Política y gobierno



Política y gobierno

El Chile que no fue

Joaquín García-Huidobro 

“—¿Cómo estás?”. Si la pregunta es personal, la gente responde “bien”. En cambio, si se refiere al país, la contestación suele ser “estamos mal”. ¿Será verdad?

Todo depende del término de comparación. Si tenemos en mente los decenios o los treinta años, es verdad que nos hallamos peor, pero ¿por qué no hacemos memoria sobre nuestro estado nacional hace tan solo un año y medio, con el FA/PC con el pecho inflado y una Convención que quería refundar el país? ¿Por qué no imaginamos por unos minutos cómo sería el Chile actual si hubiese ganado el proyecto constitucional? El ejercicio es ingrato, aunque vale la pena hacerlo.

El borrador que rechazamos los chilenos era, en el fondo, el octubrismo puesto por escrito, su consumación legal. Hasta entonces, esa mentalidad funcionaba por la vía de los hechos, pero ahora habría tenido todo un respaldo jurídico. Ni la objeción de conciencia institucional nos quedaba para oponernos a esa marea arrolladora: el viejo sueño de Allende de realizar una transformación radical del país amparado en la Carta Fundamental se habría hecho realidad.

Sin el resultado del 4 de septiembre no tendríamos hoy vigente a una centroizquierda moderada, pues seguiría subyugada por el octubrismo, acomplejada, afónica, paralizada. Además, los representantes de la ex-Concertación no habrían sido necesarios en ese nuevo Chile: no olvidemos que ellos llegaron como un hijo no deseado por este gobierno, vinieron a salvar a una embarcación que zozobraba, pero antes de ese traspié eran considerados superfluos, se los veía como una simple rémora del pasado.

La ministra del Interior con toda seguridad no se llamaría Carolina Tohá; Giorgio Jackson habría marcado el ritmo político nacional. En el PS se habrían impuesto los sectores más radicales y claramente no estaría encabezado por Paulina Vodanovic.

Si hubiese triunfado el Apruebo, tendríamos, en la práctica, un país sin derechas. Su palabra se oiría como esas voces solitarias del grupo minoritario en la Convención: eran oídas pero no escuchadas. El sistema político sería aún más disfuncional que el que tenemos.

La centroizquierda, por cierto, no habría salido a defender su obra. No hay que olvidar que el catalizador de Amarillos y las otras agrupaciones de centroizquierda que fueron decisivas para el triunfo del 4 de septiembre no fue la violencia en las calles, los saqueos o los incendios intencionales, sino el proyecto constitucional. Solo entonces esas figuras aisladas que, solitarias, habían resistido la crítica despiadada y la incomprensión dejaron de ser unos casos exóticos para transformarse en una opción socialmente legítima.

¿Cuánto les debe al país a esas personas? Para muchos de nosotros es fácil escribir o decir lo que queremos: ningún amigo o pariente nos quitará el saludo ni nos considerará unos traidores. Ellas, en cambio, tuvieron que pagar un enorme costo personal, en una incómoda tierra de nadie.

¿Cómo estaría la economía de haber triunfado el Apruebo? Dudo que Mario Marcel hubiese podido resistir los embates de los ultras, que habrían exigido que las finanzas se manejaran con una lógica kirchnerista. En las RR.EE. estaríamos centrados en Latinoamérica y no habría inversión que superara el test de los derechos de la naturaleza. La corrupción del caso Convenios se podría extender por todo el sistema de autonomías locales que habían diseñado.

¿Habría podido Gabriel Boric controlar a las tendencias más radicales? Si aún ahora le cuesta mantener a raya a esa parte de él mismo que quiere derrocar al capitalismo, mucho menos podría contar con la energía política necesaria para decir que no a las pretensiones de su propio conglomerado y el PC.

El proceso habría adquirido otra velocidad, el programa de gobierno, cuyo complemento era una Constitución a la medida, se habría impuesto a rajatabla y los cambios habrían quedado bien amarrados con el cerrojo constitucional.

¿Cómo habría sido el comportamiento del Congreso? Para tener una mínima idea basta recordar la actitud de muchísimos parlamentarios después del 18 de octubre. Ya no habría más retiros porque no quedaría nada por retirar.

Lo descrito más arriba es un ejercicio imaginario pesimista, pero estuvo cerca de ser muy real. El país quiso otra cosa y estoy seguro de que hasta muchos que votaron “Apruebo para reformar” respiraron aliviados. Pero el peligro existió. No lo olvidemos.

No perdamos de vista que, de no haber mediado una coalición entre fuerzas muy diversas, un encuentro que no conoce precedentes en la historia nacional, habríamos tenido como Constitución una mezcla letal de Evo Morales en su peor versión, con Judith Butler y ciertos ingredientes de chavismo.

No podemos ser frívolos. Esa unidad tiene que ser cultivada y cuidada, lo que exige responsabilidad, desprendimiento, prudencia y un profundo sentido del bien común. Hace un año nos unió un temor compartido, pero no se puede vivir gracias al susto. Es necesario llegar pronto a unos contenidos que, aunque modestos, tengan un carácter positivo.

Los datos de las encuestas son malos, muy malos. Queda poco tiempo. Ciertamente no estamos en presencia de un peligro como el de hace un año, pero esos números dan cuenta de un profundo malestar, que si no somos prudentes nos puede llevar a cualquier parte.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el domingo 3 de septiembre de 2023.

 

Tolerar el mal, resistir el mal

Manfred Svensson 

La muerte de Guillermo Teillier ha llevado, quizás por primera vez desde la vuelta a la democracia, a una abierta apología de la resistencia armada contra el régimen de Pinochet.

Expresiones de admiración por quien resiste a la tiranía se encuentran ahora también en sectores políticos que durante los 80 privilegiaron la vía electoral, aludiendo en esos alegatos al clásico derecho a la resistencia. Se trata de una doctrina elaborada durante siglos, con versiones medievales, temprano modernas y liberales.

La Declaración Universal de Derechos Humanos, a la que también algunos han aludido en estos días, habla en su preámbulo del “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. No se trata de un tema fácil ni pacífico, y el mejor ejemplo es que también en 1973 se recurría a esta tradición.

¿Acertaban quienes acudían a esta doctrina para derrocar a Allende? ¿Están en lo cierto quienes hoy la evocan para reivindicar la oposición violenta a Pinochet?

Es poco probable que el clima reinante permita siquiera tomarse en serio tales preguntas. Y sin embargo, una mínima reflexión sobre esta doctrina parece necesaria. No porque hoy algún lado tenga por delante una tiranía a derrocar (como burdamente algunos pensaron en 2019), sino porque en el modo de aproximarse a la idea de resistencia se revela también algo de cómo pensamos sobre el mal, un asunto que incluso al margen de nuestras diferencias sobre el pasado entorpece hoy nuestra convivencia.

El problema tal vez se puede partir iluminando desde el lado opuesto al de la resistencia. Hay males que no debemos resistir, sino tolerar. ¿Pero cuáles?

Existe una fuerte tentación a pensar que esa línea se traza simplemente pensando en la gravedad del mal: si el mal que tenemos por delante es una monstruosidad, se trata también de algo intolerable. Todo intento por removerlo nos parece entonces legítimo e incluso, tal vez, obligatorio.

Aquí hay una intuición correcta, pues nuestra vida social descansa no sobre la exclusión de todo mal, sino de algunos de los más graves y dañinos. Esa intuición resulta, por cierto, algo riesgosa hoy cuando carecemos de una concepción gradual del mal, y todo mal que identificamos recibe de golpe el calificativo de “inaceptable”.

Pero al margen de ese hecho, nadie cree que ahí deba agotarse la reflexión sobre los límites de la tolerancia. Ella supone muchas otras consideraciones, por ejemplo sobre la relación que se tiene con los involucrados en un mal (hay cosas que se toleran, por ejemplo, en los hijos ajenos, pero que no debiera aguantarse en los propios). Esta simple consideración ya sugiere algo sobre la cautela y precisión con que deben enfrentarse las preguntas del otro camino, el de resistir el mal.

El modo en que estamos conduciendo la discusión parece sugerir que basta la sola gravedad del mal padecido para legitimar la resistencia. Ninguna de las grandes fuentes intelectuales de la teoría de la resistencia avala, sin embargo, una conclusión semejante. Con todas sus variaciones internas se trata, en efecto, de una teoría harto más compleja.

Los requisitos para una resistencia legítima siempre han sido altísimos no solo por lo que respecta a cuán malo es lo que resiste, sino también por la inclusión de otros factores: la existencia de un grupo con alguna autoridad para acometer la tarea y su viabilidad misma, entre los más importantes.

El primero de estos requisitos nos pone ante una pregunta inevitable. ¿Puede honestamente tratarse a quienes estaban alineados con un conjunto de dictaduras comunistas como tal autoridad? ¿A qué fin se orientaba una resistencia así concebida? ¿Auguraba su éxito una situación previsiblemente mejor que la de entonces? La pregunta por las represalias ante un intento fallido, por otra parte, fue parte central de la discusión de la propia izquierda en su momento. Y no tiene sentido aquí pensar, como alguien ha sugerido, que la resistencia era éticamente exigida y solo políticamente equivocada.

Tal vez quien mejor ha formulado el punto opuesto es uno de los maestros del Presidente Boric, José Zalaquett, en su rechazo de la legitimidad de la operación: “los requisitos éticos tienen que ver con la legitimidad y con la viabilidad también”. Es posible que hoy requiramos no solo una mirada algo más calma a los hechos que han marcado nuestro pasado reciente, sino también un estudio más atento de este tipo de materias.

Uno puede desear, en efecto, que nunca en nuestra vida tenga relevancia inmediata una teoría semejante. Y, sin embargo, lejos del entusiasmo romántico, el derecho de rebelión obliga a pensar sobre el mal con una prudencia que haríamos bien en entrenar para otras materias.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el jueves 31 de agosto de 2023.