En medio
de estos días agitados, y más todavía para los que luego vendrán, es
imprescindible deliberar acerca de su sentido, el significado que poseen para
la vida colectiva.
Y eso exige responder dos preguntas que orientan dos debates distintos: ¿Por
qué ocurrió? ¿Cómo remediarlo?
La primera es una pregunta descriptiva que admite una amplia gama de respuestas
posibles. Una de ellas consiste en afirmar que en el Chile contemporáneo las
nuevas generaciones experimentan (este es el secreto de su dinamismo vital y a
la vez de la decepción que sienten al ejercerlo) una cierta anomia que las hace
padecer eso que Durkheim, en sus estudios sobre la educación, llamó “el mal del
infinito”. El anhelo de muchas cosas acompañado de un deterioro del principio
de realidad. Se suma a ello el hecho de que los nuevos grupos medios que han
accedido al bienestar están muy expuestos y tienen miedo a eso que Shakespeare
llamó las “flechas del destino” —la vejez y la enfermedad. Y, en fin, está el
hecho de que los tropiezos en el crecimiento han deteriorado la expansión del
consumo y la promesa de bienestar permanente que legitima a este tipo de
modernización, dejando, así, la herida de la desigualdad al descubierto y sin
restañar.
Esas —desde luego puede haber otras— pueden ser algunas de las causas del
malestar que se ha expresado con severa elocuencia estos días. Y no es de
extrañar que parte de él se haya dirigido contra la figura de Sebastián Piñera
(electo hace apenas dieciocho meses). La de Presidente (lo saben los
psicoanalistas) es la figura transferencial por excelencia. En ella, fuere
quien fuere que esté allí, se personifica el malestar.
Ese es un tipo de debate. El debate acerca de las causas o factores que han
producido lo que en estos días se ha visto (y que las grandes mayorías más que
ver han padecido).
Otro tipo de debate es el de las soluciones al problema que se ha revelado.
¿Cómo apagar o disminuir ese malestar?
Desde luego, una respuesta a esta última pregunta no es independiente de la
primera. Si usted llega a la conclusión de que hay aquí temor de los grupos
medios frente a la sombra del futuro, una crisis de legitimidad producto de una
detención en el crecimiento del bienestar y del consumo y una crisis generacional
inevitable (de las que ha habido tantas como lo documenta una amplia literatura
sociológica que empezó con Comte, nada menos), entonces usted evitará el
simplismo de creer que de lo que aquí se trata es simplemente de convocar una
asamblea constituyente, como si la vida social fuera el producto de una
convención deliberada, de manera que lo que estaría fallando sería el contrato
sobre el que descansa la vida compartida.
No se trata, por supuesto, de desconocer el valor de una Constitución; de lo
que se trata es más bien de no exagerarlo o presentarlo como si allí estuviera
la solución a los malestares que aquejan a las mayorías(quienes conocen el
Derecho saben de sus posibilidades, pero sobre todo de sus límites). Presentar
la cuestión constitucional como la clave del malestar o de los problemas que
aquejan a Chile —insinuando que una vez abordada esos problemas disminuirán—
puede ser una utopía halagadora, el simple sucedáneo de utopías mejores que en
estos tiempos ideológicamente flojos brillan por su ausencia. Y presentarla con
la urgencia con que en estos días se la quiere empujar —una urgencia que ni la
Presidenta Bachelet consintió— puede ser un error de grandes proporciones.
Las reglas constitucionales son incapaces de modelar o conducir buena parte de
la vida social, especialmente en sociedades complejas. Este tipo de sociedades,
como la chilena hoy, funcionan en sistemas diferenciados (el económico, el
cultural, el social) que no se subordinan al sistema político. Pensar la vida
social como una jerarquía cibernética en la que las reglas constitucionales
situadas en la cúspide ordenan y conducen al resto es simplemente falso.
Así entonces, sí hay que discutir la cuestión constitucional (¿quién se negaría
a hacerlo en una democracia?), pero discutir algo es justo lo opuesto a
aceptarlo de manera presurosa y acrítica. Puede haber razones normativas para
cambiar la Constitución, pero esas razones son independientes de las causas que
produjeron los acontecimientos de estos días. Luego, sugerir el arreglo
constitucional como si fuera la clave para resolver el malestar es una simple
falacia.
Marx habló con gran detalle del fetichismo de las mercancías. Llamó así a la
atribución de cualidades humanas a las cosas. Hoy día asistimos al peligro del
fetichismo constitucional, consistente en atribuir poderes demiúrgicos a las
reglas o a la asamblea dedicada a debatirlas. Creer que todo lo que puede ser
pensado o escrito puede ser real es una vieja ilusión (la proclamó Leibniz,
quien no por casualidad redactó códigos). Se trata de una fantasía
compensatoria que podría causar peores frustraciones de las que hoy asoman como
fantasmas en la vida colectiva llenándola de ruidos y de furias.
Carlos Peña
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