El debate de estos días

Carlos Peña: “…presentar la cuestión constitucional como la clave del malestar es un simplismo, una utopía halagadora, apenas el sucedáneo de utopías mejores que en estos tiempos ideológicamente flojos brillan por su ausencia…”.

En medio de estos días agitados, y más todavía para los que luego vendrán, es imprescindible deliberar acerca de su sentido, el significado que poseen para la vida colectiva.

Y eso exige responder dos preguntas que orientan dos debates distintos: ¿Por qué ocurrió? ¿Cómo remediarlo?

La primera es una pregunta descriptiva que admite una amplia gama de respuestas posibles. Una de ellas consiste en afirmar que en el Chile contemporáneo las nuevas generaciones experimentan (este es el secreto de su dinamismo vital y a la vez de la decepción que sienten al ejercerlo) una cierta anomia que las hace padecer eso que Durkheim, en sus estudios sobre la educación, llamó “el mal del infinito”. El anhelo de muchas cosas acompañado de un deterioro del principio de realidad. Se suma a ello el hecho de que los nuevos grupos medios que han accedido al bienestar están muy expuestos y tienen miedo a eso que Shakespeare llamó las “flechas del destino” —la vejez y la enfermedad. Y, en fin, está el hecho de que los tropiezos en el crecimiento han deteriorado la expansión del consumo y la promesa de bienestar permanente que legitima a este tipo de modernización, dejando, así, la herida de la desigualdad al descubierto y sin restañar.

Esas —desde luego puede haber otras— pueden ser algunas de las causas del malestar que se ha expresado con severa elocuencia estos días. Y no es de extrañar que parte de él se haya dirigido contra la figura de Sebastián Piñera (electo hace apenas dieciocho meses). La de Presidente (lo saben los psicoanalistas) es la figura transferencial por excelencia. En ella, fuere quien fuere que esté allí, se personifica el malestar.

Ese es un tipo de debate. El debate acerca de las causas o factores que han producido lo que en estos días se ha visto (y que las grandes mayorías más que ver han padecido).

Otro tipo de debate es el de las soluciones al problema que se ha revelado. ¿Cómo apagar o disminuir ese malestar?

Desde luego, una respuesta a esta última pregunta no es independiente de la primera. Si usted llega a la conclusión de que hay aquí temor de los grupos medios frente a la sombra del futuro, una crisis de legitimidad producto de una detención en el crecimiento del bienestar y del consumo y una crisis generacional inevitable (de las que ha habido tantas como lo documenta una amplia literatura sociológica que empezó con Comte, nada menos), entonces usted evitará el simplismo de creer que de lo que aquí se trata es simplemente de convocar una asamblea constituyente, como si la vida social fuera el producto de una convención deliberada, de manera que lo que estaría fallando sería el contrato sobre el que descansa la vida compartida.

No se trata, por supuesto, de desconocer el valor de una Constitución; de lo que se trata es más bien de no exagerarlo o presentarlo como si allí estuviera la solución a los malestares que aquejan a las mayorías(quienes conocen el Derecho saben de sus posibilidades, pero sobre todo de sus límites). Presentar la cuestión constitucional como la clave del malestar o de los problemas que aquejan a Chile —insinuando que una vez abordada esos problemas disminuirán— puede ser una utopía halagadora, el simple sucedáneo de utopías mejores que en estos tiempos ideológicamente flojos brillan por su ausencia. Y presentarla con la urgencia con que en estos días se la quiere empujar —una urgencia que ni la Presidenta Bachelet consintió— puede ser un error de grandes proporciones.

Las reglas constitucionales son incapaces de modelar o conducir buena parte de la vida social, especialmente en sociedades complejas. Este tipo de sociedades, como la chilena hoy, funcionan en sistemas diferenciados (el económico, el cultural, el social) que no se subordinan al sistema político. Pensar la vida social como una jerarquía cibernética en la que las reglas constitucionales situadas en la cúspide ordenan y conducen al resto es simplemente falso.

Así entonces, sí hay que discutir la cuestión constitucional (¿quién se negaría a hacerlo en una democracia?), pero discutir algo es justo lo opuesto a aceptarlo de manera presurosa y acrítica. Puede haber razones normativas para cambiar la Constitución, pero esas razones son independientes de las causas que produjeron los acontecimientos de estos días. Luego, sugerir el arreglo constitucional como si fuera la clave para resolver el malestar es una simple falacia.

Marx habló con gran detalle del fetichismo de las mercancías. Llamó así a la atribución de cualidades humanas a las cosas. Hoy día asistimos al peligro del fetichismo constitucional, consistente en atribuir poderes demiúrgicos a las reglas o a la asamblea dedicada a debatirlas. Creer que todo lo que puede ser pensado o escrito puede ser real es una vieja ilusión (la proclamó Leibniz, quien no por casualidad redactó códigos). Se trata de una fantasía compensatoria que podría causar peores frustraciones de las que hoy asoman como fantasmas en la vida colectiva llenándola de ruidos y de furias.

Carlos Peña

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