45 años después

SERGIO MUÑOZ RIVEROS ANALISTA POLÍTICO

 

Es comprensible que sigamos discutiendo sobre las causas y consecuencias del golpe de Estado de 1973, y por lo tanto sobre lo que representaron las experiencias de la Unidad Popular y la dictadura de Pinochet. En Chile no fueron frecuentes los cuartelazos en el siglo XX, a diferencia de los países vecinos. El golpe significó, pues, un corte traumático en nuestra historia, que arrasó con una institucionalidad democrática que, pese a sus defectos, inspiraba respeto internacional. El reto es impedir que el estado de derecho vuelva a hundirse.

No basta con decir “nunca más” a las violaciones de los DD.HH. Lo decisivo es el compromiso inequívoco con los principios democráticos.

“No busquemos en las nubes –dice Raymond Aron-, las virtudes sublimes de la democracia, sino en la realidad: la esencia de la democracia es la aceptación de la competencia pacífica”. Constatemos, entonces, que es un progreso que hoy ningún partido o movimiento propicie la lucha armada para conquistar el poder. Como sabemos, cuando un determinado sector considera que los adversarios son enemigos a los que solo cabe aplastar, todo está en riesgo.

Fue devastadora la división en bandos irreconciliables, y por eso la mayor exigencia es impedir que las diferencias políticas se conviertan en odios. Si apostamos por el pluralismo y el diálogo civilizado, no podemos ceder terreno ante el tribalismo y el maniqueísmo. Necesitamos un orden jurídico que nos proteja a todos, pero ello requiere que resistamos la tentación de sentirnos depositarios indiscutibles de la verdad, con derecho a imponerla a cualquier precio. Se trata de sostener una concepción laica de la política, ajena al espíritu mesiánico.

Por todo esto, no se puede reivindicar la cultura de los DD.HH. y al mismo tiempo respaldar a los dictadores ideológicamente cercanos. La conculcación de las libertades y la represión no pueden condenarse en un lugar y justificarse en otro. Tenemos que condenar a todos los dictadores, cualesquiera que sean sus estandartes y coartadas.

La democracia es un sistema abierto, que no ofrece quimera alguna, sino que busca asegurar lo fundamental: el ejercicio de las libertades.

Y tal sistema solo puede basarse en un acuerdo sobre los límites de las disputas políticas, sobre los procedimientos que debemos respetar para que la estabilidad y la gobernabilidad sean posibles. En el pasado, la prédica contra la democracia por ser “burguesa”, “formal” o “liberal” pavimentó el terreno para la entrada de los tanques. No puede haber malentendidos. Las transformaciones sociales, económicas e institucionales deben realizarse dentro de la democracia. La lucha contra la desigualdad jamás debe ser a costa de la libertad.

La transición democrática significó un consenso respecto de lo que debemos evitar y lo que debemos proteger para conseguir algo esencial: vivir juntos. Es nuestro mayor logro, y debemos defenderlo.

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