El mal
sacude a nuestra sociedad. Sacude a algunos de nuestros hombres públicos, a
esos que tendrían que hacer esfuerzos por alejarlo de sus vidas, sabiendo que
pueden ser honestos y rectos, que pueden tener una buena existencia moral, si
intentan la virtud con un empeño permanente. Son personas conscientes de que si
eso no fuera posible, hace tiempo que el mundo habría estallado.
El mal sacude a nuestra sociedad, como a las de todos los tiempos, como a las
del pasado y como sucederá, quizás, con las del futuro. Pero hay un importante
matiz: a diferencia de tantas crisis de nuestra anterior vida nacional, hoy nos
cuesta mucho llamar a la causa de nuestros problemas, con toda propiedad, así,
“el mal”, y enfrentarlo en consecuencia. Nos justificamos, queremos explicarnos
casi todo por otras vías, para seguir adelante sin desgarros, cuando en
realidad debiéramos reconocernos culpables casi a cada paso y así tratar de
curar las heridas con cirugía mayor.
Pero no; hace unos años que en Chile es más fácil relativizar, minimizar,
exculpar. Hace un tiempo que miramos al mal como uno que otro error aislado,
como una que otra culpa individual.
El mal está en el socialcristiano de apellido ilustre que utilizó los dineros
familiares de modo fraudulento. El mal está en el socialista desconocido que
atacó a través de las redes a su rival democratacristiano e impidió su elección
para un cargo público; el mal está en esos jueces que vendían influencias y en
aquel otro que portaba cocaína, y el mal alcanzó su cumbre en el frentista
repatriado que se había acostumbrado a matar y a secuestrar, para mantener viva
la ideología del odio.
Bien, entonces ellos, y solo ellos, deben ir al patíbulo: es lo que se pide con
la frívola seguridad de que así se ofrece el holocausto debido a unos dioses
que, por eso, quedarían satisfechos.
Y, en esto, nos equivocamos.
Cuando estalló Penta, se decía que había que juzgar y condenar a unos pocos,
pero resultó que, al tirar del hilito, eran muchos los implicados, que de Penta
se abría el abanico en todas direcciones. Y entonces, se perdió la oportunidad
para decirlo con altavoces: ¡casi todos habían practicado el mal! Y por eso
mismo hay que decirlo ahora, fuerte y claro: ¡a casi ninguno le pasó nada, con
la excepción de esos pocos chivos expiatorios!
Hoy puede suceder lo mismo: procesos —y quizás condenas— para el hermano menor
que defraudó y para el asesor político que agredió; destituciones para los
corruptos que simulaban impartir justicia; larga condena para el asesino y
secuestrador. Está bien: esas responsabilidades son personales y, según los
casos, habrá que pagar por ellas.
Pero… ¿una vez más vamos a perder la oportunidad de llegar a las raíces del
mal? ¿Vamos a dejar pasar la ocasión de condenar la búsqueda del éxito
económico por vías ilícitas como un mal en sí mismo? ¿Vamos a perder la
oportunidad de insistir en que las ideologías del odio asesinan por igual la
imagen y la vida, según les parezca conveniente? (Por algo el asesor
parlamentario que denigró a Silber se exhibe con una camiseta del FPMR.)
Por supuesto, para profundizar en la causa de tanto desastre, hay quienes
tienen instrumentos aptos y quienes, por el contrario, carecen de ellos.
Pueden plantear una exigencia radical contra el mal, no los puros y los
perfectos, que no los hay, sino aquellos que han insistido en que existen
exigentes normas de pureza y perfección.
No pueden, ni de lejos, contribuir a la solución del problema los que solo
hablan de autonomía personal, los que todo lo basan en una libertad ilimitada,
los que se escandalizan de ciertos crímenes, pero promueven una vida sin
responsabilidad por los propios actos.
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