasividad respecto a esa violencia. Por esos días, había dos grandes posiciones: una a favor de las acciones destructivas y otra en contra. No obstante, entre quienes observaban a ambos grupos bien definidos, se produjo una afinidad con las acciones violentas no por su violencia, sino porque estas reclamaban actuar en nombre de una variedad de demandas. Es por estas demandas que mucha población pacífica llegó a la aceptación —más o menos conforme según el caso— si es que no a la validación de la violencia. Eran los que miraban por la televisión o salían a protestar sin destrozar, los que viven las inclemencias y precariedades de los servicios estatales, deseando que las cosas mejoren.

Visto así, el estallido tuvo a lo menos dos niveles: el de los que podían tener todo tipo de intencionalidades, preferentemente políticas, para realizar desmanes; y el de la población que se identificaba con las demandas que decían representar. De tal suerte, en ese rango intermedio que había entre los encapuchados y la oposición férrea, hubo un conjunto de la sociedad que miraba más bien desde lo cotidiano, no desde la política en sentido partidista. El foco sobre la cuestión de la violencia, en ambos casos, podía terminar en desplazar a un segundo plano la razón por la cual esa violencia recibía más apoyo del que debería en una democracia y, en medio de todo esto, encontramos a la Veracruz, testimonio de que la validación o aceptación de la violencia también se hizo sentir respecto a los símbolos religiosos.

Así como es cierto que el reconocimiento de diversas desigualdades o injusticias no implica el aceptar el uso de la violencia para combatirlas, igualmente lo es que el limitar el estallido solo a las acciones violentas empaña la vista de los aspectos que hicieron que fuera respaldado por población no violenta. Mistral, cristiana, decía que con o sin “nosotros”, las reformas vendrían de todos modos, y el resultado podía ser la “democracia jacobina”. Ante ese escenario, su propuesta era tan sencilla como fundamental: que los cristianos tomasen parte en la cuestión social.

Su posición no era —ni es— fácil: en una polaridad tan clara como la que describía, pedía no ceder ni al jacobinismo ni a la indiferencia. En 2019 se vieron ambas en general y en el terreno político: cristianos que cedieron al jacobinismo y otros que se mantuvieron en la indiferencia. Los unos validando o aceptando la violencia y los otros ignorando que hay problemas sociales que requieren atención. A 80 años de su Nobel, cabe recordar el lado cristiano de la poeta nacional y su preocupación por los problemas sociales.

Pese a que la sociedad chilena parece moverse hacia una mayor secularización, queda la pregunta sobre si los cristianos tienen todavía algo que decir. Cierto es que la Veracruz puede verse como un testimonio de la violencia de octubre de 2019, pero también —por qué no— como uno de problemas profundos de la vida común que llaman a la acción cristiana. Pero esa acción ha de ocurrir no tanto porque quiera evitar otros episodios semejantes simplemente, sino sobre todo porque cree sin temores en el valor perenne de su mensaje. Ese llamado a un “cristianismo con sentido social” del que habló Mistral sigue resonando cien años después.

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el miércoles 22 de octubre de 2025. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.

 

 

El fantasma de octubre

Por Rodrigo Ojeda

 

Olvidar octubre es un riesgo. Han transcurrido seis años y el fantasma sigue presente. Suena bien que no vuelva a ocurrir, pero la amenaza velada de un nuevo estallido es inaceptable, condenable y antidemocrática. La historia reciente interpela y no es sensato esconderla debajo de la alfombra de la desmemoria. A pocos días de las movilizaciones del 2019 ya existían llamados a un bloqueo legislativo, la conformación de una “Asamblea Nacional Constituyente” y la solicitud de renuncia del presidente Piñera. Las movilizaciones fueron diversas y reales, masivas e instrumentalizadas con fines políticos. La seducción guerrillera de antaño volvió recubierta de “protesta social”. No todos condenaron la violencia oportunamente. Para Sergio Micco, “nadie estuvo a la altura”, fue “una crisis política gravísima que puede haber conducido al quiebre de la democracia”, “en Plaza Baquedano llegué a sentir más odio que en marzo del 73”.

Tras seis años se consolida una mirada crítica sobre lo ocurrido y las repercusiones en lo social son evidentes. La violencia no es el camino. Todos se sumaron al desmadre material, moral e intelectual, “todos sentían culpa por algo”, “todos justificaban lo que ocurría”, elaborando coartadas para justificar la violencia cotidiana. Un sector olvidó que la paz social es responsabilidad de todos. Cuidar la paz social es un mandamiento cívico que debemos tallar en piedra y exhibir constantemente. Además de condenar el uso de la violencia y los discursos de odio. Las funas son contrarias a la democracia y a los derechos fundamentales. Hoy, se condena lo sucedido sin asumir las responsabilidades del momento. Debemos revisar las acciones y omisiones del gobierno y de la oposición durante la crisis social de octubre. Desde distintos flancos se alimentó la polarización ideológica y afectiva. Fueron reales la romantización y justificación de la violencia callejera desde partidos políticos. La pulsión generacional y emocional estableció una dictadura de injusticias subjetivas, olvidando que siempre somos responsables de lo que hacemos a pesar de las circunstancias, en palabras del rector Peña. Las certezas subjetivas se transformaron en injusticias y en rabia en contra del orden público e institucional. La caída y toma de La Moneda no fue un delirio.

En el presente, existe una minoría que llama a conmemorar octubre e insiste en la lucha “para romper con el neoliberalismo y su matriz colonial”, según Daniel Jadue. Son creyentes en el odio y el antagonismo social. Son los mismos que defendieron la existencia de “la primera línea”. Nos hicieron creer que era necesaria para defender el derecho a manifestarse pacíficamente. Las capuchas sostuvieron la resistencia y la lucha en contra de la violencia institucional. Fueron renombrados como héroes de la Plaza Baquedano. Además, fueron recibidos con aplausos a su llegada a un foro latinoamericano. Su función, “defender la marcha de la arremetida policial”, mediante “tareas defensivas y ofensivas” en el “campo de batalla” y en los “territorios de conflicto”. Los movilizaba la “desigualdad, la lucha de clases y la disputa del poder”.

No pocos intelectuales aportaron conceptos y elucubraciones. Otros renombraron las plazas, santificaron un perro y llamaron a refundarlo todo. El estallido reflejó una crisis material y espiritual que no ha sido comprendida ni resuelta del todo. Hubo y hay problemas acumulados, expectativas y frustraciones de “promesas incumplidas” en los sectores medios y bajos. La crisis de octubre sobrepasó la política, la democracia y las instituciones. Las protestas multitudinarias fueron reales y un reflejo del descontento. El acceso al consumo y al crédito no resuelve todo lo material e inmaterial. Hay desafíos pendientes en el tejido social y en el bien común. El fantasma nos persigue.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Pingüino el domingo 19 de octubre de 2025.

 

 

De regreso a octubre

Por Alejandro San Francisco

Desde hace seis años, octubre es un mes con renovada historia, cuando se produjo el ataque repetido a las estaciones del Metro, que dio comienzo al estallido social, o revuelta popular o derechamente a la revolución que se transformó en la prueba más dura para la democracia chilena desde 1990 en adelante.

Lo primero que salta a la vista, al recordar aquellos días, es la dinámica contradictoria entre la destrucción y la violencia, frente a las esperanzas y anhelos de un futuro mejor. Aunque hoy algunas de estas cosas parezcan difuminadas, lo cierto es que a fines de 2019 hubo una crítica muy dura hacia las tres décadas de democracia, un sector importante de la población validó la violencia como método para promover los cambios y se desarrolló un ambiente profundamente contrario al Estado y las instituciones, en aras de un futuro mejor.

En esa línea se puede inscribir el inicio del proceso constituyente en esa histórica jornada del 15 de noviembre. En la práctica, tres días antes las fuerzas de izquierda –desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista– habían señalado que ese proceso se había iniciado de hecho en las calles de Chile. De los hechos a los acuerdos se inició un camino que a muchos pareció una locura y que en buena medida se transformó en una vía llena de contradicciones, fracasos y decepción.

Hoy queda poco del ambiente de jolgorio, de ídolos renovados (el “perro matapacos”), de cultura iconoclasta (contra la autoridad, la policía y las estatuas), de la destrucción y quema de iglesias, propiedad estatal y privada. Pero esa destrucción no tiene vuelta atrás. También será difícil recuperar el prestigio internacional de Chile y los miles de millones de dólares que salieron del país en medio de la revolución.

El fracaso dos procesos constituyentes terminó demostrando que el problema de Chile, al menos para la ciudadanía, no era de carácter constitucional, aunque en noviembre de 2019 llegó a considerarlo así un sector importante de la población y casi toda la clase política. Por otra parte, quedó claro que la democracia es frágil y que no es posible enfrentar el presente mediante la división, sino con diferencias, pero con un sentido de país que no puede perderse. En otras palabras, la vorágine plurinacional y un cierto resentimiento contra la historia patria –propia de los procesos refundacionales– significaron una especie de fuegos artificiales que terminaron por agotar a la mayoría del país, que seguramente no había pensado en una deriva tan creativa del estallido propiamente social de octubre de 2019. Después de la derrota de la Convención el 4 de septiembre de 2022 -derrota que también fue del gobierno de Gabriel Boric y de la constitución que propuso dicho órgano- el país volvió a una especie de normalidad, pero arrastrando un problema importante: es probable que hoy Chile sea relativamente más pobre que en 2019, con múltiples problemas sociales no resueltos (crecimiento de los campamentos, interminables listas de espera en salud, una pobreza que no cede y falta de oportunidades de trabajo).

No se trata de ver todo mal, pero sí es necesario mirar la situación con realismo, por lo que fue el 18 de octubre, por lo que es Chile hoy y por las perspectivas que se asoman hacia adelante. En la campaña electoral de este 2025 hay quienes han insinuado la posibilidad de un nuevo estallido social en caso de que gobierne la derecha; incluso algunos estiman que hay problemas no resueltos y podría haber una crisis de gobernabilidad. En esos planteamientos puede haber una convicción real o mero oportunismo político, poco importa. Lo que sí es relevante es que los problemas sociales deben ser una prioridad, muchos deben resolverse con urgencia y metas claras, así como es preciso comprender que un fracaso en el progreso social tiene consecuencias políticas graves, como el desprestigio de las instituciones, el desafecto hacia la democracia y un caldo de cultivo de odio y resentimiento.

Esta semana se presentó el libro de Sergio Micco, Ocurrió en octubre. Diario del estallido y de mi paso por el INDH (Ediciones UC, 2025). Vale la pena leerlo: una obra que tiene pasión, que en ocasiones habla en primera persona y muchas veces hace un análisis político e histórico sobre lo que vivió Chile, los peligros que experimentó la democracia y el crecimiento del odio político, que casi termina por destruir lo que tanto había costado construir. Asimismo, vale la pena leer otros tantos libros sobre el estallido/revuelta/revolución de octubre de 2019. Esto no responde sólo a un esfuerzo intelectual, sino a un ánimo de comprensión política. En ese momento se expresaron anhelos y frustraciones, no solo violencia y destrucción. Hubo muchos que genuinamente pensaron en un futuro mejor, aunque el camino se haya desviado hacia otros objetivos y propuestas.

Seguramente el 18 octubre habrá pocas celebraciones y no habrá muchos herederos del octubrismo, que parecen haberse esfumado del escenario político. Bien por una realidad más equilibrada. Sin embargo, sería un error hacer desaparecer de la discusión a ciertos problemas sociales persistentes, como si no existieran o ya se hubieran solucionado. Más bien es necesario recuperar un análisis fino de la realidad, un sentido de urgencia en las soluciones y una convicción de que es posible avanzar en forma pacífica hacia una sociedad mejor. De lo contrario, es probable que renazca la desesperanza y los cantos de sirena, con todo lo que implica.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el domingo 5 octubre de 2025.