UNA HISTORIA YA CONTADA



UNA HISTORIA YA CONTADA

Pocas cosas van quedando que puedan sorprender a los chilenos, testigos pasivos de la descomposición progresiva de nuestra democracia. Pese a las profusas denuncias de nuevos casos de corrupción, tal parece que la mayoría de las personas no es consciente de la magnitud del problema. Como si de la memoria de su Smartphone se tratase, el ciudadano común va reemplazando los archivos de casos pasados, sustituyéndolos por el que recién aparece en las noticias. De este modo, la acumulación de los gravísimos hechos que hacen peligrar nuestra institucionalidad es soslayada por el común de la gente, favoreciendo así a la impunidad de los pillos y estimulando la aparición de nuevos casos que ayudan a éstos a ocultar los suyos en el olvido.
 La crisis institucional que nos aqueja es más grave de lo que parece y quienes la denuncian son normalmente acusados de alarmistas o exagerados, calificación que es alimentada por los mismos corruptos, quienes se amparan en la debilidad creciente de las instituciones que ellos han ido minando poco a poco. La impunidad conseguida sirve, a su vez, de estímulo para continuar delinquiendo, mientras la complicidad pasiva de la sociedad se niega a visualizar el futuro al que es conducida. A la clásica desidia cívica de la generación actual, se suma ꟷentretantoꟷ la ideologización presente en cada actividad de la vida nacional, pareciéndose cada vez más a los períodos que nos sumieron en las peores crisis de nuestra historia republicana.
 A través de los años, se ha conformado una clase política cerrada, definidamente oligárquica, donde un pequeño grupo de dirigentes ha ido asumiendo roles de poder que hoy son ejercidos sin restricciones y con total descaro. Tenemos así una variedad de legisladores, autoridades de gobierno y administrativas, surgidas invariablemente del mismo grupo de origen, familia o partido,  y cuya renovación ꟷsi es que llega a existirꟷ será siempre mínima, asegurando la posición irrenunciable de quienes se consideran y son considerados como los jefes o padrinos de la mafia.
 Concurre a esta involución social el rechazo creciente mostrado hacia los temas de política contingente por la mayor parte de la sociedad, lo que deja el espacio libre a los administradores del poder para ejercer su influencia y seguir manipulando la vida nacional en su beneficio. Se plasma así un tipo de tiranía o dictadura psicopolítica que impide el acceso al poder de nuevas ideas o de nuevos actores, salvo que éstos se subordinen a la autoridad del partido, o sea, a la voluntad de sus máximos dirigentes, quienes siguen siendo los mismos…sin opción de recambio.
 A lo anterior se suma el abierto manejo de las comunicaciones, adquirido durante años de ejercicio del poder y asegurados a partir de quien sabe qué tipo de prebendas, beneficios o presiones indebidas. Ello brinda a los caudillos políticos una herramienta invaluable para la penetración y manejo de las mentes ciudadanas, cuya escasa voluntad, interés o capacidad de raciocinio las hace fácilmente influenciables. 
 Esta es la base sobre la cual se ha construido y se mantiene esta institucionalidad degenerada en la que hoy nos encontramos, donde una oligarquía de malos políticos se ha apoderado de nuestro país, nutriéndose de él con una impudicia inigualable. Mientras mueven sus hilos para mantener o hacer crecer sus redes de influencia o de control político, plantean que hay que elaborar una nueva constitución, como si no les bastara con el progresivo deterioro al que han ido sometiendo a la actual Carta Magna, precariamente sostenida por la solidez que le dieron sus redactores, un equipo de intelectuales serios y patriotas, muy lejos de los corruptos de hoy.
Pero ¿hacia dónde nos lleva este secuestro permanente de la democracia y su institucionalidad? La historia parece tener la respuesta, alertándonos para que tratemos de rescatarla a tiempo…si es que nuestra sociedad es capaz de comprenderlo.
A fines del Siglo XIX, Chile disfrutaba de una estabilidad política ejemplar para Latinoamérica. Dueño de una  incomparable estabilidad republicana, en menos de 50 años había ganado dos guerras externas y, salvo uno que otro conflicto interno de menor significación, constituía un ejemplo para los demás países sudamericanos, sumidos éstos en rencillas internas que retardaron y dificultaron la conformación de sus estados-nación.
Desde la Constitución Política de 1833, operaba en Chile un presidencialismo fuerte,  apareciendo los partidos políticos recién en el último tercio del siglo. Este período se caracterizó como una era de desarrollo estable, de grandes obras, consolidación institucional y fortalecimiento de las fronteras del estado. A pesar de ello, los historiadores describen la existencia en esa época de un creciente cohecho electoral y de una progresiva disputa del poder presidencial por parte de los dirigentes políticos, constituidos éstos últimos por una oligarquía familiar y de un reducido segmento socio – cultural alto.
Enfrentado a esta oligarquía política cada vez más exigente, el poder presidencial fue decayendo a  través de gobiernos moderados y cada vez más débiles. Sin que se encontrase la forma de equilibrar el excesivo poder presidencial con la desmedida ambición de la clase política,  el conflicto escaló cruelmente ante los ojos de una masa social de escasa cultura y nula participación en las lides del poder, cuyo destino la llevó a verse involucrada en una guerra fratricida sin igual en nuestra historia. Culminado el conflicto con la victoria de los congresistas, quienes realmente perdieron fueron los militares defensores de Balmaceda, durante años sanguinariamente perseguidos, además de los humildes ciudadanos que lucharon por cualquiera de los dos bandos. Los ganadores, como siempre, fueron los instigadores de las masas y férreos detentores del poder político, quienes comenzaron una farra que les duró hasta 1924, cuando ésta se acabó de golpe, retomándose una suerte de presidencialismo menos fuerte. 
Llegamos a los hechos del año 1973, donde la crisis política desatada sólo pudo ser controlada con la oportuna y leal acción de las FF.AA. y de Orden, quienes evitaron que otro desaguisado de la clase política nos sumiera en una nueva guerra civil. El resultado, al igual que tras el término de la guerra de 1891, nos trajo como consecuencia un nuevo episodio de persecución a los militares, esta vez por haber estado del lado de la ciudadanía amenazada por Allende y los suyos. 
Hoy, la crisis se manifiesta por la pérdida de los valores republicanos y el desprecio de la oligarquía hacia la sociedad en su conjunto. El conflicto escala con paso firme, al tiempo que las instituciones se degradan sin pausa. La incultura cívica de las masas de 1891 es reemplazada por la falta de interés por la política, como también el cohecho de antaño ha quedado en manos de una prensa militante que lava el cerebro, tal como ayer el dinero untaba el bolsillo para comprar votos. Ante este déjà vu innegable, debemos ver de qué forma rescatamos a nuestra Patria del secuestro en que la tiene una oligarquía política tan despreciable como indigna.
17 de Mayo de 2019
Patricio Quilhot Palma