POLÍTICA Y GOBIERNO:



POLÍTICA Y GOBIERNO:

El legado de Boric

Por Natalia González

El gobierno está empeñado en sacar adelante determinadas iniciativas legislativas que, desde su ideario, constituirían su legado. Algunas ya han sido presentadas, mientras que otras estarían por ingresar al Congreso Nacional.

La Ministra vocera, para recuperar “el sello feminista”, ha insistido en un proyecto de ley que iría varios pasos más allá que la actual ley que despenaliza el aborto en tres causales.

Al presidente de la República se le ve animado promoviendo la iniciativa para pagar la llamada deuda histórica a los profesores.

A la Ministra del Trabajo, se le nota el esmero por introducir alguna fórmula de reparto en su proyecto de reforma al sistema de pensiones (entre otras cosas que busca incorporar, incluso contrariando la opinión de la mesa técnica), y en presentar y avanzar en la discusión de una iniciativa legal sobre negociación ramal.

El Ministro de Hacienda presentaría una segunda reforma tributaria, en la que, conforme se conoce, habría algún grado (no sustantivo) de rebaja al impuesto de primera categoría, pero contendría un alza en los impuestos personales.

Algunas de estas reformas empiezan a ser apoyadas por distintos sectores o por sus voceros, en columnas y entrevistas. Comienza a gestarse algo así como la previa del momento “de la verdad” y la estrategia oficialista es clara y coherente, sobre todo considerando que resta poco más de un año para que concluya el mandato de este gobierno y la posibilidad de dejar un legado. Han trazado un horizonte nítido, y la intensidad comunicacional del objetivo es cada día más alta. El gobierno, que ha logrado sortear la responsabilidad política por el caso Monsalve, está haciendo su pega de manera consistente con sus principios.

Lo que no tiene mayor explicación es que una parte de la oposición quiera contribuir a construir una parte de este legado –como en pensiones– en materias cuyas ideas matrices les son ajenas, menos aun cuando la ciudadanía en este tema la tiene clara y respaldaría una negativa de la oposición a plegarse a la fórmula oficialista.

Tampoco resulta muy explicable que una parte de los gremios empresariales estén soplando la vela de ese acuerdo –para introducir el componente de reparto en nuestro sistema de pensiones–, sabiendo que un planteamiento así, por transitorio y pequeño en magnitud que hoy se presente, contraría derechos y principios básicos que se supone defienden, y que ello tendría además el potencial de generar un impacto fiscal negativo (con lo que ello puede implicar para el desarrollo económico del país).

Una cosa es buscar despejar las incertidumbres regulatorias y otra cosa es el cómo. Si el despeje trae certeza y crecimiento, bienvenido, pero cuando ello no es así, despejar no hace sentido.

¿Por qué entonces? Porque al parecer el reparto, bajo la figura de un préstamo o lo que fuere, no sería “tan” malo. Total, es un préstamo, sería bajo, transitorio y para un segmento de beneficiarios acotados. Pero todos sabemos, porque ya lo hemos vivido, que “un poco” termina siendo mucho y que, con los años, lo transitorio tiene vocación de permanente.

Todo espacio que se abre, con el afán de cerrar discusiones, jamás cumple ese objetivo. ¿O acaso las reformas tributarias presentadas, que siempre han tenido la pretensión de ser las últimas y definitivas, no se parecen a estas alturas a los retiros de fondos de pensiones “únicos y excepcionales” que no fueron ni únicos ni excepcionales?

Y es que siempre habrá alguien que reclame alguna injusticia por reparar. Más aún cuando, a estas alturas, parece que se ha concedido que ellas no pueden financiarse con crecimiento o con ahorro de gasto fiscal que no cumple sus objetivos.

Pero, además, y como me recordaba un amigo, cuando hay un sector convencido, empujando un carro (aunque el carro sea deficiente o vaya en la dirección incorrecta) y aunque les tome años, lo harán llegar muy lejos, más aún, si no hay otro grupo que lo contrarreste, con la convicción y fuerza equivalente.

Pero en pensiones pasa algo más. Se estaría instalando que este sería el mejor momento para llegar a un acuerdo con la izquierda, pues ésta habría claudicado en sus pretensiones más refundacionales. Así, como no sería la reforma que la izquierda siempre soñó, pero que hoy, por la posición en la que está, debe promover, sería el momento preciso para cerrar el tema y dar estabilidad.

¿Dónde he escuchado esto de la estabilidad antes? El ex ministro Peñailillo en Icare, en 2014, cuando comenzaba a discutirse la reforma tributaria estructural de la Presidenta Bachelet, decía: “lo principal para que tengamos inversión, es tener paz social. Eso es clave. La paz social se logra resolviendo los problemas de inequidad. Los problemas de inequidad todos los conocemos: educación y salud”.

¿Acaso la reforma tributaria de 2014 le dio a Chile más equidad, certeza o estabilidad? ¿Generó inversión? ¿Acaso generó paz social? Diría que más bien fue todo lo contrario.

Por su parte, ¿ha claudicado realmente la izquierda? ¿O en realidad está viendo el espacio para enhebrar la aguja y dar un par de puntadas, esperando otro momento para terminar el traje a su medida? Hoy obtendría lo que quiere, en la medida de lo que puede, pero es en la dirección de lo que quiere. Es coherente y persevera. Lo que no se entiende es que el sector llamado a contrarrestar o a cortar el hilo en esta parte de la reforma, no lo haga.

¿Qué hay en realidad tras esto? ¿Será temor a que si no se llega a un (mal) acuerdo, se vea amenazada la paz social? La reforma tributaria de 2014 no compró paz social, sino que alimentó el descontento. Cuidado, no vaya a pasar lo mismo. Pero, además ¿acaso las convicciones de lo que es bueno para el país han de hipotecarse para que, cuando toque gobernar, no se incendie la pradera? ¿De qué sirve “gobernar” en esas condiciones si el móvil es el miedo y no las buenas ideas?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Ex-Ante el miércoles 4 de diciembre de 2024.

De huevos y tortillas

Por Rolf Lüders

Chile crece poco. Tanto así que, para lograr el ansiado desarrollo, la tasa de aumento del PIB debe casi duplicarse, a una de alrededor de un cuatro por ciento anual. En esta columna hemos sostenido que el principal motivo de esa baja tasa de crecimiento de Chile es la menguada tasa de aumento de la inversión, consecuencia principalmente de la “permisología” y de la incertidumbre institucional prevaleciente.

Pero esta permisología y esta inseguridad no son los únicos problemas económicos que tiene el país. Se cita también la baja o nula tasa de crecimiento de la productividad (PTF) de los últimos quinquenios. Se sostiene que eso nos ha hecho menos competitivos y ha frenado las exportaciones, el motor que tira el carro en una economía chica como la chilena.

Pues bien, la productividad aumenta de la mano de: 1) el progreso tecnológico y 2) la reasignación de recursos de sectores menos productivos a otros más productivos. En el caso de Chile, por un lado el progreso tecnológico está íntimamente ligado a la inversión y por ende a los factores antes citados, y por el otro lado, dado el altísimo grado de exposición de nuestra economía a la competencia internacional, los recursos se deben estar asignando razonablemente bien en los sectores servidos por mercados competitivos, más de un 75 por ciento del PIB. Sin embargo, todo pareciera indicar que ello no está sucediendo en el caso de los recursos asignados al Estado, en que no existen –como norma– los incentivos para maximizar eficiencia.

En efecto, los monitoreos de una buena proporción de los programas financiados por el Estado chileno indican que alrededor de un 50 por ciento de los últimos no cumplen con sus objetivos, están sujetos a problemas administrativos y/o adolecen de otros problemas (LyD, Temas Públicos, 2023). No obstante, y en términos genéricos, esta situación no difiere de aquella correspondiente a otros países, como Argentina y los EE.UU., que –eso sí– están tomando las drásticas medidas correctivas que estiman necesarias.

Para hacer tortillas hay que romper huevos. En Argentina, Javier Milei eliminó de un día para otro el déficit fiscal, redujo el número de ministerios a la mitad, y está impulsando, entre otras muchas medidas, la modificación del estatus del empleo estatal permanente. Por su parte, en EE.UU., el presidente electo Donald Trump le ha encargado a los empresarios Elon Musk y a Vivek Ramaswamy que desmantelen la burocracia gubernamental, reduzcan drásticamente el exceso de regulaciones, y recorten los gastos superfluos. ¡Los aludidos esperan reducir el gasto público federal en un tercio! ¿No podremos hacer en Chile algo similar? Ello, sin duda, contribuiría a aumentar la productividad en el país y junto con ello, a tener un mayor nivel del PIB por persona.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera el viernes 6 de diciembre de 2024.

 

 

 

¿Quién no entiende?

Por Joaquín García-Huidobro

¿Por qué en el país no se invierte? Por el “pesimismo ideológico” de los grandes empresarios, nos dice el Presidente Boric. La ideología de estos actores sociales tendría tanto peso que les impediría aprovechar todas las oportunidades de negocios que Chile les ofrece. En vez de mirar con alegría un futuro promisorio, están enfermos de pesimismo.

La situación de nuestros empresarios sería muy rara, porque parece que de repente los afectó esta terrible enfermedad. Cuando estaban sanos (con Lagos o Bachelet I), ellos invertían tranquilamente. Sin embargo, de repente se pusieron ideológicos y pesimistas. Probablemente, no entendieron las reformas de Bachelet II, ni la benéfica influencia del Partido Comunista en la Nueva Mayoría. Tampoco fueron capaces de advertir que el modelo económico del programa del FA solo apuntaba a ese 30% de incondicionales, no era para que ellos se asustaran; ni supieron apreciar los efectos positivos que traería el “meterle inestabilidad al sistema”, como declaraba un alto dirigente frenteamplista.

Todo esto es, ciertamente, posible: cabe que nuestros empresarios no entiendan nada. Pero también puede ser que el universo frenteamplista/PC tenga una incapacidad radical para comprender el mundo de la empresa. Quizá miran con benevolencia al emprendedor. Sin embargo, cuando tiene éxito y se convierte en empresario la cosa cambia y su figura adquiere caracteres malignos.

¿A qué se debe su visceral desconfianza en la empresa privada? Las razones son variadas, y algunas tan pedestres como el hecho de que muy pocos frenteamplistas o comunistas han trabajado en una empresa o han creado una. Lo suyo son las asesorías y los cargos en el aparato estatal. Nunca han tenido la angustia de conseguir créditos para invertir, obtener un permiso del que depende el inicio de un proyecto que ha supuesto noches de desvelo, o el simple hecho de tener que pagar los sueldos a fin de mes cuando el negocio ha estado difícil.

No se puede querer lo que no se conoce: es improbable que los frenteamplistas puedan llegar a apreciar a las empresas, particularmente a las grandes.

Por otra parte, tampoco ayudan las variopintas filosofías que están detrás del proyecto de la nueva izquierda. Para ellas, estas relaciones humanas necesariamente esconden oscuros intereses de dominación. Conciben la vida en una empresa como un juego de suma cero, donde uno gana porque otro pierde, o en la medida en que el otro pierde.

Por supuesto que existen empresas de este tipo, pues ninguna organización humana, incluido el Estado, es inmune a los abusos, la prepotencia o la arbitrariedad. Pero ¿es esta la necesaria estructura de toda empresa?

Como ellos saben que las empresas privadas son inevitables, entonces les piden que hagan toda suerte de cosas distintas de su rubro principal. Solo el cumplimiento de esas otras tareas les daría validez, no el hecho de producir buenos productos y servicios. Soy el primero en reconocer que es muy necesario que la empresa no se limite a fabricar determinados bienes, ya que su cometido es muy amplio. Pero lo primero, lo que hace buena su existencia y es una contribución a la sociedad, es que nos entregue buenos productos y servicios a un precio conveniente y conforme a la ley.

Nuestros jóvenes frenteamplistas no tuvieron la oportunidad de ir a Varsovia o Berlín cuando todavía estaba un régimen que restringía severamente a la empresa privada: no vieron esos autos malos y caros producidos por el Estado, esos restaurantes con comidas indigeribles administrados por burócratas y esa ropa que para un occidental era baratísima, pero incomprable por su fealdad y mala calidad. Eso les permite idealizar el modelo estatal y ver con ojos críticos el sistema de libertad económica bajo reglas que aseguran el juego limpio. Tampoco perciben que, si miran a su alrededor, todo lo que ven, desde la ropa que llevan hasta el computador que utilizan, está ligado al mundo de la empresa. La empresa y la universidad son dos grandes legados que nos dejó la Edad Media.

Se ha hablado mucho en los últimos años del tiempo excesivo que toma en Chile la autorización de un proyecto. Bernardo Larraín ha puesto de relieve cómo en Brasil la aprobación de ciertos proyectos estratégicos toma 16 meses, mientras que aquí los casos análogos demoran siete años. Esas tardanzas no se deben simplemente a flojera de los funcionarios o al temor a ciertos criterios estrechos de la Contraloría. Ellas se explican por su incapacidad de entender cómo funciona una empresa. Ignoran la relevancia que tiene el factor tiempo para que un negocio salga adelante o se hunda. El funcionario tiene a su disposición todo el tiempo del mundo, el empresario no.

Si queremos volver a crecer, tenemos que establecer reglas claras, que entreguen seguridad, pero también es necesario cambiar nuestra actitud ante la empresa. Además, por el bien de todos, necesitamos que los empresarios hagan oír su voz. Llama la atención la diferencia que existe entre su voz pública y la importancia que su actividad tiene para el bien del país. Salvo excepciones, se han dejado silenciar. Por supuesto que han de hablar con conocimiento de otras realidades y sin arrogancia: ellos son “uno más” entre los diversos actores sociales, pero da la impresión de que algunos querrían que fuesen “uno menos”.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el domingo 24 de noviembre de 2024.