Ricardo
Palma Salamanca -el pistolero que acribilló a Jaime Guzmán y el secuestrador de
Cristián Edwards, entre otros crímenes- decidió hablar. En una extensa
entrevista concedida a Patricio Fernández, el refugiado en París intenta
construir un personaje medianamente coherente. Más allá de los legítimos
sentimientos que produzca su figura, el ejercicio resulta muy valioso. Por un
lado, la narración en primera persona siempre devela aspectos que el observador
no percibe con facilidad. Por otro lado, el intercambio permite atisbar los
dilemas que fueron encerrando poco a poco al Frente Patriótico en un laberinto
sin salida, laberinto del que Palma Salamanca aún no logra salir. Desde luego,
no se trata de una cuestión puramente histórica. En efecto, y aunque cueste
explicarlo, la historia del Frente sigue ejerciendo una extraña fascinación en
parte de la izquierda chilena. Vale la pena entonces volver a preguntarse qué
hay en esa aventura que justifique tanta nostalgia.
El primer dato es que Palma Salamanca rechaza enérgicamente convertirse en
leyenda: no quiere responder a la figura épica del guerrillero latinoamericano.
Sin embargo, y aquí parten las dificultades, tampoco reniega de lo obrado. No
reivindica sus acciones con orgullo, pero no se arrepiente de ellas. No hay en
toda la entrevista (que duró tres días) palabra ni gesto alguno dirigido a
quienes fueron sus víctimas. Para explicarse, solo atina a decir que se trató
de “una experiencia histórica”. Además, de haber culpas, no son
suyas: la cultura comunista y el entorno familiar no le habrían dejado mucha
alternativa. Lo único que admite es, quizás, haber sido víctima de cierta
inercia, que le impidió salir del Frente en el momento adecuado. Con todo,
Palma Salamanca dice que quiere ser un vaso comunicante entre las viejas y nuevas
generaciones, aunque no queda nada de claro en qué consiste aquello que querría
transmitir.
No resulta fácil cuadrar estos elementos. El personaje que intenta construir el
entrevistado es un poco decepcionante, en la medida en que elude sistemáticamente
las preguntas que más nos importan. ¿Por qué eligió ese camino y por qué lo
llevó hasta tales extremos? ¿Qué dudas lo acecharon, qué remordimientos quedan?
Tampoco hay asomo de reflexión sobre el uso de la violencia como mecanismo de
acción política, ni sobre las huellas que deja en quienes lo tomaron. De algún
modo, Palma Salamanca quiere convencernos de que su trayectoria es rutinaria,
casi mecánica, que no esconde nada fuera de lo común. Habría sido un actor
pasivo de una historia que siempre le fue ajena. Incluso, se da el lujo de
considerar la violencia como una “reacción natural”. Todo se
explicaría a partir de la mera inercia: para asesinar y secuestrar, bastaría
con seguir la corriente. Hay en esta narrativa algo incómodo, algo insuficiente,
algo que -en definitiva- violenta nuestro sentido moral: la violencia nunca es
un instrumento más, nunca es fruto de la pasividad. Intuimos que en el origen
de la violencia utilizada por Palma Salamanca -sus modalidades, su intensidad,
su frialdad- tiene que haber algo adicional. Dicho de otro modo, el personaje
de Eichmann ya no nos resulta creíble.
En este preciso punto reside el punto ciego del personaje construido por Palma
Salamanca: el hombre no está dispuesto a enfrentar el enigma de su propia
libertad. No quiere hacerse responsable de sus decisiones. Las elude, las
evita, y está dispuesto a todo con tal de no mirarlas de cerca. Desde una
perspectiva moral, se trata de un niño que rehúye las consecuencias de sus
actos. Las culpas son de otros, sus acciones fueron fruto inevitable de un
engranaje mecánico, su ingreso al Frente fue parte de “una experiencia
histórica”, y la inercia hizo el resto. Si se quiere, su figura es
indolente: no le duele el daño causado, no le duele la sangre derramada, ni
siquiera le duelen sus errores porque no cree haberlos cometido. Ante el
horror, elige no mirar. Después de todo, si fue un instrumento pasivo de la
historia, no tiene nada sobre lo que reflexionar. Su modo de explicar su pasado
y sus acciones revela una atrofia moral particularmente grave: no tiene ninguna
capacidad para dar cuenta de sí mismo. En ese sentido, su condición de prófugo
termina siendo hasta anecdótica: el problema no es haber huido de la cárcel y
tener cuentas pendientes con la justicia chilena; el problema es que huye de sí
mismo con una persistencia patológica.
Llegados a este punto, uno puede preguntarse por qué motivos un personaje con
estas características sigue siendo tan atractivo a ojos del Frente Amplio. El
fenómeno es difícil de comprender, pero cabe pensar que parte de la izquierda
nunca ha dejado de rendirle culto -más o menos consciente- a la acción ciega
como mecanismo de liberación. Guste o no, solo una izquierda que prefiere
actuar antes que comprender puede ver algo admirable en Palma Salamanca. Hasta
el punto de visitarlo a escondidas en París.
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