Los trabajos de Hércules

Por Orlando Sáenz Rojas

Tomará su tiempo para que los chilenos sin anteojeras dogmáticas asuman la magnitud del daño que le ha causado al país el gobierno que agoniza. Con su nefasta mezcla de ineptitud y dogmatismo, no solo ha estancado su desarrollo económico, sino que, lo que es más grave, ha desquiciado su funcionamiento institucional y alterado su equilibrio social en términos críticos. De ello resulta el actual cuadro de un país económicamente estancado, políticamente agotado y socialmente dividido, lo que justifica cabalmente el ánimo pesimista, desconfiado, desganado y temeroso con que la mayoría ciudadana enfrenta su futuro.

Esa loza anímica ni siquiera ha cedido perceptiblemente ante la clara perspectiva de un próximo gobierno diametralmente diverso al actual. Y ello porque, aun sin advertir con realismo la magnitud del daño sufrido, todos presentimos lo difícil y lento que será el proceso de recuperación del dinamismo económico, del consenso social, de la confianza política, de la seriedad y transparencia del funcionamiento institucional. Ciertamente que no bastará instalar en la Moneda a un mandatario y a un equipo de gobierno solvente, bien intencionado y dotado de una gran limpieza de propósitos. Si no cuenta con un Congreso constructivo y responsable y con una mayoría ciudadana tan comprometida con la reconstrucción nacional como el propio régimen, lo único que se podría garantizar es su fracaso y tal vez la recaída en gobiernos tan calamitosos como el que todavía sufrimos.

Pero ni siquiera ese apoyo será suficiente para la recuperación si el nuevo gobierno no enfrenta con valentía, claridad y decisión las bombas de tiempo institucionales que constituyen la peor parte de la herencia Bachelet. Esa tarea de desactivación requiere de la recuperación de la gobernabilidad, la reducción del gasto público a niveles compatibles con la realidad económica y la restauración de una relación cívico – militar basada en el respeto y la confianza mutua.

Para bien aquilatar la urgencia y necesidad de esas magnas tareas, conviene repasar las causas que provocaron sus respectivas crisis y las razones por las que deben considerarse como verdaderas bombas de tiempo que, si no se desactivan, destruirán inexorablemente al sistema de democracia libertaria en que todavía vivimos y que tanto nos costó recuperar.

La pérdida de gobernabilidad durante el actual gobierno ha sido tan grande, que si por tal se entiende al aparato cuya misión fundamental es garantizar el orden público, la seguridad nacional y el respeto a las leyes, bien se podría escatimar el nombre de tal al régimen encabezado por la Sra. Bachelet. Casi no ha existido día en que el país no haya sido castigado con desordenes, tomas, marchas, paralizaciones ilegales de servicios básicos o delitos horribles e impunes. Y ese estado de cosas no solo se ha debido a ineptitud o desidia, si no que ha obedecido a razones doctrinarias. Para este gobierno, el uso de los mecanismos previstos en nuestro ordenamiento para que el estado pueda siempre imponer el cumplimiento de la ley es antidemocrático e ilegitimo porque se siente más parte de los infractores que de los disuasores a tenor de la eterna lucha de clases que conforma su visión histórica. En ninguna parte ha sido más evidente ese freno doctrinario que en su desmanejo del conflicto en la Araucanía.

Desde que al régimen le queda poco tiempo, podría parecer fácil recuperar la gobernabilidad perdida. Pero la realidad es que será muy difícil y largo lograrlo, porque ya se ha instalado en buena parte de la ciudadanía el concepto de que la delincuencia y el desorden público son inherentes a un sistema democrático. Como la aceptación de ese principio inexorablemente lleva al colapso del sistema, la corrección se impone, pero será penosa por más que son evidentes el ejemplo de otras democracias que existen en el mundo mostrando que es perfectamente posible vivir en plena libertad sin perjuicio de convertir en estrictísimo el principio aquel de que “el que rompe, paga”, puesto que éste no solo es compatible con la democracia si no que es fundamental para su supervivencia.

Por otra parte, el actual gobierno ha llevado a su cúspide el despilfarro de los recursos públicos para siquiera sostener su apoyo político. Si se escanea la evolución del gasto público durante el pasado cuadrienio, se comprende al instante que el régimen no titubeó en incumplir sus principales promesas electorales para destinar ingentes recursos a la satisfacción del clientelismo político, la corrupción administrativa y el populismo barato. Los recursos que no hubo para avances relevantes en salud, educación o infraestructura se invirtieron en incorporar más de 150 mil empleados públicos afines e improductivos, en subsidiar servicios incontrolados (como el Transantiago), en corrupciones institucionales (como la de Carabineros), despilfarros completamente injustificables (como paseos por todo el mundo de comitivas áulicas), etc..

Así pues, será necesario convencer a la mayoría ciudadana de que el estado chileno jamás será capaz de mejorar de verdad necesidades tan básicas como la salud y la educación si no modifica la estructura y el financiamiento de la administración pública hasta lograr una eficiente y económica, racional, profesional y completamente libre del clientelismo político y del saqueo periódico de los recursos a través de la corrupción y los negociados para financiar la política mediante el tráfico de influencias. Y esa tarea de convencimiento es más formidable que cualquiera de los legendarios trabajos de Hércules.

La tercera y más peligrosa bomba de tiempo que amenaza a la democracia chilena es la dañadísima relación entre el mundo civil y el estamento militar, insostenible en el peligroso entorno internacional que rodea al país. Ese estado de cosas es fruto de una ciega política que convirtió en trágico sainete el noble esfuerzo inicial por castigar los crímenes de la dictadura. Casi medio siglo después, el acoso a militares subalternos de esa época no solo es injusto si no que es además ridículo. Me parece increíble que existan políticos serios que puedan creer que el acoso y la constante humillación del mundo militar es algo que se puede prolongar indefinidamente y sin consecuencias, para solaz y aprovechamiento político de algunos grupos extremistas. El que crea que el hosco silencio del mundo militar ante este acoso es signo de contrición y no de disciplina institucional, es un ingenuo o un iluso que ni siquiera visualiza la factura que algún día llegará. El haber recurrido a “tour de forces” jurídicos tan burdos como el del secuestro permanente, el desconocimiento del capital principio de la obediencia debida que rige a todas las fuerzas armadas del mundo, o al calificar de “asociación ilícita” la disciplina militar, no ha hecho más que añadir el escarnio al agravio. Y para colmo, el instrumento de esta burda venganza ha sido la misma justicia que fue cómplice de la dictadura en los crímenes que ahora supuestamente castiga.

Solucionar drásticamente el malestar militar para restaurar una relación cívico – castrense sana y basada en el respeto y la confianza mutua, es otro de los dificilísimos trabajos que esperan al próximo mandatario. Dada la magnitud de ellos, sorprende que haya quienes busquen asumir esa responsabilidad, ante la que el propio Hércules palidecería. ¿Será exceso de valor o defecto de conciencia? ¿Existirá en Chile el Hércules capaz de asumir esta tarea?

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