Por Gonzalo Rojas
Desde el
momento en que se conoció la muerte de Carlos Altamirano, todos los que vivimos
la época más grave de la historia nacional —el intento del marxismo por dominar
Chile entre 1959 y 1973— agudizamos nuestra memoria y nuestra
sensibilidad.
La memoria, sí, esa facultad que las izquierdas pretenden monopolizar para
lavar sus culpas, sus gravísimas culpas. Y la sensibilidad, ese recurso con el
que los socialistas y los comunistas han buscado neutralizar la razón, lavar
los cerebros.
Pero la memoria no podrá ser anulada mientras quede al menos un puñado de
historiadores capaz de volver una y otra vez sobre las fuentes. Y la
sensibilidad no podrá ser aniquilada, mientras sean muchos los ciudadanos que
se atrevan a decir, todavía, “sí, yo lo viví”.
La memoria —¡los documentos!— nos dicen que Carlos Altamirano, ya en 1967,
injuriaba al Presidente Frei e incitaba a la violencia, lo que le valió el
desafuero; nos dicen que Altamirano afirmó, entre otras joyas, que el pueblo
libra “una gran guerra por su liberación y por su independencia”, que hay que
“sacar más energías que nunca para continuar esta gran batalla, en esta dura
lucha”, que “algunos altos oficiales están sirviendo de instrumento a los
reaccionarios”, que “los soldados, marineros, aviadores, carabineros, son
hermanos de clase de los trabajadores y no pueden disparar contra ellos”. Su
conclusión era obvia: “El PS ha dicho que no puede haber diálogo con los
terroristas, con los asesinos, con los que están hambreando al pueblo”, por lo
que “la conjura de la derecha, piensa nuestro partido, solo puede ser aplastada
con la fuerza invencible del pueblo unido a tropas, suboficiales y oficiales
leales al gobierno constituido”.
Altamirano era, en los 60 y 70, hombre de ese nivel de agresividad, de esa dureza
de planteamientos. Por eso, afirmó que “no se puede construir una nueva
sociedad sin destruir la vieja y, desde un punto ideológico, hasta las cenizas
de esta última deben ser aventadas”. Nada de extraño tiene, entonces, que, ya
al final de su experimento con el fuego, declarara que “el pueblo está en
condiciones de incendiar y detonar el país, desde Arica a Magallanes”.
Y para lograr su “ideal”, Altamirano tenía un claro modelo: “Chile se
transformará en un nuevo Vietnam heroico si la sedición pretende enseñorearse
de nuestro país”. Para eso, como sabemos por su propia declaración, el aparato
armado del PS lo conformaban “más o menos 1.000 a 1.500 hombres con armas
livianas; no era tan poco si se hubiera coordinado con el aparato militar del
MIR, que era bastante más importante que el nuestro; con el Partido Comunista,
que también era mayor, y con los que tenían el MAPU y la Izquierda
Cristiana”.
Suficiente información, aunque hay mucho, mucho más material. Ojalá basten
estos textos para refrescar la endurecida memoria de tantos.
Y también para avivar la sensibilidad, porque Altamirano fue un hombre que
encendió las pasiones, que logró despertar en una gran mayoría de chilenos
—esos que terminaron clamando por una intervención militar— una convicción que
él jamás imaginó que iba a provocar: que la libertad de Chile había que
defenderla con la misma pasión con que él se proponía destruirla.
Hoy, los socialistas nos dicen que Altamirano renovó el socialismo. ¿De qué lo
renovó? Obviamente de sí mismo, de su propia llama incendiaria, de su
persistente intención de hacer de Chile otra Cuba, ¡otro Vietnam! El mérito de
su autocrítica, de su arrepentimiento, de su voluntario aislamiento político en
democracia, exige que todos y cada uno de quienes apoyaron a la Unidad Popular
deban honrar su memoria con una sola confesión: “Igual que él, fuimos
gravemente culpables”.
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